martes, 1 de marzo de 2016

CAPITULO 55




Cuando llegaba a la mansión de Park Avenue, desde la esquina divisó que el portón se abría y un coche salía del garaje; entonces hizo que el taxista se detuviera, le pagó el viaje y caminó los metros que le quedaban por llegar. Entró esquivando una vez más las cámaras; ya había aprendido perfectamente cómo hacerlo, tenía los tiempos incorporados a cada paso que daba.


Al entrar en la sala se encontró con Manuel, que bebía un brandy y fumaba un cigarro; el sobresalto fue tal que se quedó paralizada. Por suerte él no la vio, estaba de espaldas, así que regresó al vestíbulo para ir al corredor que la llevaba a la cocina y desde el cual también podía acceder a los dormitorios.


Lamentablemente no parecía ser su día de suerte, el agua acumulada en la calle le jugó una mala pasada y sus zapatillas chorrearon al tiempo que chapoteaban y la ponían en franca evidencia. Corrió hasta desaparecer por el otro pasillo, pero Wheels se asomó en la unión de ambos y la pilló. «Sólo me faltaba esto», pensó mientras cerraba los ojos. Desquiciado, caminó a su encuentro y ella se aferró la correa del bolso, temblorosa y paralizada; conocía muy bien esa mirada.


Él, sin meditarlo, le cruzó la cara de un bofetón que la hizo trastabillar.


—¡¿De dónde vienes?! —le gritó furibundo.


—Tan sólo he salido a caminar. Permíteme explicártelo, por favor.


El sopapo la había nublado y se halló suplicándole mientras él la zarandeaba y le gritaba, pero muy pronto la ira y el asco la invadieron y decidió no permitir que la siguiera maltratando.


—¿A quién quieres hacerle creer eso? —Manuel la agarraba por el codo y la sacudía mientras le imprimía presión con la mano. La metió en su habitación de un empujón.


—¡Basta! Eres un descarado, estabas fornicando en tu despacho con tu amante, ¡¿y te atreves a hacerme reproches a mí?! —le gritó envalentonada; se había prometido que no iba a permitir que la azotara como antes—. Si no quieres que arruine tu carrera, no me vuelvas a poner una mano encima.
Teníamos un trato, y si esperas que se cumpla, mantente bien lejos de mí o me importará una mierda que muestres las fotos de Agustin, no lo pagaré con mi integridad física.


Wheels, que la sostenía del pelo, le dio un tirón y la arrojó sobre la cama. Se fue del dormitorio dando un portazo.


—Dios... ¡ayúdame!


Estaba temblando por el miedo y por el frío. Se encerró.




Pedro regresó tras sus pasos, completamente empapado. Al llegar a la entrada del edificio se dio cuenta de que no había cogido las llaves. Le dio un puñetazo a la pared y se sentó en el umbral de la entrada, apoyó los codos en las piernas y dejó caer su cabeza atormentada mientras se pasaba las manos por la cara para escurrirse un poco el agua. Resopló como un fuelle que atiza el fuego, y tras una pausa, se golpeó la pierna con la palma de la mano y se puso de pie nuevamente: no le quedaba otra opción que despertar al encargado del edificio, a Eva no quería llamarla.


Mientras esperaba se preguntó una y otra vez a qué había ido Paula; le costó trabajo pensar en ella como Paula, se dijo que era mejor, porque así sería más fácil olvidarla; meditó también que no le diría nada a Agustin de la relación que habían mantenido.


Estaba con ambas manos apoyadas en el marco de la puerta y con la cabeza caída pensando cuando la puerta se abrió:
—Señor Alfonso, va a pillar un resfriado, está empapado.


—Discúlpame, Mario, por interrumpir tu sueño, he salido tan deprisa que he olvidado las llaves.


El barrigudo empleado estaba desgreñado y con claros signos de haber sido despertado, cubierto por una bata de franela que le destacaba aún más la barriga.


«Y los zapatos», se dijo el hombre al ver a Pedro. Éste llevó también la vista a sus pies desnudos cuando el empleado lo miró. Se sintió ridículo.


