martes, 8 de marzo de 2016
CAPITULO 75
Por la noche, todos se reunieron en la sala para cenar en el comedor. Pedro y Crall se apartaron un momento y se quedaron en el despacho hablando un poco del caso. El detective le dio a su amigo las últimas novedades que había descubierto y analizaron juntos la situación. El agente del FBI también tenía la corazonada de que la guarida del narcoterrorista se encontraba próxima a la frontera con México, y consideraba viable la opción de buscar una pista clandestina para dar con él.
—Lo que necesitamos, además de encontrarlo, es relacionarlo con el senador; eso es lo que hoy por hoy me quita el sueño.
—Tal vez si le pusiéramos un micrófono a Paula como te sugerí... ¿lo has pensado?
—Ni se te ocurra volver a mencionarlo. No insistas más, porque no voy a exponerla, puedes quitarte eso de la cabeza, jamás lo permitiré.
—Te entiendo, pero por el momento no veo otra salida.
—Yo creo que esto terminará cayendo por su propio peso; es como un juego de dominó en el cual una ficha acabará desmoronando a la otra, sólo debemos dar con la información precisa.
—Yo también lo creo, pero sabes que investigaciones así pueden durar mucho tiempo, y Paula también necesita recuperar su vida normal, no puedes mantenerla aquí aislada de todo.
—Eso también lo sé, y es lo que me preocupa. Aún jugamos con el efecto sorpresa, el senador no sabe quién soy yo y qué lugar ocupo en la vida de Paula, por eso la voy a mantener aquí oculta, pero en cuanto descubra a qué me dedico no le costará imaginar que estamos tras él, y sabrá de inmediato que haber puestos las fotos de Montoya y de Agustin en nuestras manos ha sido su sentencia. Quedarían expuestos a todo.
—Y tú también, y lo sabes. Si eso ocurre, harían desaparecer todas las pruebas y nada de lo que hoy tenemos nos serviría.
»Voy a conseguir una orden para peinar la zona, quiero que un avión sobrevuele el lugar en busca de algo que nos lleve a ellos. Necesitamos movernos con rapidez.
En la cocina, Ana y Josefina se encargaban de prepararlo todo para servir una suculenta cena.
—Es increíble que en esta casa se oigan tantas voces.
—Ojalá Pedro se quedara a vivir aquí —fantaseó su madre.
—Tú podrías hacerlo cambiar de opinión si te decidieras a hablar de una vez. ¿No crees que tu hijo tiene edad suficiente para entenderte?
—Le mentí, le oculté la verdad y le hice creer que su padre lo despreciaba, cuando en realidad hizo lo que su orgullo herido le permitió. No soportó la incertidumbre de no saber si Pedro era su hijo o de su hermano, Pedro jamás me perdonará haberle mentido. Brandon no soportó mi traición, él me amaba y tú lo sabes, pero las cosas se dieron de tal forma que nada entre nosotros pudo recomponerse. ¿Crees acaso que si le digo todo esto él no me despreciará como lo hizo su padre? No podría soportar el desprecio de mi hijo, Jose.
—Pero Pedro tiene derecho a saber la verdad.
—¿Qué verdad es la que debo saber?
Ana palideció de pronto, sintió que las piernas le cedían, tragó el nudo que se le hizo en la garganta y creyó que se desvanecería.
—Mamá, ¿te encuentras bien?
Pedro salió a su encuentro y la sostuvo para que no se cayera, la sentó en una silla y Josefina le acercó un vaso de agua.
—¿Estás bien?
—Sí, hijo, estoy bien —dijo con un hilo de voz—, no te preocupes.
—¿Qué es lo que me estás ocultando?
Josefina y Ana se miraron.
—Mamá, ¿acaso se trata de tu salud?
—Voy a terminar de poner la mesa —dijo Josefina; no podría soportar si Ana decidía mentirle a Pedro. —¿Vas a decirme de una vez por todas lo que me ocultas?
Alfonso se expresó con impaciencia. Ana intentó recuperar la compostura, sabía que de ésta no se libraba, el momento de hablar había llegado.
—Cariño, no te impacientes, ve y disfruta de la cena con tus amigos, te prometo que luego hablamos, te aseguro que no es nada que no pueda esperar unas horas más. Estoy bien, no debes alarmarte.
A regañadientes, Pedro aceptó hablar después de la cena. Durante la comida permaneció cabizbajo y meditabundo, y Paula lo advirtió.
