domingo, 14 de febrero de 2016

CAPITULO 3




Sonó la alarma de su móvil y Pedro se despertó en el apartamento de Agustin. A su lado, acurrucada sobre su pecho, descansaba una rubia de infarto. La apartó con cuidado —era muy temprano y no quería despertarla— y se sentó en la cama con los pies apoyados en el suelo; sintió que le dolía un poco la cabeza pero quería espabilarse e irse. A desgana, se pasó la mano por el pelo y se frotó la cara, luego se dio la vuelta para admirar a su acompañante una vez más, y lo recorrió con la vista mientras sonreía y recordaba lo bien que lo habían pasado. La rubia había demostrado tener mucha flexibilidad, pues la había puesto en posiciones en las que realmente era necesaria; se había enterrado una y otra vez en ella de la forma que había querido. La escultural modelo continuaba durmiendo, ajena a todo. Le pasó la mano por la espalda a modo de despedida y se puso de pie para vestirse: las ropas de ambos estaban desparramadas por la habitación, ya que habían llegado con bastante prisa.


Buscó sus bóxeres hasta dar con ellos y se los puso, al igual que el resto de sus prendas, reunió los preservativos que había usado durante la noche y los tiró en el cesto del baño. 


Antes de irse se asomó a la habitación de su amigo: Agustin y su acompañante aún dormían; admiró el culo de la morena que estaba a su lado, sonrió mientras hacía una mueca de aprobación y cerró la puerta del dormitorio con cuidado para no despertarlos; más tarde lo llamaría. Antes de abandonar el apartamento de su amigo, pasó por la cocina y cogió una lata de refresco de la nevera.


Caminó unos metros por la desolada calle de Manhattan y detuvo un taxi en la esquina de la 67 con la avenida Columbus. Se dejó caer el asiento, molido, y le indicó al chófer la dirección de su casa, adonde iría a cambiarse de ropa antes de empezar su servicio a las 8.00.


Tras un corto viaje, Pedro llegó a su apartamento de la calle 59, se dio una ducha rápida y se vistió adecuadamente para ir a trabajar. Con una camisa azul, un traje gris oscuro y corbata azul parecía de nuevo el correcto detective Pedro Alfonso. Se colocó el arma en la pistolera axilar, fijó la placa en el cinturón y salió de su casa hacia el garaje.


—Buenos días, señor Alfonso—lo saludó el encargado.


—Hola, Mauricio, ¿todo en orden?


—Sí, todo en orden, señor. Que tenga un día productivo, ojalá atrape a muchos delincuentes.


—Gracias, Mauricio.


Pedro sonrió y le hizo un gesto con el pulgar en alto.


Al llegar al departamento de policía fue directo a su escritorio, donde tenía una pila de informes que redactar. Intentó ponerse manos a la obra, pero le fallaba la concentración; la noche estaba pasándole factura. Se levantó de su asiento, se encaminó hacia la máquina de café que estaba al fondo y se sirvió uno doble. Al regresar vio que su compañera ya había llegado.


—Hola, Eva.


Le dedicó una irresistible sonrisa. Aunque estaba cansado tenía un aspecto increíble, como siempre: con su metro ochenta y cinco, delgado, de espalda ancha, cabello castaño claro y ojos de color miel, era imposible no estar perfecto.


—Hola, Pedro. Parece que no dormiste mucho anoche.


—Es cierto, fui a una fiesta con un amigo.


—Detective Alfonso, tienes una pinta horrible hoy, pero me alegro de que tengas vida social.


—Gracias por el cumplido.


Eva se carcajeó. En ese preciso instante, el capitán asomó por la puerta de su despacho y los llamó.


—Alfonso, Gonzales; a mi despacho.


Entraron.


Pedro, cierra la puerta y las persianas.


