martes, 1 de marzo de 2016
CAPITULO 55
Cuando llegaba a la mansión de Park Avenue, desde la esquina divisó que el portón se abría y un coche salía del garaje; entonces hizo que el taxista se detuviera, le pagó el viaje y caminó los metros que le quedaban por llegar. Entró esquivando una vez más las cámaras; ya había aprendido perfectamente cómo hacerlo, tenía los tiempos incorporados a cada paso que daba.
Al entrar en la sala se encontró con Manuel, que bebía un brandy y fumaba un cigarro; el sobresalto fue tal que se quedó paralizada. Por suerte él no la vio, estaba de espaldas, así que regresó al vestíbulo para ir al corredor que la llevaba a la cocina y desde el cual también podía acceder a los dormitorios.
Lamentablemente no parecía ser su día de suerte, el agua acumulada en la calle le jugó una mala pasada y sus zapatillas chorrearon al tiempo que chapoteaban y la ponían en franca evidencia. Corrió hasta desaparecer por el otro pasillo, pero Wheels se asomó en la unión de ambos y la pilló. «Sólo me faltaba esto», pensó mientras cerraba los ojos. Desquiciado, caminó a su encuentro y ella se aferró la correa del bolso, temblorosa y paralizada; conocía muy bien esa mirada.
Él, sin meditarlo, le cruzó la cara de un bofetón que la hizo trastabillar.
—¡¿De dónde vienes?! —le gritó furibundo.
—Tan sólo he salido a caminar. Permíteme explicártelo, por favor.
El sopapo la había nublado y se halló suplicándole mientras él la zarandeaba y le gritaba, pero muy pronto la ira y el asco la invadieron y decidió no permitir que la siguiera maltratando.
—¿A quién quieres hacerle creer eso? —Manuel la agarraba por el codo y la sacudía mientras le imprimía presión con la mano. La metió en su habitación de un empujón.
—¡Basta! Eres un descarado, estabas fornicando en tu despacho con tu amante, ¡¿y te atreves a hacerme reproches a mí?! —le gritó envalentonada; se había prometido que no iba a permitir que la azotara como antes—. Si no quieres que arruine tu carrera, no me vuelvas a poner una mano encima.
Teníamos un trato, y si esperas que se cumpla, mantente bien lejos de mí o me importará una mierda que muestres las fotos de Agustin, no lo pagaré con mi integridad física.
Wheels, que la sostenía del pelo, le dio un tirón y la arrojó sobre la cama. Se fue del dormitorio dando un portazo.
—Dios... ¡ayúdame!
Estaba temblando por el miedo y por el frío. Se encerró.
Pedro regresó tras sus pasos, completamente empapado. Al llegar a la entrada del edificio se dio cuenta de que no había cogido las llaves. Le dio un puñetazo a la pared y se sentó en el umbral de la entrada, apoyó los codos en las piernas y dejó caer su cabeza atormentada mientras se pasaba las manos por la cara para escurrirse un poco el agua. Resopló como un fuelle que atiza el fuego, y tras una pausa, se golpeó la pierna con la palma de la mano y se puso de pie nuevamente: no le quedaba otra opción que despertar al encargado del edificio, a Eva no quería llamarla.
Mientras esperaba se preguntó una y otra vez a qué había ido Paula; le costó trabajo pensar en ella como Paula, se dijo que era mejor, porque así sería más fácil olvidarla; meditó también que no le diría nada a Agustin de la relación que habían mantenido.
Estaba con ambas manos apoyadas en el marco de la puerta y con la cabeza caída pensando cuando la puerta se abrió:
—Señor Alfonso, va a pillar un resfriado, está empapado.
—Discúlpame, Mario, por interrumpir tu sueño, he salido tan deprisa que he olvidado las llaves.
El barrigudo empleado estaba desgreñado y con claros signos de haber sido despertado, cubierto por una bata de franela que le destacaba aún más la barriga.
«Y los zapatos», se dijo el hombre al ver a Pedro. Éste llevó también la vista a sus pies desnudos cuando el empleado lo miró. Se sintió ridículo.