—¿Pasa algo?
—No, nada —aseguró él agitando la cabeza.
—No has tocado tu comida, sólo la has revuelto.
Pedro levantó la cabeza, y clavó su mirada inquisitiva en la de su madre, que permanecía expectante a las reacciones de su hijo
CAPITULO 74
Alfonso no pudo conciliar el sueño durante toda la noche. Se sentía enfadado con la vida misma, se preguntaba una y otra vez hasta cuándo Pau tendría que padecer tantas desdichas.
Ella decía que él era su salvación, pero él no lo consideraba así, puesto que no atinaba con sus actos para que dejara atrás sus padecimientos. Aunque su amor hacia ella era cada día más profundo, lo que había sucedido lo convertía, a su entender, en un ser poco digno de estar a su lado. Por otra parte, lo sublevaba la mansedumbre con la que ella aceptaba su destino, esperando un cambio que parecía llegar siempre a medias y que él no era capaz de entregarle por completo, aunque así lo quisiera.
Sentado en el sillón del despacho, miraba a través de los ventanales, con la vista perdida en el paisaje y la mente concentrada en averiguar qué era lo correcto. Por momentos ansiaba olvidarse de que era detective de la policía, anhelaba dejar a un lado su cargo y su juramento y que prevaleciera el hombre indomable que habitaba en él, esa fiera que anidaba en sus entrañas y que amenazaba con salir como un depredador, para apartarse de la ley y hacer justicia con sus propias manos. Lo sucedido lo ponía cara a cara con la verdad de sus tormentos, esos que cada día se apoderaban más y más de sus sentimientos, esos que le hacían entender que ya no le bastaba con la justicia de la ley, y él, que no temía a casi nada, tenía miedo entonces de lo que sería capaz de hacer. Era en aquel momento cuando sentía que perdía los valores recogidos a lo largo de su vida, dejaba de invocar sus preceptosy de atenerse a su hegemonía y a su idiosincrasia, exhortándose a recordar su juramento: «Juro lealtad a la bandera de Estados Unidos de América y a la República por la que se sostiene, una nación
sometida a Dios, indivisible, con libertad y justicia para todos».
Necesitaba creer nuevamente en ese juramento realizado, necesitaba creer que con la ley en sus manos, y el buen uso de ella, podría conseguir la justicia que Paula merecía y esperaba de su parte.
Era pasado el mediodía y después de renunciar a sus bajos instintos, probaba a hilar datos y transitaba entre hipótesis formuladas. Lo que Paula le había revelado aquella noche lo había desequilibrado, pero de todas maneras intentaba encauzar sus pensamientos para poder desmadejar lo que Wheels había dicho.
Todo le hacía suponer que el senador no sabía a ciencia cierta quién era él, porque de ser así, lo habría utilizado con Paula para doblegarla nuevamente. Estaba casi seguro de que sabía de su existencia, pero no de su identidad, lo que le permitía, sin duda, seguir jugando con ventaja, pero una ventaja que estaba a punto de desaparecer.
Se encontraba concentrado estudiando los activos de las compañías en las que participaba el senador y que él consideraba una pantalla; en todas se repetía un patrón: aceptación de varias transferencias de pequeños valores, depósitos de cheques y órdenes de pago (money orders) en giros postales que se transferían a las Islas Caimán.
Frente a tantos movimientos de activos en las empresas donde figuraba como socio, si se cotejaban las cuentas de Wheels él sólo vivía de su sueldo de senador, lo que hacía suponer que los estados de sus finanzas reflejaban resultados muy diferentes ante el apogeo de las empresas que él encabezaba.
Por otra parte, comparando el resultado de otras empresas del mismo sector con las que estaban bajo su lupa, no se obtenían los excelentes resultados de éstas y el crecimiento tan rápido.
Empezó a indagar en las obras que supuestamente se llevaban a cabo en ellas y descubrió que, en varias ocasiones, sus empresas se habían presentado a concurso en obras públicas del estado y que él había ganado en la mayoría, lo que indicaba una maniobra arriesgada puesto que involucraba en el blanqueo al mismo estado de Nueva York.