Al detective le extrañó la petición pero obedeció. El capitán les expuso el nuevo caso al que los había asignado, completamente confidencial, pues al parecer había un infiltrado en el departamento y ellos serían los encargados en descubrir quién era. Les explicó lo que sospechaba, les expuso las pocas pruebas que tenía en su poder y les confesó que había frenado a los de Asuntos Internos para que no intervinieran; no obstante, si no descubrían pronto quién era el infiltrado, la intervención de aquéllos sería inevitable y todo el personal de aquella unidad de la policía de Nueva York sería acosado con investigaciones. Eva y Pedro no estaban muy felices con la tarea asignada, ya que no era muy agradable sentirse un soplón, pero si alguien estaba haciendo las cosas mal no importaba de quién se trataba, si era uno de los de ellos o un extraño: el deber siempre era el mismo, descubrir y sacar de las calles a toda persona que atentase contra la ley y el orden de la ciudad; además, si el capitán se lo había ordenado, no quedaba otra opción.


—Al mismo tiempo os asignaré otro caso, para no levantar sospechas. ¿Os veis capaces?


—Por mí no hay problema. —dijo Eva muy confiada.


—Por mí tampoco —contestó Pedro, apoyando a su compañera.


Les entregó los expedientes de ambos casos y salieron del despacho. Pedro terminó el último sorbo de su café y arrojó el vaso desechable en la papelera, cogió su chaqueta del respaldo de su silla y se la puso.


—¿Vamos, Gonzales? El deber nos llama.


—Voy al baño. Espérame en el coche, que hoy te toca conducir.


—Lo recordaba. —Pedro le guiñó un ojo y salió de ahí.


Esperó a su compañera en el aparcamiento, sentado cómodamente en su coche, mientras hablaba por teléfono con Agustin.


—No estoy diciendo que nos vayamos de juerga a diario, solamente que lo repitamos más a menudo, señor detective aburrido e intachable.


Pedro sacudió la cabeza.


—Reconozco que lo pasamos bien, pero sabes que dejé de trasnochar hace tiempo. Hoy me está costando concentrarme en el trabajo.


—Déjate de historias, Pedro. No lo pasamos muy bien anoche; además, me ligo a unas chicas tremendas cuando voy contigo... —Se carcajeó—. Amigo, me traes suerte.


—La suerte está echada, Agustin, no creo haber hecho nada especial.


—No sé, pero a Nathalie hacía tiempo que me la quería tirar y no me daba ninguna oportunidad.


—Por cierto, esta mañana antes de irme me he asomado a tu dormitorio; ¡menudo culo el de Nathalie!


—Y no sabes lo apretado que lo tiene.


—Eres un maldito fanfarrón, Agustin. Tengo que trabajar y me estás distrayendo. Luego te llamo.


—Vale, amigo, estamos en contacto. Y repetiremos pronto, que pareces un viejo aburrido. ¿Qué te ocurre? ¿Es que no puedes con más de una chica a la semana?


—Nooo, no digas eso ni en broma. Es que mi profesión necesita orden.


—Pues vuelve a ser modelo y deja las calles. Te aseguro que conseguirías contratos muy jugosos y vivirías mejor que con el mugriento sueldo que te paga el Estado.


—Tú y yo sabemos que no es cuestión de dinero. Eres de los pocos que saben perfectamente que no es por eso.


—Sí, lo sé; sé perfectamente que eres el heredero de Industrias Alfonso, y que aunque te empeñas en vivir como un empleado del Estado, no lo necesitas. No hace falta que me lo recuerdes: aunque te obstines en mantener un perfil bajo y en que muy pocos sepan de tu verdadera posición económica, sé que eres un condenado primogénito y uno de los nuevos ricos de Nueva York.


—Me importa poco el dinero. Estás al tanto de que acepté esa herencia por mi madre; si fuera por el malnacido de mi padre, lo habría regalado todo.


—Sé perfectamente que estás loco de remate, recuerdo muy bien cuando querías donarlo a obras de caridad.


—Te dejo, que llega mi compañera y hoy me toca conducir. Luego te llamo y nos organizamos para salir a cenar.