—No se preocupe, señor, para eso estoy. Tome la llave, mañana me la devuelve.
—Muchas gracias.
Subió por el ascensor y entró en su piso. Al hacerlo recordó la llamada que Paula le había dejado en el contestador, pero le urgía quitarse esa ropa mojada, o enfermaría al final. Así que fue hacia el baño, y para su sorpresa se encontró con Eva despierta, sentada en la cama abrazándose las piernas y apoyando el mentón en las rodillas. Lo miró con verdadera extrañeza.
—Por la hora y la lluvia que hay fuera, no creo que hayas salido a correr —bajó la vista a sus pies descalzos—, y menos sin las zapatillas.
Él no le contestó, pasó directo al baño y se deshizo de su ropa empapada. Se secó enérgicamente con una toalla para acelerar la circulación sanguínea y que se le pasara el frío.
Salió del baño ignorándola, no le apetecía dar explicaciones ni tenía por qué darlas; lo que ellos habían tenido no
contemplaba esos privilegios.
Fue a la cocina y tiró el poco café que quedaba en la cafetera para preparar uno nuevo y bien caliente.
Eva se asomó a la sala, estaba vestida.
—Creo que mientras dormía me he perdido algo.
No recibió ninguna contestación, Pedro siguió haciendo lo que hacía con aire concentrado. Ella se acercó, lo cogió de la barbilla y le plantó un besazo en la boca que él no le negó, pero que tampoco disfrutó. Estaba cabreado y no se molestaba en disimular; si ella lo había notado y había decidido irse, mucho mejor. Pero de pronto tuvo un viso de cortesía, se dio cuenta de que Eva no tenía la culpa de nada y le dijo:
—Disculpa, no quería que esta noche terminase así.
—No te preocupes, Alfonso, no más intimidad de la que hemos compartido. —Le guiñó un ojo y él, después de exhalar aire, dio la vuelta y la acompañó a la salida.
Antes de que ella se fuera, la cogió por la nuca y le dio un beso en los labios que empezó tímidamente y que ella se encargó de transformar en uno vehemente y desbocado.
Se separaron sin decirse nada, y Gonzales se fue.
En cuanto cerró la puerta, él, como un poseso, caminó con ansia el trayecto que lo apartaba de su móvil, buscó el mensaje en el contestador, se repantigó en el borde de la cama y lo escuchó: «Perdón, mi amor, no quise herirte, tampoco fallarte, te aseguro que todo el tiempo he pensado en ti, tú eres lo más importante en mi vida».
—Pero volviste con él.
Su voz sonó condenatoria. Volvió a escuchar el mensaje y se le hizo un nudo en la garganta, en ese momento anheló que esas palabras fueran ciertas y recordó el momento en que discutían en la fiesta, cuando Maite exhortó a Paula a decir la verdad.
—¿Qué verdad? ¿Qué mierda pasó para que regresaras con él?
Se dejó caer en la cama, ni siquiera tenía ganas de tomar café, lo único que deseaba era que esa noche acabara de una vez.
Paula, en su casa, lloraba sin consuelo mientras se deshacía de las prendas mojadas. Lo dejó todo en el baño y se arropó bien después de pasarse una mullida toalla por el cuerpo y de utilizar el secador para el cabello. Preparada para meterse en la cama, no podía dejar de llorar. Lloraba por su suerte, por su mala suerte, por su dolor, por su desdicha, por su amor perdido. Le dolía la mejilla izquierda, se miró en el espejo, estaba segura de que al día siguiente la bofetada tendría una tonalidad purpúrea venosa y rojiza.
—¿Que más va a pasarme? ¿Por qué no puedo ser feliz como tantos otros?
De pronto, su llanto ya no fue más un lamento: ahora lloraba de enfado, de ira, de decepción. No podía apartar de su mente la imagen de esa mujer durmiendo al lado de Pedro; se maldijo por haberle hecho caso a Maite, se había humillado.
«No entiendo para qué me siguió, si es obvio que ya no le importo, ya me ha encontrado reemplazo.»
Siguió llorando otro rato.
—¡¡Lo odio, odio a todos los hombres!! —gritó con ganas.