Alfonso estaba pletórico ante los nuevos descubrimientos, sentía que lo tenía cada vez más acorralado, y lo mejor de todo era que no sospechaba que se trataba de él; pero aun así no conseguía conectarlo con Montoya. Rastreando los activos de cancelación de grandes préstamos que las compañías habían adquirido en diferentes bancos, vio que en cuanto Wheels se incorporaba a dichas empresas, repentinamente y sin justificación aparente se realizaban cancelaciones de deudas contraídas.
Llamaron a la puerta del despacho, era Julián.
—Entra, padrino.
—Te buscan, querido, un tal Christian Crall está en la sala esperándote.
—Gracias, ya voy.
Guardó la información conseguida y salió a su encuentro. Allí se fundieron en un sentido abrazo.
—C. C., qué bien que hayas venido.
—Vaya, debo confesar que estoy consternado con el lujo de este lugar. Jamás imaginé que villa La Soledad fuese un paraíso así.
—Es sólo una casa, no le des importancia, sabes perfectamente que yo no se la doy.
—No entiendo qué leches haces trabajando de detective, con todo este patrimonio. —Hizo un ademán con la mano abarcando el lugar.
—Mi vida es la de detective de la ciudad de Nueva York, esto es un extra, que cuando apareció no tuve opción de rechazar y que hoy utilizo tan sólo porque Paula lo necesita. De no ser por ella, jamás habría puesto un pie en esta casa, y lo sabes perfectamente.
—Estás loco, siempre lo he sabido, y ahora que veo este lugar termino de comprobarlo.
—Pedro, ven por favor, porque yo ya no puedo con ella —dijo Maite entrando en el salón. Los hombres le dedicaron toda su atención—. Hola —balbuceó ella tímidamente al ver a Christian sentado en la sala.
—Hola,Maite —dijo él poniéndose de pie para saludarla. Mientras desplegaba toda su sensualidad, le dio un beso en la comisura de los labios.
—No sabía que estabas tan bien acompañado —dijo la joven ofreciendo una sonrisa descarada.
—Muchas gracias, espero ser realmente una buena compañía, pero para ti.
—Hola, estoy aquí —dijo Pedro y los tres se rieron—. ¿Qué has dicho, Maite?
—Ah, sí, que vayas y te hagas cargo de Paula, porque la voy a tirar por el balcón de la habitación. Se nota que se siente mejor y está más cabezota de lo habitual, se quiere levantar.
—Ya me encargo yo —dijo Alfonso, dirigiéndose hacia la escalera, y antes de desaparecer solicitó —: ¿Serías tan amable de indicarle a C. C. dónde están las habitaciones? Me ha dicho Josefina que ha preparado una para él, pero no está para llevarlo, ha salido con mi madre. Te dejo con Maite, amigo, creo que no te disgustará que lo haga.
—Claro, no te preocupes, yo me ocupo de que se instale cómodamente —bromeó la joven.
Pedro entró en la habitación, Paula estaba sentada en un lado de la cama.
—¿Qué haces levantada?
—Me siento mejor, quiero pasar el día contigo porque mañana te vas.
—No estoy de acuerdo en que te levantes, prefiero que te quedes en la cama. Nadia fue muy clara: si te mueves, tendrás dolor y no se te puede ajustar el vendaje para que no se mueva tanto la fractura, porque eso podría ocasionarte una neumonía. No busquemos complicaciones innecesarias, por favor, Paula. No abuses de tu pronta recuperación.
Ella hizo un ademán para ponerse en pie, pero cualquier acción que llevara a cabo le suponía una gran agonía.
—Me harás enfadar, Paula. —Ella no le hizo caso.
—¿Me ayudarás a vestirme o me dejarás hacerlo sola? —Caminaba hacia el vestidor, donde suponía que estaba su ropa.
—No puedes ser tan cabezota.
—No quiero ser una carga para nadie, y menos para ti. Sólo me quedan los morados, por suerte hoy he amanecido con el ojo desinflamado y en unos días me quitarán los puntos del pómulo, sólo espero que no me quede una cicatriz muy grande. Lo más incómodo son las costillas y el corte de la boca, que no me permite moverla con libertad.
—¿Lo más incómodo? —Pedro se pasaba las manos por el pelo y la miraba fulminándola—. ¿Sólo lo consideras incómodo? Yo lo considero gravísimo.
—Porque eres un exagerado.
—Contigo es imposible.
—Gracias por no imponerte más de la cuenta y dejarme decidir, sé que no soy buena paciente, no soporto estar en la cama. Pero sobre todo, quiero disfrutarte antes de que te vayas.