—Uff, cómo me gusta tu compañera, ¿cuándo me vas a dar su teléfono? Ya que tú no estás interesado en tirártela, dale un poco de cebo a este pobre tiburón, que vive hambriento.


—Eva no es una mujer para tirársela y listo; además, no eres su tipo.


—¿Y cómo sabes eso? Deja de cuidar del coño de tu compañera y permite que eso lo decida ella.


—Adiós, Agustin, luego te llamo.


—Perfecto, amigo, cuídate. No olvides pasarme el teléfono de Tomb Raider y mantente alejado de las balas.


—Y tú también, cuídate, que esas chicas con las que sales son de infarto, y tan peligrosas como las balas con las que me pueda cruzar yo.


Mientras se despedía de Agustin, Pedro vio que Eva salía del edificio y caminaba directa hacia él, contoneándose, con una naturalidad que no parecía fingida. Él se quedó con la boca abierta, la mandíbula caída, completamente embobado. No era la primera vez que prestaba atención a las curvas de su compañera, pero ese día en particular ella parecía lo que había sugerido Agustin: una auténtica Lara Croft.


Silbó cuando se acercaba.


«¡Vaya caderas tan macizas para aferrarse a ellas!», se dijo.


Se colocó las Ray Ban para seguir admirándola tras los vidrios oscuros. Eva no sólo tenía unas caderas anchas, sino también piernas y brazos larguísimos, cintura estrecha y senos turgentes; era sofisticada, recia pero muy femenina. Pedro se encontró admirando a la pelirroja de ojos verdes con reflejos dorados.


«Joder, debo de haber estado ciego todo este tiempo. Pero tengo un lema: no mezclo el trabajo con el placer», pensó.


Eva llegó hasta el Chevrolet Caprice negro donde Pedro la esperaba, abrió la portezuela y se acomodó a su lado. Él la miró por encima de las gafas sin ningún disimulo.


—¿Ocurre algo, Pedro?


—No —dijo él poniendo el coche en marcha y fijando la vista en el camino. «Sólo que estoy pensando seriamente, en romper mis reglas.»


Eva se ajustó el cinturón de seguridad y Pedro trató de deshacerse de esas ideas: sabía que no era prudente ver a su compañera de esa manera, pues mezclar su trabajo con el placer era sinónimo de desconcentración. Sacudió la cabeza y sonrió, mientras se internaba en el congestionado tránsito de Manhattan.


Pasaron toda la mañana recabando testimonios. Iban tras la pista de un vendedor de drogas que al parecer estaba protegido por un policía. Ellos debían averiguar de quién se trataba.





CAPITULO 2




El senador Wheels acababa de llegar a su casa. Como era época de reelecciones, se encontraba en el estado que representaba, Nueva York. Se quitó la corbata y se acercó a la barra para servirse un martini.


Con el mando a distancia, encendió el equipo de sonido envolvente y Madama Butterfly, * de Puccini, con la voz de María Callas, dominó el ambiente. Justo cuando estaba a punto de sentarse en el cómodo sofá de su salón apareció el mayordomo.


—Buenas noches, señor Wheels. ¿Desea que le sirvan la cena? —le preguntó en tono muy solemne.


—No voy a comer, ya he cenado fuera. ¿Dónde está la señora?


—Está en su estudio, señor. ¿Quiere que la avise de que ha llegado?


—No es necesario.


—Con su permiso, si no desea nada más...


Wheels asintió con la cabeza, despidiéndolo.


Caminó hacia otro sector de la casa con la copa de martini en la mano. Entró en el estudio y ahí estaba su esposa, de espaldas, ensimismada, ajena a todo y sumergida en lo que parecía su nueva creación. Se quedó mirándola desde el quicio de la puerta, y para hacer notar su presencia dio un puntapié. Ella, sobresaltada, se dio la vuelta.


—Hola, no sabía que habías llegado —le dijo quitándose los auriculares de su iPod.