CAPITULO 54
Entró en el apartamento de Pedro con el juego de llaves que aún conservaba; le temblaba el cuerpo y no conseguía dominarse, pero era tarde para arrepentimientos.
No encendió la luz, conocía el camino.
Se había dejado convencer por Maite. Según ésta, si no quería perderlo del todo era imperioso que saliera a buscar a Pedro y le explicara la verdad de por qué había regresado con Manuel.
Pero lo cierto era que la degradación que sintió después de que todos los invitados se hubiesen marchado fue lo que la hizo decidirse a hacerlo.
Paula, con la poca energía que le quedaba, se quitó la ropa de fiesta y también el maquillaje.
Como sabía que le costaría conciliar el sueño, tras enfundarse en un pijama de raso azul salió hacia la cocina para proveerse de un vaso de leche tibia con miel, como su nana Eustaquia hacía cuando ella era niña y tenía pesadillas. Cerró los ojos y le dedicó un cálido recuerdo a esa mujer que le había demostrado verdadero cariño; no pudo contener un suspiro cargado de frustración, pues había muerto muy joven a causa de una enfermedad pulmonar.
Al pasar por el despacho de Wheels vio luz bajo la puerta y se extrañó; ella suponía que ya se habría ido a acostar, lo había visto entrando en el dormitorio principal, que ahora ocupaba solo. Miró la hora en el reloj que le había regalado su hermano y eso la sumió en otro intrincado pensamiento; recordó a Agustin y los líos en que estaba metido, pero se exhortó a seguir su camino y a deshacerse de esas cavilaciones que sin duda la atormentaban, aunque no tanto como la mirada de desilusión que Pedro le había manifestado esa noche. De pronto, le pareció oír voces y una risa de mujer, y estuvo segura de no haberse equivocado.
«¿Con quién está Manuel? Si se han ido todos...», se preguntó.
Con sigilo se aproximó a la puerta y arqueó el cuerpo para espiar por la rendija de la cerradura; recordó la cámara de vigilancia que en su recorrido apuntaba al despacho y la evitó antes de agazaparse.
No le sorprendió lo que vieron sus ojos, sino que confirmó lo que ella sospechaba: Paula siempre había intuido que entre ellos había algo. Aun así, no pudo evitar sentir náuseas al ver a Manuel entre las piernas de Paula, que echaba la cabeza hacia atrás mientras él le apresaba un pezón con la boca y se enterraba en ella con furia desatada.
Se olvidó por completo del vaso de leche que había ido a buscar y regresó resuelta a su dormitorio, donde se vistió rápidamente con un pantalón de chándal, una camiseta de algodón ceñida al cuerpo y un impermeable ligero con capucha, pues oía que ya había comenzado a llover. Se calzó las zapatillas de deporte que utilizaba en casa cuando Manuel no estaba, y con el mismo apremio con que se había vestido, se dirigió a su estudio, donde buscó entre las pinturas que estaban apiladas en un rincón y se hizo con un sobre que había adherido en la parte trasera de una de ellas.
Lo metió en su bolso y, de puntillas, salió de la mansión evitando las cámaras de vigilancia.
Pedro continuaba sin pegar un ojo, con los brazos bajo la nuca y mirando el techo. El sonido de la lluvia, que arreciaba esa noche en la ciudad, amortiguaba los otros ruidos de la noche, engulléndolos de manera ensordecedora; pero no fue suficiente para acallar el ruido de la llave en la cerradura de la puerta de entrada. Eva, extenuada, dormía a su lado ajena a todo.
Alertado por los particulares ruidos que oyó, se incorporó en la cama a oscuras, buscó a tientas la Beretta 92 FS 9mm Parabellum que descansaba en su mesilla de noche y la empuñó sin que le flaqueara la mano. Se abrió la puerta del dormitorio y la claridad de la noche neoyorquina, que se colaba por los ventanales del salón, permitió ver una figura, asegurándole que no se había equivocado. Preparado para recibir al intruso que se había escabullido dentro de su vivienda, apuntó con firmeza al objetivo mientras accionaba el interruptor de la luz para ver el rostro de quien estaba
entrando.