Pedro se pasó la mano por la frente.
—No me fastidies con lo de las decisiones, eso es jugar sucio y lo sabes bien, estás abusando de mí.
Déjame al menos llamar a Nadia y ver si te autoriza a que andes. —Habló sin convicción—. Estoy más loco que tú por ceder a tus caprichos y a que te levantes.
—No seas exagerado —dijo Nadia por teléfono—. No está postrada, si ella considera que puede hacerlo, siempre y cuando no haga esfuerzos mayores, déjala que se levante.
Paula esbozó un gesto triunfante al oír a su cuñada al otro lado de la línea, pues lo había obligado a que pusiera el altavoz para escuchar.
Finalmente estaban en la sala, Pau se había salido con la suya y se había levantado, pero reposaba en el sofá; ésa había sido la condición para dejarla bajar después de que Alfonso hablase con su hermana.
—¿Dónde están todos? Me has dicho que ha llegado tu amigo.
—Mi madre y Josefina han ido de compras.Maite y Christian, supongo que arriba, ella iba a indicarle cuál era la habitación que debía ocupar.
—¡Qué peligro! Maite me ha manifestado que tu amigo le gusta.
Sonó el timbre, Julián estaba en el jardín, así que Pedro fue a abrir. Cuando abrió la puerta, no pudo disimular su asombro.
—¿Qué haces aquí?
—Necesito ver a mi hermana. Y no empieces a sermonearme —le advirtió cortándolo en seco—, no soy tan inconsciente, he tomado un vuelo a Dallas y de ahí otro a Houston, donde alquilé un coche de mala muerte que me trajo hasta la entrada de la ciudad, y finalmente he cogido un taxi para llegar hasta aquí. —Pedro cerró los ojos aliviado por la respuesta y abrazó a Agustin mientras le daba la bienvenida—. Ha sido un viaje eterno, pero sé que mi hermana me necesita.
—Bien pensado, ven, vamos a sorprender a Pau. —Entraron en la sala—. ¡Mira a quién te traigo! — expresó Pedro con voz alborozada.
Paula al verlo se emocionó de inmediato y se cubrió la cara con las manos sin poder contener las lágrimas. Agustin corrió a su lado para abrazarla y llenarla de besos.
Una vez sobrepuesta de la emoción, lo interrogó:
—¿Qué haces aquí? ¿Cómo lo supiste?
—Necesitaba verte, ayer hablé con Pedro y entre coger un vuelo a Washington y arruinarlo todo, hice acopio de mi instinto y he venido a verte, quería que supieras que no estás sola. —Le besó las manos y continuó hablando—. Te aviso de que me llamó papá furibundo, está al tanto de que dejaste tu casa.
Manuel le ha dicho que te has ido con tu amante, y esta mañana papá me ha llamado a mí para ver qué sabía.
Pedro y Paula se miraron.
—Hipócrita, ¿qué le dijiste a papá?
—La verdad...
—¿Qué? —preguntaron los dos a la vez.
—La verdad es lo que habría querido gritarle, pero también quiero a ese hijo de puta en la cárcel, así que fingí que me enteraba de todo y hasta renegué de ti, Pau, para que el viejo me creyera. Amigo, cuando lo detengan, que a alguien se le escape un disparo y le impacte a Manuel, hazme el favor.
»Disfruto de antemano pensando en cuando papá y mamá se enteren de que el gran senador es un corrupto, ¡qué desprestigio para la familia! —se mofó—. Lo mejor de todo es que él lo eligió para ti, recuerdo cuando te convencía de que era el mejor candidato. Ahí lo tiene ahora, se va a tener que tragar sus palabras; las veces que me ha dicho que por qué no era como Manuel, llegó a decirme que deseaba que él fuese su hijo y no yo.
Pedro le dio una palmada en el hombro.
En ese preciso instante entraron Christian y Maite, él le susurraba algo al oído y ella se retorcía por lo dicho.
Agustin los miró calculando la complicidad entre ellos. Pedro se percató de inmediato del gesto de enfado de su amigo y se extrañó. Inmediatamente, el afamado modelo se puso en pie y salió a saludar a Christian, que también se alegró de verlo.
—¿Cómo estás?
—Bien, muy bien, trabajando. Tú siempre tan condenadamente guapo, Agustin, no es justo, no dejas
mujeres para nosotros.
—Tienes lo tuyo C. C., no te hagas el humilde. ¿Cómo estás, Maite?