—¿Cómo vas a enterarte si estás con esos tapones en las orejas?


—Lo siento, no creí que llegarías tan temprano; nunca lo haces.


—¿Estás cuestionando la hora de mi llegada?


Ella se levantó para saludarlo y negó con la cabeza; él le dio un desganado beso en la mejilla.


—¿Qué tal el día? ¿Te ha ido bien? Te he visto en la tele: ha sido un acto muy concurrido, ¿no? Había mucha gente.


Lo ayudó a quitarse la chaqueta para que se sintiera más cómodo, la dobló con cuidado y la sostuvo sobre el brazo.


—Agotador, la gente es insufrible, creen que tengo tiempo para saludarlos a todos. Te toquetean como si fueran tus iguales y te ofrecen las manos llenas de sudor para que se las estreches. —Puso cara de asco —. Las mujeres no son capaces de limpiarles los mocos a los niños, y aun así me los acercan para que los bese.


—Es que te admiran.


—Bah, estúpidos fanáticos. Quiero darme un baño y quitarme de la piel todo el perfume barato de la gente que se me ha acercado hoy.


—Te prepararé el jacuzzi, y te pondré unas sales de camomila que son el calmante perfecto.


—Sí, anda. ¿Qué estabas haciendo?


—Bosquejando, me han entrado ganas de volver a pintar —contestó entusiasmada—. A veces añoro hacerlo, pero como sabes no siempre tengo tiempo.


—¿Añoras perder el tiempo? —Se carcajeó en su cara—. Ve a prepararme el baño y déjate de bobadas. ¿Por qué no te dedicas a mostrarte en público haciendo obras de beneficencia, que eso sí ayuda a mi imagen política? Es con mi sueldo de senador con lo que te compras todo lo que tienes, no lo olvides. Que yo sepa, vendiendo esos garabatos —movió la mano de forma despectiva— ni siquiera consigues comprarte la etiqueta de los modelos de Armani que usas.


Ella bajó la cabeza, enterró la mirada en el suelo y salió de allí; no quería discutir, no estaba dispuesta a hacerlo.


Manuel entró minutos después en el dormitorio y comenzó a desvestirse. De allí se dirigió hacia el baño, donde el jacuzzi estaba a medio llenar.


—¿Adónde vas? —le preguntó a su esposa cuando ella iba a salir.


—Voy a cenar mientras te bañas, aún no lo he hecho.


—Pensé que podíamos tener sexo.


—Perfecto, si quieres me quedo contigo.


—No, Paula, ya se me han pasado las ganas. Ve y haz lo que tengas que hacer; después de todo, para la frialdad que recibo de tu parte mejor me las arreglo solo.


Ella tragó saliva, quiso acercarse y besarlo, pero él la empujó.


—Te he dicho que te vayas. Pareces una mojigata, cada día me calientas menos. —Paula se retorció las manos—. Desaparece de mi vista, que me estás poniendo de mal humor.


En silencio salió de la habitación, cerró la puerta y se quedó apoyada contra la dureza de la madera, suspirando para demostrar la frustración y el cansancio que sentía. Apretó los ojos con fuerza y se sintió sumamente desdichada. Su matrimonio parecía no tener solución, ella lo hacía todo mal, tenía la impresión de que jamás hacía algo bien y nunca contentaba a su esposo. Si algo anhelaba era contentarlo, para que todo volviera a ser como había sido una vez; como cuando con sólo mirarse el deseo los invadía y la pasión se apoderaba de ellos, sin que importara nada más. De pronto, lo oyó hablando tras la puertas y no pudo dejar de prestar atención a lo que decía.


—Hola... sí. Lamento lo de hoy, en media hora estoy allá.


Ella se dio cuenta que él había cortado la comunicación y oyó cómo sus pasos se acercaban. Puso unos ojos como platos e intentó desaparecer en el pasillo, pero Manuel abrió la puerta rápidamente y la encontró sollozando e intentando irse; sus piernas se habían convertido en gelatina.