Suerte que encendió la luz y no disparó a oscuras. Ella casi se muere de un síncope al encontrarse con el cañón de la semiautomática de Pedro, y él por caer en la cuenta de que casi dispara contra Paula.
Alfonso bajó el arma de inmediato y exhaló el aliento contenido.
Pasado el pánico por haberse encontrado apuntada con el cañón del arma, dedicó una mirada a la acompañante que dormía ajena a todo cuanto acontecía en esa habitación; la mujer que estaba con la espalda desnuda y tapada a medias parecía cansada, sin duda a causa de la noche de sexo que Pedro le había concedido.
Demudada, atónita y sin fuerzas, Paula creyó que se caía al suelo, las piernas le flaquearon (por suerte estaba agarrada al picaporte de la puerta), sintió que la tierra se abría bajo sus pies y un terrible dolor le recorría el pecho y la dejaba sin aliento. Habría querido proferir un grito, pero lo acalló mordiéndose el puño, y por más que lo intentó no pudo disimular el gesto de pasmo y congoja.
Pedro se había puesto los bóxer y había salido tras ella, pero Paula no se detuvo, había escapado del apartamento sin siquiera pensarlo.
Abatida, desilusionada, recapacitó de inmediato que no era lícito recriminarle nada: lo había perdido y ella era la única culpable, había abierto la mano como quien la abre para soltar un pájaro, propiciándole la ansiada libertad.
Pedro cogió sus prendas, que estaban esparcidas en el dormitorio, y comenzó a vestirse para salir tras ella. En contra de su razón, su voluntad y la atracción que sentía por Paula lo hacían actuar como un inconsciente para buscarla.
Salió al pasillo colocándose la camisa y fijó la vista en el ascensor que descendía. Sin demora y por instinto, bajó por la escalera esperando poder interceptarla antes de que ella llegara a la calle, bajó desquiciado los escalones de tres en tres, saltando en cada descanso para tomar un nuevo tramo de escalera, hasta que por fin llegó a la planta baja. En el mismo instante en que entró en el vestíbulo del edificio la vio desaparecer tras la puerta de entrada. Corrió escasos metros por la calle, salió despedido y la vio apresurarse a la esquina de la Cincuenta y Nueve con la
avenida Ámsterdam, y con la última gota de aliento que le quedaba, la llamó por su nombre:
—¡Paula! —Sonó tan extraño llamarla de esa forma que se paró en seco mientras se amonestaba por haberla perseguido.
Ella se detuvo, se volvió y lo miró a los ojos, buscó empaparse de su mirada de color café, esa que la calmaba, esa que extrañaba y necesitaba tanto como el aire para respirar, pero no la encontró; por el contrario, se topó con una despojada de emociones. Le dolió profundamente la manera en que él la miraba, nuevamente con desprecio, como había hecho en la fiesta, y entonces se dijo que ya no quedaba nada, ya no valía la pena permanecer allí, no tenía sentido explicar nada. Con el rabillo del ojo vio que un taxi se aproximaba, y sin dejar de mirar a Pedro extendió la mano para detenerlo. No iba a privarse de los últimos minutos que tenía para admirarlo, lo recorrió de pies a cabeza, lo admiró devorándolo: soberbio, inaccesible, tan masculino.
Estaba erguido, con las piernas entreabiertas y la camisa sin abotonar, sus pectorales marcados se veían en la abertura, y deseó sus labios con desesperación mientras él apretaba las mandíbulas.
«Te amo, tú eres mi hombre, mi amor, el único que me hace sentir viva», se dijo.
La lluvia caía sobre ellos, que permanecían mirándose obstinados.
Pedro no atinó a nada, sólo la observaba con rencor, de una forma apática y con un profundo reproche que no mermaba, por el contrario, se acrecentaba mientras más la veía. Ella entonces se permitió flaquear, recordando la espalda desnuda de aquella mujer a su lado, y sus lágrimas brotaron y traspasaron la muralla que se había impuesto esa noche, cuando lo descubrió entrando en su casa con Agustin. La lluvia confundía sus lágrimas, por lo que quizá él ni se dio cuenta de ellas. El taxi se detuvo, y sin que Alfonso tratara siquiera de detenerla, Paula se montó en él y se alejó del lugar.