Se acercó, la cogió del brazo y le dio un beso bastante largo.
—Hola, Agustin, no sabía que vendrías.
—Nosotros tampoco lo sabíamos —dijo Paula.
—¿Cómo estás, Paula? Te veo más repuesta —expresó Christian mientras se acercaba a saludarla.
—Mucho mejor. Disculpa, te recuerdo vagamente de cuando nos llevaste al aeropuerto, estaba muy narcotizada por los calmantes ese día.
—No te preocupes, ya tendremos tiempo para conocernos.
—Gracias, Pedro ya me ha contado que llevas la investigación.
—Así es, tú despreocúpate, que Pedro y yo nos encargaremos de hacerle pagar todos sus delitos al senador. Incluso llegará el momento en que puedas cobrarte los que ha infligido a tu persona.
—Déjame darte las gracias también, agente especial del FBI: me tranquiliza saber que alguien de confianza está ocupándose de todo.
Agustin y él se palmearon las espaldas.
CAPITULO 73
Pedro entró en la habitación. Maite aún estaba allí, arreglándole las manos a Paula para matar el tiempo.
—¡Pero mira quién ha llegado! Aquí lo tienes; la susodicha estaba extrañada de que tardases.
Pedro se acercó y besó candorosamente la frente a Paula; anhelaba poder estrecharla entre sus brazos, pero el estado en el que se encontraba lo hacía desistir de oprimirla contra su pecho; en ese momento era una muñeca de porcelana.
—Te he invadido la habitación, caramelito.
—Ésta es tu casa, Maite. Además, veo que mi hermosa chica está muy animada, así que, por lo visto, tu compañía le resulta muy beneficiosa.
—Mentiroso, de hermosa no tengo nada, parezco Celia Mae de la película Monstruos, S.A. de Disney, por lo púrpura y por el único ojo que tengo a la vista entre tanta hinchazón.
Maite se rio y se revolvió en la cama.
—¡Estás igual, amiguita! No lo había pensado.
—No muevas la cama —se quejó Paula.
—Perdón, es que me ha hecho mucha gracia la comparación. De todos modos, el ojo se ha deshinchado bastante con el bistec que te puso Ana, es increíble.
Pedro hizo un gesto adusto.
—No me parece motivo para bromear el estado en que te encuentras.
—No seas aguafiestas, Pedro, desdramaticemos un poco —lo amonestó Maite.
—No se trata de desdramatizar, sino de que tome conciencia y no se le ocurra nunca más alejarse de mí.
Se hizo un silencio que Maite rompió al levantarse de la cama.
—Hasta mañana. —Le dio un beso a su amiga, otro en la mejilla a Alfonso y le dijo al oído—: No seas duro, está muy sensible. —Él entrecerró los ojos—. Me voy a dormir.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Pedro suavizando el gesto cuando se quedaron solos.
—Mucho mejor, pero necesitaría darme un baño.
—Ya me encargo, deja que ponga a llenar el jacuzzi.
Paula lo oía andar, el borboteo del agua se oía claramente, y también cómo Pedro abría y cerraba armarios. La hora tan tardía de la noche potenciaba los sonidos, que llegaban para romper el monocorde silencio. Alfonso volvió a la habitación, sacó de los cajones ropa interior limpia y perfumada para ambos y la dejó preparada. Concentrado, pero caminando grácil y seductor, se despojó de su camiseta, desabrochó el primer botón de su vaquero y se quitó sus Converse bajo la atenta mirada de Paula; ella admiraba su cuerpo mientras iba y venía ocupándose de todo.
Cuando la bañera estuvo lo suficientemente llena, Alfonso echó un gel de espuma, fue a por ella y la ayudó a trasladarse hasta allí.
—Quiero caminar —le hizo saber Paula—, tengo que hacerlo.
Se empeñó al ver que él no estaba dispuesto a ceder y pensaba llevarla en brazos.
—Mira que eres testaruda, vamos despacio.
Tambaleante y a paso muy lento, llegaron al cuarto de baño. Pedro la dejó sentada en el retrete y terminó de desvestirse, luego la desvistió a ella con cuidado y se metieron en el agua.
La recostó sobre su pecho. Al primer contacto con el agua caliente, el cuerpo de Paula se estremeció, sintió un escozor que poco a poco fue cediendo para inmediatamente dejarla laxa, percibió cómo el torrente sanguíneo se le aceleraba y su circulación drenaba sangre por todo su cuerpo. Alfonso puso en marcha el jacuzzi y el masaje la relajó aún más.