—¿Qué mierda hacías aquí?


—Nada, me iba a la cocina a comer.


—¡Estabas escuchando tras la puerta! —Le tiró del brazo.


—No, Manuel, te juro que no.


—¿Cuántas veces debo decirte que no escuches mis conversaciones tras la puerta?


—Te juro, Manuel, que no lo estaba haciendo.


La metió a empujones en el dormitorio y le agarró la barbilla con fuerza, enterrándole los dedos en la carne, como si quisiera traspasarla con ellos y arrancarle la mandíbula a jirones.


—¡Parece que no lo entiendes! —le gritó muy cerca de ella—, ¿cómo mierda te tengo que explicar las cosas? Pareces estúpida.


Le propinó un empujón, alejándola bruscamente de él, y Paula cayó de bruces en el suelo.


—Por favor, Manuel, no te enfades. Lo siento, te juro que lo siento. No he querido escuchar tras la puerta, sé que no debo hacerlo.


Ella tenía los brazos extendidos con las palmas hacia delante, intentando frenar su furia.


Pero sabía que nada de lo que pudiera decirle podría detenerlo. Manuel le dio un puntapié en las costillas y Paula se retorció en el suelo; luego, de un tirón, se quitó el cinturón y comenzó a castigarla.


Ella se quedó sobre la alfombra del dormitorio en posición fetal, intentando asimilar el castigo despiadado que él le impartía, llorando con cada azote recibido. La correa zumbaba en sus oídos cada vez que él tomaba impulso para impartirle un nuevo golpe; la correa se había convertido en el más flagelador de los látigos.


—Basta, Manuel, por favor, basta, te pido perdón, te pido perdón, mi amor. No quería enfadarte, no quería hacerlo, basta, ya basta, te lo ruego.


Paula le suplicaba, pero él parecía no oírla; con cada golpe descargado en su cuerpo soltaba un hálito que lo llenaba de brío, para soltar otro más fuerte y más brutal. En el momento en que él consideró que era suficiente se detuvo; no lo hizo cuando ella se lo rogaba, sino cuando estuvo seguro que Paula ya no tenía fuerzas para pedírselo.


La dejó tendida en el suelo, casi inconsciente, y volvió a meter el cinturón por las presillas del pantalón. La miraba satisfecho, se sentía poderoso. Arrancó el cable de la extensión telefónica para que ella no pudiera comunicarse con nadie y salió del dormitorio hacia el garaje, indicándole a su guardaespaldas que saldría solo.


Preparándose para partir, rebuscó con la mano bajo el asiento y sacó un envoltorio plateado que abrió con sumo cuidado; con la yema del dedo corazón levantó el polvo blanco que estaba en la cajetilla y lo aspiró con fruición. 


Repitió la operación con la otra fosa nasal, se limpió la nariz con el reverso de la mano y se chupó los dedos.


Paula estuvo un buen rato tendida en el suelo del dormitorio, y cuando pudo se arrastró hasta la cama muy dolorida. Al oír que el automóvil de su marido se alejaba sacó, con gran esfuerzo, un móvil que tenía escondido en uno de los cajones de la mesilla de noche, y marcó un número.


—Hola amiguísima de mi corazón, ¡qué sorpresa a estas horas! ¿Aún no ha llegado el ogro?


Con un hilo de voz y con muchísimo esfuerzo, Paula le habló a la persona que la escuchaba al otro lado de la línea.


—Te necesito, Maite. Ven pronto, por favor.


—¿Qué ha pasado? ¿No me digas que ese malnacido te ha golpeado otra vez? —Paula no le contestaba, sólo la oía gemir de dolor—. Voy para allá, tranquila que estoy saliendo. —Mientras lo decía tenía el bolso y las llaves del coche en la mano. — Shit, shit, ese desgraciado algún día me las va a pagar todas juntas... ¿Estás bien? Dime que estás bien, porque no me lo parece, por favor, Pau, háblame...