No quiso darse la vuelta para ver si él se quedaba mirando cómo se alejaba, no tenía sentido
CAPITULO 53
—¿Has visto la forma en que me ha mirado? Lo he perdido para siempre.
—Ah, no me vengas con llantos ahora, porque solamente tú, Pau, eres la culpable de que se haya ido mirándote de esa forma.
—¿Y qué querías que hiciera? Estoy atada de pies y manos, y lo sabes muy bien.
—Decirle la verdad, hablarle de una vez con la verdad y de frente, era tu oportunidad de sincerarte de una maldita vez, pero en cambio... preferiste contarle esa sarta de estupideces. ¿Acaso no has visto el dolor en sus ojos? Paula, ¿cómo has podido? Se ha ido muy dolido, creyendo cosas que no son.
—¡No puedo enviar a Agustin a la cárcel! —le gritó de forma desesperada, y se fue a llorar mientras se cubría la cara con ambas manos.
—Paula, escúchame, por favor, tranquilízate. Agustin es su amigo, buscará la manera de ayudarlo, no lo dejará a su suerte. Ahora, sabiendo que entre ellos existe una amistad, las cosas cambian.
—No... no... no... no lo entiendes, será una vergüenza para mi familia, mi padre y mi madre estarían en boca de todos. Y por otra parte, Pedro no va a comprometer su puesto por cubrirlo a él, una cosa es que sean amigos y otra es pedirle que haga la vista gorda a un delito. ¿Cómo piensas que él accedería a eso?, ¿te has vuelto loca?
—Ah, no, basta, no entiendes nada, nadie le va a pedir que se salga de la ley. —Maite elevó los brazos al cielo—. Ya está bien, si quieres convertirte en santa mártir Paula y pensar en todos menos en ti, hazlo, pero no cuentes conmigo. Estoy harta de escucharte mientras te lamentas y que no haces nada. Lo peor de todo es que piensas en todos menos en Pedro, y después dices que lo amas.
Maite salió de la habitación, dejándola sola para que reflexionara. En el pasillo se topó con Manuel.
—¿Dónde está Paula?
—En el baño. —Wheels hizo ademán de ir a buscarla—. ¿No puedes dejarla ni cagar tranquila? — Manuel la miró fulminándola—. Perdón, perdón, es que hemos discutido por un tema de la galería, déjame decirte que me alegro mucho de que hayáis arreglado vuestras diferencias.
Manuel estaba muy lejos de caer engatusado como Maite pretendía con sus palabras, pero de todas maneras, decidió dejarle creer que sí lo estaba.
—Ven, acompáñame a beber una copa de champán y brindemos por una nueva etapa. Pau me ha explicado que estáis yendo a terapia y que eso os ha ayudado mucho.
«¿Conque ésa es la mentira que esa idiota ha inventado?
Bueno, o esta zorra miente muy bien o de repente las luces de mi esposa se han encendido y ha logrado convencerla. ¿Qué digo? Si ésa es otra zorra y ésta es su cómplice.»
—Manuel, ¿me escuchas?
—Sí, por supuesto; ¿decías?
—Que la fiesta está muy bien, que has pensado en cada detalle para agasajar a Pau y eso me gusta; tienes a una gran mujer a tu lado, y es bueno que lo valores.
—¿Por qué te empeñas en hacerme creer que te agrado cuando tú y yo sabemos que me detestas? — Chasqueó la lengua y agitó la cabeza—. Mientes muy mal, Maite —le habló muy cerca echándole el aliento a alcohol mezclado con tabaco, que a ella le repugnó.
—Imbécil.
—Zorra.
Dio un respingo cuando sintió una mano posándose en su hombro y se volvió bruscamente para encontrarse con la persona que lo tocaba.
—Eva...
Ella se acercó y lo besó en la mejilla. Pedro se levantó del taburete que ocupaba y le cedió su lugar quedándose de pie junto a ella.
—¿Qué haces aquí? Me habías dicho que tenías una fiesta.