—¿Te sienta bien? —indagó él, preocupado por su bienestar.
—Perfectamente, y a tu lado parece irreal. ¿Qué has averiguado?
—Te suplico que ahora disfrutemos el momento, no empieces con las preguntas.
—No empieces tú con tus juegos de palabras para evitar contestarme, no me vas a distraer.
Pedro comenzó a darle besos en el cuello, en los hombros, detrás de la oreja, mientras los alternaba con suaves pasadas de sus manos en los brazos y piernas.
—Estás intentando hacerte el sueco y que me olvide de lo que te acabo de preguntar.
—Sí, eso mismo estoy haciendo; además, quiero mimarte, cuidarte, arrullarte en mi pecho, lavarte, adorarte con mis manos y mis besos. Quiero curar con ellos todas las heridas.
—Eres un zalamero, sabes que todo eso me deja sin voluntad.
—Es lo que quiero. Quiero conseguir que con mis besos te olvides de todo. —Le hablaba susurrándole al oído, mientras continuaba con sus expertas caricias.
—Pedro, por favor, todo esto me encanta, pero necesito respuestas, necesito saber qué harás, no puedo vivir escondida en Austin.
—Chist, tú no debes preocuparte, todo está en manos de quien debe estar.
—¿Y en manos de quién se supone que debe estar todo?
—Eres insistente —resopló—. ¿Recuerdas a C.C., el que nos llevó al aeropuerto? Mi excompañero es agente del FBI y está encargándose de la investigación.
—Tengo recuerdos borrosos de ese día, estaba muy dopada.
—Lo sé, mañana lo conocerás porque vendrá aquí. Te aseguro que es de mi entera confianza y está moviendo cielo y tierra para conectar a Wheels con Montoya.
—¿Y ha podido averiguar algo?
—Tú ocúpate de ponerte bien, que te echo demasiado de menos. —Le mordió la oreja y la abrazó posesivamente aunque sin hacer presión.
Permanecieron en silencio, un silencio que ocupó todo y que acrecentó el sentimiento de culpa que Pedro profesaba al reparar en los cardenales que ella exhibía; cerró los ojos y se sintió más culpable aún, de pronto tuvo la necesidad de expresar lo que sentía y le habló al oído: —Perdóname.
Estás así por mi culpa. —La locuacidad se le había esfumado, las palabras no le salían porque ese sentimiento parecía ingobernable en su cuerpo.
—Pedro, no te sientas culpable por nada.
—No tendría que haber permitido que regresaras a esa casa. Pero me dejé cegar por el enfado de que me mintieras y eso me hace el único responsable de que hayas tenido que pasar por todo esto nuevamente, te juro que la culpa me está matando, sólo espero que puedas perdonarme.
Paula lo escuchó silenciosamente mientras Pedro le refería su pesar; se había abierto ante ella sin caer en ninguno de los subterfugios de los que últimamente se había valido para no hablarle.
—Yo me empeciné en volver por Agustin —afirmó la joven sin dar el brazo a torcer.
—Pero yo no te lo tendría que haber permitido, esa noche ya había dado indicios de que volvería a tornarse violento. Eres lo que más quiero, y me comporté como un necio haciéndote sufrir. Debo pedirte perdón por todo, por la humillación que pasaste al llegar esa noche a mi casa y que me vieras en la cama con otra, fui un iluso al pensar que podía borrarte de mi vida; perdón por no haberte cuidado, por no poner por encima de todo lo que significas para mí y haberte expuesto. Te prometo, y no es en vano, que te cuidaré con mi vida. No soy un charlatán, voy a demostrarte que puedes confiar en mí.
—Basta, Pedro, por favor, basta. No quiero que te sientas culpable. Yo tomé una decisión y nadie me obligó, asumo todas las consecuencias.
Él sacudió la cabeza, porque no lo creía así, pero para no incordiarla no siguió con el asunto, Paula podía ser muy tozuda si se lo proponía. Tenían las manos entrelazadas.
—¿Por qué, cuando me llamaste avisándome de lo que había pasado, me dijiste que él sabía lo nuestro?
—Por algo que me dijo cuando me asestó el primer golpe y... —dudó en continuar—, por lo que dijo cuando se fue.