—No se preocupe, señor, para eso estoy. Tome la llave, mañana me la devuelve.


—Muchas gracias.


Subió por el ascensor y entró en su piso. Al hacerlo recordó la llamada que Paula le había dejado en el contestador, pero le urgía quitarse esa ropa mojada, o enfermaría al final. Así que fue hacia el baño, y para su sorpresa se encontró con Eva despierta, sentada en la cama abrazándose las piernas y apoyando el mentón en las rodillas. Lo miró con verdadera extrañeza.


—Por la hora y la lluvia que hay fuera, no creo que hayas salido a correr —bajó la vista a sus pies descalzos—, y menos sin las zapatillas.


Él no le contestó, pasó directo al baño y se deshizo de su ropa empapada. Se secó enérgicamente con una toalla para acelerar la circulación sanguínea y que se le pasara el frío. 


Salió del baño ignorándola, no le apetecía dar explicaciones ni tenía por qué darlas; lo que ellos habían tenido no
contemplaba esos privilegios.


Fue a la cocina y tiró el poco café que quedaba en la cafetera para preparar uno nuevo y bien caliente.


Eva se asomó a la sala, estaba vestida.


—Creo que mientras dormía me he perdido algo.


No recibió ninguna contestación, Pedro siguió haciendo lo que hacía con aire concentrado. Ella se acercó, lo cogió de la barbilla y le plantó un besazo en la boca que él no le negó, pero que tampoco disfrutó. Estaba cabreado y no se molestaba en disimular; si ella lo había notado y había decidido irse, mucho mejor. Pero de pronto tuvo un viso de cortesía, se dio cuenta de que Eva no tenía la culpa de nada y le dijo:
—Disculpa, no quería que esta noche terminase así.


—No te preocupes, Alfonso, no más intimidad de la que hemos compartido. —Le guiñó un ojo y él, después de exhalar aire, dio la vuelta y la acompañó a la salida.


Antes de que ella se fuera, la cogió por la nuca y le dio un beso en los labios que empezó tímidamente y que ella se encargó de transformar en uno vehemente y desbocado.


Se separaron sin decirse nada, y Gonzales se fue.


En cuanto cerró la puerta, él, como un poseso, caminó con ansia el trayecto que lo apartaba de su móvil, buscó el mensaje en el contestador, se repantigó en el borde de la cama y lo escuchó: «Perdón, mi amor, no quise herirte, tampoco fallarte, te aseguro que todo el tiempo he pensado en ti, tú eres lo más importante en mi vida».


—Pero volviste con él.


Su voz sonó condenatoria. Volvió a escuchar el mensaje y se le hizo un nudo en la garganta, en ese momento anheló que esas palabras fueran ciertas y recordó el momento en que discutían en la fiesta, cuando Maite exhortó a Paula a decir la verdad.


—¿Qué verdad? ¿Qué mierda pasó para que regresaras con él?


Se dejó caer en la cama, ni siquiera tenía ganas de tomar café, lo único que deseaba era que esa noche acabara de una vez.





Paula, en su casa, lloraba sin consuelo mientras se deshacía de las prendas mojadas. Lo dejó todo en el baño y se arropó bien después de pasarse una mullida toalla por el cuerpo y de utilizar el secador para el cabello. Preparada para meterse en la cama, no podía dejar de llorar. Lloraba por su suerte, por su mala suerte, por su dolor, por su desdicha, por su amor perdido. Le dolía la mejilla izquierda, se miró en el espejo, estaba segura de que al día siguiente la bofetada tendría una tonalidad purpúrea venosa y rojiza.


—¿Que más va a pasarme? ¿Por qué no puedo ser feliz como tantos otros?


De pronto, su llanto ya no fue más un lamento: ahora lloraba de enfado, de ira, de decepción. No podía apartar de su mente la imagen de esa mujer durmiendo al lado de Pedro; se maldijo por haberle hecho caso a Maite, se había humillado.


«No entiendo para qué me siguió, si es obvio que ya no le importo, ya me ha encontrado reemplazo.»


Siguió llorando otro rato.


—¡¡Lo odio, odio a todos los hombres!! —gritó con ganas.





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