—Ha acabado temprano —contestó él sin darle importancia.
—Estás muy guapo... —Lo miró de pies a cabeza—, ¿Dolce & Gabbana?
Pedro le sonrió sin responderle, pues no le gustaba ostentar; le devolvió la pregunta.
—¿Y tú qué haces?
Eva levantó su pinta.
—Bebiendo una cerveza.
—Por cierto, hoy, cuando me he quedado terminando los informes después de que te fueras, ha llegado el de balística del caso Leonard LeBron.
—¿Ah, sí? ¿Y cuáles son los resultados? ¿Se ha podido obtener algo de eso?
—Más bien poco. —Pedro se mostró preocupado—. Se han utilizado balas subcalibradas sabot. — Eva elevó las cejas mientras bebía un sorbo de su cerveza—. Por la presencia del anillo de Fish, se ha determinado que la herida ha sido pre mórtem, y el único disparo indica que ha sido el mortal. No se encontró un halo de enjugamiento, lo que hace presuponer que el arma fue limpiada minuciosamente para que no quedasen rastros de ella en el cuerpo, y también hallaron el halo de contusión, y esto verifica la presunción de que la herida fue pre mórtem.
»Además, por los signos de quemaduras en la ropa y en el cuerpo, se ha determinado que fue un disparo a distancia, lo que nos indica que bien pudieron utilizar un fusil, pero es casi imposible determinar el calibre por el tipo de bala, ya que no presenta estrías porque la punta está enfundada en
polímero y éste es el que agarra las estrías del caño, así que no hay ningún tipo de marcas. Como sabemos, son las ideales para no dejar rastro, porque escapan por completo a toda prueba de balística, ya que es imposible saber desde qué calibre de arma fue disparada esa punta. —Eva silbó mientras seguía bebiendo su cerveza Harp —. Tampoco se encontró tatuaje, y esto asegura que el disparo sí fue hecho a distancia, pero no se sabe a cuánta. Como vimos allí, el disparo ingresó por el orificio ocular, y como supusimos a priori ése es otro indicio a simple vista que nos asevera las primeras presunciones de la distancia.
—Y no se encontraron casquillos, lo que indica que estamos en presencia de un profesional.
—Exacto, nada de huellas, nada de casquillos, nada de nada, tampoco nadie vio nada. Los indigentes aseguran que dos días atrás el cadáver no estaba, porque ellos durmieron ahí, y las pruebas demuestran que no mienten.
»Por la zona y ahora que hemos determinado la lejanía del disparo, podemos suponer que la víctima fue citada en el lugar y su atacante la estaba esperando. De estas presunciones nace la idea de que, si asistió al lugar, es posible que conociera a quien lo esperaba.
—También pudo ser citado por otra persona y que lo estuvieran esperando para matarlo.
—Nuestra experiencia nos dice que es así, Eva. Quiero que vayamos nuevamente a la escena, a ver si encontramos el lugar desde donde fue efectuado el disparo.
—Me aburro, Pedro. No he venido a Connolly’s para hablar de trabajo, cuéntame algo más divertido, por favor.
Él se la quedó mirando. «Mi vida es un desastre, ¿qué quieres que te cuente? Te aburriría aún más», pensó.
—Será mejor que tú me cuentes algo a mí, creo que últimamente no tengo muchas cosas agradables que contar.
—¿Mal de amores tal vez?
—Eva... —mientras hacía una pausa, le hizo una seña al barman para que le sirviera otra cerveza —, ¿amores has dicho? —Frunció la boca y negó—. Soy un gran partidario de las relaciones sin compromisos.
A Eva le saltó el corazón, porque eso significaba que la mujer con la que lo había visto no significaba nada.
—Cuando me besaste en mi casa no me lo pareció, porque... si mal no recuerdo, te negaste a seguir.
Pedro se acercó bastante sin apartar los ojos de su boca.
—¿Tú querías que siguiera?
—Si hubieses seguido te habrías dado cuenta.
Ambos se rieron con lascivia.
—¿Y es muy tarde para averiguarlo?
