miércoles, 2 de marzo de 2016

CAPITULO 56




La mañana clareó con los primeros destellos de luz, el sol se erigía tímidamente sobre la ciudad de Nueva York, escondido en las nubes más altas. Ya no llovía, pero los nubarrones negros que aún podían verse lucían amenazadores.


A primera hora, Pedro fue a la galería. Se quedó apoltronado en su coche, había dormido mal y estaba de pésimo humor, y vigilaba la entrada desde la esquina. Llevaba las Ray Ban puestas y su cabeza era un martilleo incesante, había tomado un analgésico y bebía un café que había adquirido en un puesto callejero de la esquina; sabía asqueroso, parecía agua sucia. De pronto vio llegar a Maite, así que salió del coche resuelto a interceptarla antes de que entrase.


—Caramelito, ¡qué sorpresa! ¿Tú aquí?


Maite vio que él la miraba con cara de enfado. Por encima de las gafas, sin mediar palabra, la cogió del codo, le quitó las llaves de la mano y abrió la puerta.


—Espera que desactivo la alarma, intuyo que estás de mal humor.


—¡De muy mal humor! —Sonó tan furioso, que Maite sintió un escalofrío—. Y no querrás que me ponga de peor humor, porque te aseguro que sería espeluznante.


—¿Peor que anoche?


—Peor que anoche.


—Tranquilízate, déjame preparar café para que nos sentemos a conversar. Acompáñame al altillo, que ahí estaremos más cómodos.


Subieron la escalera y Maite, tras quitarse el abrigo y el bolso, se ocupó del café.


—Siéntate.


Pedro se quitó las gafas, se las guardó en el bolsillo de la chaqueta y a continuación se acomodó en el sillón. Tenía muy mal aspecto, estaba ojeroso y muy serio.


Maite puso el servicio de café sobre una bandeja, la apoyó en la mesa baja y mientras ella se sentaba, Pedro la ayudó a servirlo.


—Tienes muy mal aspecto.


—Ni sé lo que siento. —Hizo una pausa, mientras sorbía el brebaje—. Estoy cabreado, desilusionado, apesadumbrado... —chasqueó la lengua—, asqueado. Tu amiga se burló de mí, y tú... también has sido su cómplice.


—Lo siento. —Maite frunció la boca—. No pienses ni por un momento que para mí fue cómodo mentirte.


—¿Y para ella sí? Porque lo hacía muy bien.


—Quítate esas ideas de la cabeza, no seas tonto.


Maite se estiró, le acarició la mano que tenía apoyada en el respaldo y se sentó a su lado.


—Cuéntamelo todo, dame una razón para no pensar ni creer lo que creo, y no me vengas con que no te corresponde porque eso ya me ha tocado demasiado las pelotas. He venido por respuestas y las quiero ya.


En la galería, debido a la falta de muebles, los sonidos retumbaban por minimos que fueran. Por eso se oyó claramente cómo se cerraba una puerta. Maite dio un respingo.


—Ed está en Londres —dijo alertada.


Pedro metió la mano bajo la chaqueta y desabrochó el cierre de la pistolera axilar, preparando su arma.


—May, soy Pau. ¿Dónde estás?


—No quiero verla —le indicó él entre dientes.


—¡Ya bajo, he subido a hacer café! —gritó Maite para que no subiera, pero al salir se la encontró en la escalera—. Joder, Paula —casi tira la bandeja—, ese hijo de puta te ha pegado otra vez.


—Tranquilízate, fue sólo una bofetada, pero me la dio tan de lleno que me ha dejado este moretón.
Sabes que mi piel se resiente con facilidad, pero te aseguro que en este momento hay otras cosas que me duelen más que esto.


Pedro, que permanecía atento y por lo tanto había escuchado el intercambio con claridad, no se pudo contener y salió del altillo. La sangre se le había calentado, iba a hacer lo que hacía tiempo tendría que haber hecho. Paula se quedó anonadada al verlo, no imaginaba que se lo encontraría ahí.



Alfonso bajó como un torbellino y le agarró la cara para observarla con detenimiento, aunque desde lejos ya se notaba el moretón. El simple contacto hizo que ambos se estremecieran.


—Voy a moler a palos a ese hijo de puta.


Esclavo de una fiereza incontenible, intentó seguir bajando, pero Paula y Maite lo retuvieron.


Pedro, por favor, no cometas una locura. —Paula lo sujetaba por la cintura mientras le suplicaba forcejeando con él, la cercanía de sus alientos era palpable—. Te lo ruego.


—Espera, caramelito, tienes que tranquilizarte. Ese hijo de mala madre se lo merece, pero no es el momento. ¿Por qué no habláis vosotros dos? Yo me voy a la oficina, subid al altillo y aclaradlo todo.