—Entra por atrás con la llave que te he dado y cuidado con la cámara. —Paula reunió fuerzas para hablarle—. Por favor, que nadie te vea, no quiero que vuelva a enfadarse. Estoy en el dormitorio.


Maite no había oído bien a su amiga. Aunque el trayecto que la separaba del Upper West Side parecía interminable, en menos de media hora estuvo ahí, pero no iba sola: Eduardo la había acompañado.


—¡Dios mío, Pau! ¿Por qué no te vas de esta casa? Este tipo te matará un día de éstos —le dijo él mientras la tomaba entre sus brazos para depositarla en la cama. Quiso recostarla, pero ella se quejó, así que la dejó sentada en el borde.


—Parece que eso es lo que busca, Ed, si no no se explica que aún siga aquí con esa bestia.


—Quizá sea lo mejor —expresó Paula con cansancio y mucho pesar.


—No digas eso ni en broma, ¿me oyes? —La reprimenda de Maite sonó muy fuerte.


Sus amigos le quitaron la camisa. Los azotes se veían claramente sobre su fina piel, tenía la espalda casi en carne viva. Maite se cubrió la boca mientras observaba la brutalidad plasmada en el cuerpo de su amiga.


—Vamos, Pau, vamos a casa —le rogó—. No puedes seguir quedándote aquí, va a matarte. Ven conmigo, déjame que te ayude.


—No lo entendéis, él no es malo, soy yo, soy yo... —Paula se puso a llorar desconsolada.


—Chist, no sigas angustiándote, pequeña, Ed está contigo. Ven, llora en mi pecho.


Esperaron a que se calmara mientras Eduardo la acurrucaba en su regazo y Maite le desinfectaba las heridas.


—Pau, me siento muy mal. No puedo seguir haciendo la vista gorda, no está bien. Me siento fatal por ti, por mí, siento que estoy siendo cómplice de ese monstruo, ignorando lo que te hace.


—Maite, no te sientas así. Él no es malo, sólo está nervioso por la campaña política, y yo no ayudo en nada.


—Basta, Paula, basta, no quiero escucharte más —le dijo Eduardo cogiéndole la barbilla. Todo tenía un límite—. No puedes justificar esta salvajada. Tu esposo tiene problemas, no es normal que te trate así, ¿cómo puedes justificar que te haga esto?


—Es que no sabéis lo tierno que puede ser... Manuel me quiere, me lo da todo; pero tiene mucha presión, ser senador no es fácil. Ya veréis como cuando la campaña termine todo volverá a la normalidad.


—Pau, hace años que oigo lo mismo y nunca se termina, al contrario, cada vez es peor, cada vez te golpea más fuerte. Estoy preocupada. Vamos al departamento de policía y hagamos la denuncia. — Maite la cogía de las manos mientras intentaba convencerla—. Nosotros te acompañamos, ¿verdad,Ed?


—Sí, claro, jamás te dejaríamos sola, sabes que puedes contar con nosotros para todo.


—¡¿Estáis locos?! Eso arruinaría su carrera.


—¡Mierda, Paula! —gritó Maite—. Ese malnacido ha arruinado la tuya, y también tu vida.


—Chist, no grites, por favor. Se darán cuenta de que estáis aquí conmigo y tendré más problemas.


—¿La estás oyendo, Ed? Esa bestia quiere matarte y tú sólo te preocupas por su carrera y porque no nos oigan. ¿Es que tu vida no tiene valor? Vives encerrada en una gran jaula de lujos, pero ¿de qué te sirve todo esto —hizo un ademán señalándolo todo— si no eres feliz? Porque no me digas que lo eres. — Puso los brazos en jarras.


—Basta, Maite, sabes que no nos hará caso, no quiere que le ayudemos —apuntó Ed.


—No lo entendéis, a veces su mal temperamento tapa su lado bueno —dijo en un susurro—. Nosotros nos prometimos amor para toda la vida cuando nos casamos.