Ella cogió su mano y miró la hora en su reloj, dándole claras muestras de que se moría por tener contacto físico con él.
—Son las 23.30, ¿te parece tarde? A mí no.
—Estoy sin coche.
—Tengo el mío. Te espero allí en cinco minutos, así no nos verán salir juntos.
Alfonso la acompañó con una mirada al irse, le clavó los ojos en el trasero e intentó imaginarse poseyéndolo. De inmediato el rostro de Paula acudió a su memoria, pero decidió desecharlo. Bebió unos cuantos sorbos de su nueva pinta y luego, decidido a pasar un buen momento que le permitiera olvidar los malos, salió a la calle, se detuvo en la entrada para localizar dónde estaba Eva estacionada y, al advertir que ella le hacía luces, caminó a paso firme hacia el lugar.
Se metió en el automóvil, y en cuanto lo hizo apresó sus labios. La cogió por la nuca, apremiado por poseer su boca la engulló por completo. Eva, laxa y entregada, lo dejó entrar sin remilgos y le ofreció su lengua ansiosa por sus besos.
Ella sintió que flotaba, había añorado mucho el contacto que
había establecido en su apartamento, lo había ansiado demasiado, ahora entendía cuánto.
Insolente, bajó la mano y le resiguió el pabellón de la oreja, y esa caricia provocó que él intensificara el beso. Bajó con sus dedos ávidos por sus pectorales mayores, lo acarició de forma desmedida por encima de la camisa y luego decidió seguir su recorrido de dedos ansiosos bajando hasta su cintura. Sin detener el camino que había emprendido, y al notar cómo Pedro se tensaba con su contacto y abarcaba con posesión su omóplato, continuó bajando hasta apoyar su mano en la bragueta, la cerró con apremio sobre su bulto y pudo palpar de inmediato que su miembro estaba caliente y duro. Pedro se separó, apartó la boca interrumpiendo el beso, miró la mano ansiosa de Eva en su bragueta, se rio de modo licencioso y le ordenó que arrancara.
—Vamos a mi casa, estamos más cerca —le indicó Pedro mientras se ajustaba el cinturón de seguridad.
Necesitaba llevarla a su apartamento, porque de inmediato pensó que de esa forma podría borrar las huellas que Paula había dejado en su cama.
Llegaron, y Pedro, con un ademán de la mano, la invitó a pasar. Eva se quedó de pie en la sala y rápidamente estudió el lugar.
—¿Qué quieres tomar?
—Nada.
Agitó la cabeza mientras le contestaba, la detective no quería demoras. Decidida a conseguir lo que había ido a buscar, con el índice señaló las dos puertas que estaban visibles.
—¿Cuál es tu habitación?
—La de la izquierda —le indicó Pedro mientras se desembarazaba de su chaqueta y la dejaba apoyada sobre el respaldo del sillón.
Eva caminó hacia donde Pedro le había dicho, de pronto el móvil de él sonó y sin mirar de quién se trataba lo apagó y la siguió.
En la habitación los besos tomaron preponderancia, se desnudaron mutuamente y se entregaron al deseo que sus cuerpos irradiaban. Eva Gonzales demostró ser una amante muy buena y desinhibida, pero aunque Pedro disfrutó y el sexo sirvió para saciar su instinto animal, no pudo evitar en cierto momento cerrar los ojos y figurarse a Paula extasiada en sus brazos; eso le bastó para poder conseguir el orgasmo.
Imaginó que la estaba penetrando y con cada empellón intentó descargar su ira, su fastidio y su mal humor.
Eva quedó tendida boca abajo mientras Pedro le acariciaba la espalda; estaba agotada. A pesar de que había echado un buen polvo, para él no había sido suficiente para transformar su mala energía; le enfadaba haber tenido que necesitar imaginarse con Paula para poder correrse.
—Me siento extraña en tu cama.
—¿Es muy incómoda? —preguntó con talante bromista. Eva se incorporó ligeramente y le besó la punta de la nariz.
—No, tonto, no lo digo por eso, sino por estar así contigo. —Lo miró a los ojos, expectante por saber lo que él le contestaría.