—Quiero que me lo cuentes todo, todo.
Paula dudó una vez más, pero Alfonso insistía y la animaba a sincerarse; además, le pesaba todo tanto que finalmente ella se dejó vencer por sus resquemores y le relató con un hilo de voz cada uno de los hechos, le contó desde que había despertado esa mañana feliz por el recuerdo de sus caricias y sus besos, hasta que su felicidad se había transformado en tormento cuando abrió los ojos y lo vio allí sentado mirándola impasible.
—Me preguntó adónde había ido por la noche, y cuando le respondí que estuve con Maite me gritó que era una mentirosa y comenzó a golpearme.
Revivió cada golpe, cada atropello, revivió cada palabra, cada grito; de repente paraba su relato y él la animaba a que continuara, necesitaba oírlo todo para poder hacer su trabajo y dilucidar cuánto sabía Manuel.
—No entiendo por qué dices que sabe de lo nuestro.
Paula no le había contado nada verdaderamente revelador.
A ella le faltó el aliento, sabía que después de contar lo que estaba a punto de contar nada sería igual, dudó una vez más si continuar, pero ella también necesitaba sacarlo todo, necesitaba mutar de piel, salir de la que llevaba y hacerse con otra para comenzar de nuevo. Se echó a llorar y finalmente dijo: —Prométeme que no dejarás de amarme después de que te lo cuente todo.
—Jamás, jamás podría dejar de amarte.
Pedro le aferró las manos con fuerza y le besó la mejilla y el cuello, cerró los ojos para profundizar su promesa y el beso. Se estaba preparando para escuchar lo que no deseaba oír, presentía que no era algo bueno. Incluso lo supo antes de que ella lo expresara, se sintió temeroso, cobarde, más cobarde que nunca, y rogó e imploró a su Dios que no fuera lo que estaba intuyendo.
—Cuando ya me tenía desprovista de todas las fuerzas... —Hizo una pausa, y tras ella se hizo un silencio insondable hasta que finalmente reunió coraje y continuó—: Me violó, yo no quería, te juro que luché para quitármelo de encima, pero no pude, sentí mucho asco, pero no tenía más fuerzas.
Pedro se levantó del agua y apretó los puños, mientras salía de su garganta un grito impío, un grito resonante que masculló entre dientes, un grito que le quemó en la garganta y que se la destrozó; pero ese dolor no llegó a superar el sufrimiento que había horadado su pecho. De su cuerpo caían gotas de agua mezcladas con sudor, producto del estrés que la noticia le había ocasionado en el torrente sanguíneo, llevando a subir su adrenalina de manera inusitada.
—Cuando se estaba yendo —continuó ella relatando temblorosa entre respiraciones y sollozos—, me indicó que se iba de viaje nuevamente, y que si salía de ahí me enviaría la cabeza de Agustin. Antes de cerrar la puerta dijo, burlándose de mí:
«Ahora ya tienes lo que saliste a buscar por ahí. No entiendo, Pau, por qué necesitas que otro satisfaga tus necesidades, cuando bien sabes que siempre estoy dispuesto a darte mi amor».
La verdad tronó contra su entendimiento y se insertó de lleno en su alma. Pedro apretó los dientes y los hizo rechinar, sintió las mandíbulas entumecidas por la presión.
Ciego por el escarnio al que su mujer había sido sometida, creyó que se abrían grietas a sus pies y él era alcanzado por el magma que ascendía a través de las fisuras de la tierra; su cuerpo ardía de rabia, de impotencia, de dolor, creyó que era más de lo que podía soportar. Sacudió la cabeza y pensó en retrospectiva, ansió que la misma grieta lo tragara.
Un cariz de cordura moderó su temple y lo hizo reparar en los sollozos sin consuelo que Paula emitía. Se obligó a buscar la templanza que su ánimo había perdido y volvió a sumergirse en el agua para acunarla en su desdicha.
—Te amo, no llores, lo superaremos, lo superaremos todo, te prometo que mi amor será lo suficientemente grande para acallar tu dolor.
—Perdóname, me pediste que me protegiera y no lo hice. Cuando lo tenía encima de mí, en lo único que pensaba era en los besos y las caricias que me habías regalado la noche anterior, pensé en todo momento en ti, y en cuanto me di cuenta de que luchar era en vano, separé mi cuerpo de mi mente y me transporté a otro lugar.