—¿Eres tonta? ¿De qué amor me hablas? Creo que ese malnacido te ha golpeado en la cabeza y algo no te funciona bien en el cerebro.


—En mi familia nadie se ha divorciado. Mis padres no estarían de acuerdo, sabéis que son muy rígidos en cuanto a las tradiciones, y bastante dolor de cabeza les ha causado Agustin abandonando su carrera para que yo les añada otro disgusto.


—Me has hartado, ya es suficiente. Habla como si fueras santa Paula —Maite se apretó con fuerza la cabeza—. ¿Sabes qué? La próxima vez que te muela a palos no me llames, arréglatelas sola, llama al puto mayordomo o a los guardaespaldas para que te ayuden, esos malnacidos que parecen no escuchar nada. Odio a tu marido y a todos sus soplones, odio su poder y que te haya lavado el cerebro como lo ha hecho.


—Basta, Maite, no parece que seas mi amiga —rogó Paula entre dientes, mientras se retorcía por los dolores de los golpes.


—Por supuesto que no lo parezco, porque una amiga verdadera no encubriría al jodido ese como lo estoy haciendo yo. Vamos, Ed, todo esto es en vano; ya sé lo que sigue ahora, nos dirá: «Idos, por favor, Manuel puede volver —Maite imitó su voz burlonamente— y no quiero que os encuentre aquí».


—Sí, eso es —contestó Paula mosqueada y con lágrimas en los ojos.


Maite iba a rechazarla, pero Eduardo le hizo una seña para que se callara y lo dejase estar. Le dio un calmante a Pau para que le aliviase los dolores de los azotes; aunque nada la aliviaría, porque lo que Paula tenía rasgado en verdad era el alma.


Maite sacudió las manos con fastidio mientras refunfuñaba, rogando que su amiga reaccionara de una vez.


—¿Te ayudo que te acuestes, Pau?


—Por favor, Ed.


—¿Estás segura de que no quieres que te llevemos al médico? Quizá tengas alguna costilla rota.


—No, Ed, te aseguro que no tengo nada roto.


Maite estaba enfurruñada, con los brazos cruzados y apoyada contra la pared mientras los veía desde lejos. Ed ayudó a Paula a acostarse y la puso de lado, pues de espaldas era imposible por las laceraciones que tenía.


—Si necesitas cualquier cosa, vuelve a llamar, Pau.


—Gracias, Ed.


Sus amigos se fueron, y ella se quedó a oscuras pensando, repasando cada uno de los momentos.


Sabía que sus amigos llevaban razón, pero era tanto el miedo que le tenía a su esposo que prefería justificarlo y esperar un milagro. Era tan infeliz que ni siquiera le quedaban lágrimas para llorar. Se sintió vacía, cobarde; se preguntó cómo había llegado a esa situación, pero no obtuvo respuesta, no había una explicación posible para tanta locura; sólo quería que todo terminara, que todo pasara, le pedía a Dios que la ayudase para que su calvario concluyera.


La madrugada la encontró despierta; oyó la puerta y supo que era Manuel que regresaba, así que intentó calmar la respiración para que él no notara que estaba en vela, prefirió fingir que dormía.


Después de quitarse la ropa, Wheels se metió en la cama y, antes de ponerse a dormir, le habló a su mujer al oído:
—Sé que no duermes. Te pido perdón, Pau, no sé lo que me ha pasado pero estoy muy arrepentido. —Hizo una pausa—. Te prometo, mi vida, que nunca volverá a suceder. Lo que pasa es que estoy muy nervioso, la campaña política está acabando con mis nervios, sé que no es justificación, que no lo mereces, por eso me arrepentiré toda la vida. —Le acariciaba el brazo con mucha suavidad mientras le hablaba—. Te quiero, Paula.


Ella siguió fingiendo que estaba dormida y no le contestó; él le dio un beso en el hombro y, después de apagar la luz de la mesilla de noche, se dio la vuelta y se puso a dormir.