Pedro la abrazó, hizo que apoyara el rostro en su pecho y le besó la base de la cabeza, mientras le acariciaba la espalda con la palma extendida.
—Somos adultos, Eva, tú y yo convinimos en venir aquí y que esto ocurriera; ¿te arrepientes?
—Para nada, solamente me pregunto cómo seguirá esto ahora.
Pedro hizo una mueca imperceptible para ella, una sonrisa desganada de lado, mientras elevaba las cejas. —Mañana iremos a trabajar como de costumbre y seremos los buenos compañeros que siempre hemos sido —le contestó de forma pausada y serena—. ¿Estás de acuerdo?
Ella cerró los ojos con fuerza antes de contestarle, le habría encantado que de su carnosa boca saliesen otras palabras.
—Me preocupaba que no fuera así. —Levantó la cabeza y le depositó un casto beso en la boca. No sabía cómo lo iba a hacer para quitarse a Pedro de la cabeza.
—Creo que será entretenido ser compañeros y amantes.
Volvieron a tener sexo, y aunque a Pedro le costó concentrarse en su rostro, finalmente disfrutó de su cuerpo.
Eva era una mujer muy tentadora y de profusas curvas, y Alfonso, apelando a su control y su experiencia, se mostró bastante imaginativo. Aunque a ratos, indefectiblemente, caía en el derrotero de sus pensamientos y sus recuerdos, se instaba a despojarse de ellos, cerraba los ojos y se exigía
sentir; entonces la inventiva de Eva tomaba la iniciativa y lo rescataba, para llevarlo de regreso al momento que estaba viviendo con esa mujer de pelirroja cabellera y curvas sinuosas.
Sudorosos, jadeantes y excitados, frotaron sus cuerpos, chocaron y enredaron manos y lenguas, una y otra vez hasta llegar al orgasmo. Inmediatamente después de obtener el alivio, y tras cerciorarse de que ella también lo había alcanzado, se levantó al baño.
Se aseó y se paró frente al lavabo con los brazos en tensión mientras se miraba en el espejo. Un dejo de amargura y desilusión era evidente en sus ojos chispeantes, que estaban apagados y sin brillo; se odió por sentirse así, e incluso tuvo ganas de romper el espejo que osaba descubrir ese dejo de flaqueza en él.
Descorazonado y entregado, sabiendo que nada lo sacaría de ese estado, dejó caer la cabeza y el agobio lo invadió por completo, aunque se resistiese era inevitable sentirse así. El recuerdo de Paula no lo dejaba en paz.
Exhaló el aire con fuerza por la nariz y chasqueó la lengua amonestándose, pues no le parecía posible que una mujer actuara de esa forma y le quitara todo el dominio de sí mismo; maldijo su nombre y su existencia, aunque en el fondo sabía que se trataba solamente de palabras que se aprestaba a absorber sin conseguirlo; eso lo frustraba aún más y exacerbaba más su mal humor.
En ese instante, sintió que nada de lo que acababa de ocurrir con su compañera tenía mayor sentido, y a pesar de lo que le había manifestado a ella, no estaba muy seguro de si quería que se volviera a repetir.
Salió del baño y la encontró dormida, siguió hasta la sala y miró tras los cristales de la ventana: había comenzado a llover.
Recordó que cuando entraron había recibido una llamada, así que atravesó el salón desnudo y buscó el móvil. No recordaba dónde lo había dejado, finalmente lo encontró apoyado sobre una mesa que estaba junto al sofá. Lo encendió y buscó la llamada; era Paula.
«¿Qué quiere?», se preguntó fastidiado.
Vio que le había dejado un mensaje de voz, pero no se molestó en escucharlo, no le interesaba oír lo que tenía que decirle.
Volvió a apagar el teléfono y regresó a la cama; Eva se rebulló con el movimiento que él hizo al acostarse, pero por suerte no se despertó; no creía poder seguir lidiando con ella más tiempo esa noche.
Puso los brazos tras la nuca, apagó la luz de la lámpara y se quedó en silencio en la oscuridad, intentando que sus pensamientos se limpiaran con el sonido de la intensa tormenta que se desataba fuera.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)