— Yo no tengo nada que aclarar —dijo Paula soltando a Pedro y alejándose de él.


Él se sintió afectado por la serenidad con que Paula se había expresado.


Se miraron con seriedad y enfado. Maite aún cargaba la bandeja, se la puso en las manos a Paula y bajó dejándolos solos mientras refunfuñaba de forma ininteligible.


El silencio se hizo muy doloroso. Pedro no bajaba la vista, la miraba acusador, y Paula otro tanto.


Finalmente, sin poder contenerse y sorprendiéndola, él le tocó la mejilla magullada y Paula tragó saliva con dificultad. Alfonso cogió la bandeja y cogió de la mano a Paula para guiarla hacia arriba. Dentro, depositó la bandeja sobre la mesa, el silencio no menguó, ninguno estaba dispuesto a romperlo. Las formas del silencio podían ser muchas, y en ese caso se manifestaba en miradas peyorativas, cargadas de reproche, dolor y angustia.


—Ambos nos merecemos una explicación, ¿no crees?


Pedro decidió romper con sus palabras el mutismo que a ambos los había invadido.


—Yo no necesito ninguna explicación, lo que vi anoche en tu cama me bastó para saber que ya me has reemplazado.


—Yo sí necesito una explicación, yo sí exijo una, estoy aquí precisamente por eso, y qué mejor que escucharla de tu boca y no por terceros.


—Pero yo no quiero dártela.


—Mira cómo te ha dejado ese hijo de puta. —Quiso volver a tocarle el rostro pero ella se lo apartó.


—No es tu problema.


—Te equivocas, sí que lo es. Soy un oficial de la fuerza pública.


—No quiero que te metas en mi vida. Anoche... con esa que metiste en tu cama, tú mismo decidiste salir por completo de ella.


—¿Qué me reprochas? Yo te encontré en tu casa con tu marido y descubrí que me has estado mintiendo todo este tiempo. No sabes todo el orgullo que yo me he tragado por ti. Me has decepcionado.



—¿Y tú a mí qué? Tú también me mentiste. Y luego me demostraste que podías revolcarte con cualquiera de la misma forma en que te revolcaste conmigo, porque ahora eso es lo que creo, que sólo he sido un revolcón para ti.


—Lo mío es diferente. Y yo contigo no me di un revolcón, no tienes derecho a decirme eso.


Medían sus fuerzas, cada uno gritaba más y más fuerte a medida que intercambiaban frases.


—¿Por qué es diferente? Lo de ésa tampoco parecía un revolcón, porque si lo hubiera sido no se habría quedado durmiendo en tu cama.


Se observaron con rencor y el silencio que los invadió nuevamente se transformó en castigo mutuo.


—Yo confié en ti, te di mil oportunidades para que te sincerases, fui paciente, no tenías necesidad de mentirme. Hace semanas que me tienes engañado, y resulta que nuevamente estás conviviendo con él.


En un rapto de irracionalidad, la cogió por la cintura y la ciñó contra su pecho, no podía evitar el deseo que ella le despertaba. La quiso besar por la fuerza, pero Paula le negó la boca.


—No me toques. —Él hizo caso omiso y siguió intentándolo sin éxito. Lo indignaba su frialdad.


—A ese infeliz anoche lo dejaste manosearte. No —se corrigió—, a él le permites mucho más, le permites que te golpee. ¿O es que acaso te gusta?


—¿Cómo te atreves a decirme algo así? Eres un desgraciado.


—Me volví loco cuando te aferró de la cintura. —Respiraba con dificultad—. Creí que moriría cuando te descubrí en la fiesta. En un primer momento pensé que sentías vergüenza de mí, de mi entorno, que como te movías en ese círculo social me habías dejado de lado, y te odié por ser tan frívola, pero cuando comprendí que eras la hermana de Agustin, cuando me di cuenta de que ésa era tu casa... — Hasta ese instante en que se apartó de ella, Pedro le había hablado con la cabeza apoyada en su frente.


Pero al alejarse la miró desdeñoso—. ¿Y me reprochas que me encontraste con alguien?


Se quedó mirándola unos instantes, y luego comprendió que todo lo que debía saber ya lo sabía.


Se movió con ligereza, agarró el picaporte y salió del lugar. 


Bajó los escalones de dos en dos, estaba furioso, preguntándose qué mierda le reprochaba si ella ya había elegido, y además, como había dicho, ella ya no era su problema.


Cuando llegó al salón se encontró con Agustin y con Maite.


«Bingo —pensó—. No falta nadie.»