Aunque Alfonso intentó contenerlas, no lo logró. Sus lágrimas brotaron sin mesura y se hundió en el cuello de Paula: no la merecía, no se creía digno de ella. Él la había desprotegido, sentía que se la había servido en bandeja y ahora se consideraba un ser despreciable a su lado; su egocentrismo lo había llevado a darle la espalda y ahora no había marcha atrás.
Tragó el nudo de sensaciones que se había desatado en él, estaba devastado. La consoló hasta serenarla, la aseó como un experto hasta que se cercioró de que la lavaba íntegramente, como si haciéndolo sacara las huellas que ese malnacido había dejado en ella. Se enjabonó él con rapidez y salió del agua para secarse deprisa, después la ayudó a ponerse en pie y la cobijó en su pecho, envolviéndola en una mullida, fragante y suave toalla. En silencio, la levantó en sus brazos y la llevó a la cama. La secó, le aplicó el vendaje en las costillas, como le había explicado Nadia que lo hiciera, y pensó en que tendría que instruir a Maite para cuando él ya no estuviera en Austin. Le secó el pelo y luego la ayudó a que se acostara, acomodó las almohadas para que quedara semisentada y se aseguró de que estuviera cómoda, arropándola en el más profundo de los silencios, un silencio que recrudecía el momento. Se acostó a su lado y apagó la luz.
Su cabeza era un martirio de pensamientos. Deseaba inmolarse; si con eso hubiera podido cambiar el curso de las cosas, en ese momento le habría entregado su alma al diablo con tal de volver la página y reescribir la historia.
Ninguno de los dos dormía, ninguno de los dos tenía la paz suficiente para conciliar el sueño.
—¿Duermes?
—No.
—Me odias, me desprecias, te da asco tocarme, ¿no?
—No, Paula, ¿cómo puedes creer eso? —Aunque se esforzaba, no podía darse la vuelta y enfrentarse a sus ojos, que brillaban en la oscuridad de la habitación—. Deja de pensar bobadas.
—¿Por qué no me hablas? De pronto te has puesto frío conmigo.
Alfonso apretó los ojos y respiró de forma disonante. Se obligó a mirarla, pero no pudo.
—Me odio a mí mismo. No soy digno de tu amor.
—No puedo abrazarte, no puedo darme la vuelta, hazlo tú, por favor —le imploró—. Tu amor es lo mejor que me ha podido pasar en la vida, ¿cómo puedes decir eso?
—Un amor que te pone en brazos de otro.
—Dios, no tendría que habértelo dicho, sabía que me rechazarías.
—No te rechazo, Pau.
—Abrázame, entonces.
—No puedo, no debo hacerlo, no te merezco, me estoy castigando a mí mismo por no protegerte. Me considero tan nocivo como él en tu vida.
Paula emitió un grito de dolor, y es que a pesar de la inmovilidad por la fractura, se había incorporado en la cama.
—¿Qué haces? ¡Vas a lastimarte!
—Tú me estás lastimando, al negarme tus abrazos. —Pedro se arrodilló en la cama y la ayudó para que se recostara—. Hace un momento en la bañera me has dicho que lo superaremos, que tu amor es inmenso para que pueda olvidarlo todo, y ahora, ¿qué me dices? Necesito un abrazo que me haga sentir que me amas. ¿Es mucho pedirte?
—Es que... no quiero hacerte más daño, y últimamente todo lo que hago te daña, estoy devastado, creo que en el fondo eres más fuerte que yo.
—Te doy mi fuerza, entonces, pero no te alejes, te necesito a mi lado.
Alfonso se acercó a sus labios, se los lamió, ella no podía devolverle el beso porque los tenía muy lastimados, apenas podía moverlos para gesticular palabras.
—Te amo —le dijo arrullándolos. Siguió besándolos suavemente.
—Eres la fuerza de mis latidos, por ti me levanto cada día, sólo deseo que llegue el momento de que podamos vivir esto que sentimos, sin necesidad de ocultarnos, necesito que la gente vea y sienta lo mucho que has cambiado mi vida, que me vean feliz, en paz, que me vean cómo soy, porque tú con tu amor has rescatado a ese ser que vivía en mí y que estaba muriendo poco a poco cada día y que ha vuelto a renacer por ti, por tu amor.
—No te dejaré sola en esto. No estás sola, aunque dude de mi esencia, aunque dude de cómo seguir, aquí estaré siempre que me necesites.
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