—¿Pedro? ¿Qué haces aquí?


Alfonso se pasó la mano por la frente.


—¿Y tú qué haces? —Intentó eludir la respuesta con otra pregunta.


—Es la galería de mi hermana —le contestó como si no fuera una obviedad—. Ella me ha citado aquí.


Paula se encontró con todos al bajar, y entonces Agustin se dio cuenta de que ambos llegaban del altillo y a juzgar por las caras que tenían, algo no iba bien.


—Yo me voy, que te lo explique tu hermana.


—Nooo, mi querido detective, de aquí no te vas, y ésta —dijo Maite de forma despectiva refiriéndose a Paula— va a explicarlo todo ahora mismo, pero a los dos, porque yo ya estoy harta de dar la cara y de estar en el medio. Por otra parte, no voy a permitir que esto vuelva a ocurrir.


Agarró a Paula del brazo y la puso frente a Agustin para que viese el moretón del pómulo.


—¿Qué mierda te ha pasado, Paula? —Agustin, que hasta ese momento no se había dado cuenta, cogió desesperado el rostro de su hermana para ver más de cerca el golpe—. ¿Quién te ha hecho esto? 


—¡¡Basta... por favor basta!! Quisiera morirme aquí mismo para dejar de sufrir —gritó, abrazándose a Maite mientras lloraba—. No tengo más fuerzas, no cabe en mi cuerpo una sola humillación más.


La correa del bolso se le deslizó por el hombro y cayó al suelo en aquel momento, de manera que las fotografías de Agustin que llevaba guardadas allí se desparramaron. Agustin se reconoció enseguida, levantó una y preguntó:


—¿Qué es esto, por qué estoy yo en esa fotografía?


Maite chasqueó la lengua.


—Bah, como si no supieras lo que estabas haciendo con ese narco.


Las alarmas de Pedro sonaron al escuchar esa palabra, miró lo que se había abierto como un abanico en el suelo y su vista reconoció de inmediato el logotipo de la DEA, con el águila, y el de la INTERPOL, con la espada atravesada. Se agachó y cogió los papeles, los leyó rápidamente y no tardó en comprender lo que eso significaba.


—¿En qué mierda te has metido, pedazo de idiota? —dijo mientras se agarraba la cabeza con ambas manos sin soltar las hojas de papel.


De pronto lo entendió todo, en un abrir y cerrar de ojos comprendió que Paula estaba amenazada y que por eso había regresado con su marido. Cerró los ojos con fuerza, la vista le escoció, las sienes le latieron y la garganta se le hizo un nudo.


La había prejuzgado, ahora lo entendía. Se apoyó contra la pared más cercana, porque el llanto de Paula lo estaba rasgando por dentro. Se acercó a ella y quiso abrazarla contra su pecho, pero ella le gruñó en la cara:
—¡No te atrevas a tocarme, no me toques nunca más! Estoy harta de todos los hombres que hay en mi vida; de mi padre, que me condenó a la infelicidad manipulándome; de mi exmarido, que se encargó de hacer más amargos cada uno de los días de mi existencia; de ti, Agustin, que me arrastras en tus cosas, y de ti —miró a Alfonso con rencor y se encargó de sonar muy despectiva—, a quien consideré otra clase de hombre; sin embargo, me has defraudado como todos. Siempre termino llorando y sufriendo por vuestra causa y estoy harta, estoy cansada de vivir la vida pensando en los demás.


Agustin le había quitado los papeles de la mano a Pedro.


—Un momento, este tipo que está conmigo en la foto, ¿es un narco?


—¡Como si no lo supieras! —le gritó Paula—. Deja de hacerte el tonto.


Pedro lo agarró de la ropa y casi pegando la cara a la suya, le exigió a Agustin que le contara cada detalle.


—No sé nada, te juro que no sé nada más de lo que se ve ahí. Era la primera vez que veía a ese tipo en mi vida. Me cago en la puta, Pedro, estoy cagado, fue un favor que le hice a mi cuñado. »¿Cómo podéis creer que yo estoy metido en algo así? —Pedro lo soltó y dio un paso atrás mientras intentaba serenarse y ordenar el rompecabezas de los hechos—. Paula, hermanita, tranquilízate, te juro que no estoy metido en nada raro, tienes que creerme. Tu marido va a tener que explicarme esto.


—No vas a pedir ninguna explicación —le indicó Pedro, más bien fue una orden—. ¿O acaso quieres aparecer muerto?


—¿Cómo? —Agustin abrió los ojos como platos.


—Tranquilicémonos todos —exhortó Maite—. Vamos al altillo, tomemos café; gritando no nos vamos a entender.






No hay comentarios:

Publicar un comentario