sábado, 12 de marzo de 2016
CAPITULO 89
Todo lo encontrado en esa caja de seguridad había sido marcado con rótulos protectores que decían «Confidencial», y automáticamente entraban en juego ciertas restricciones para su manipulación, en las cuales se estipulaba qué personas eran las autorizadas para poder ver la información y también las condiciones en que podían hacerlo.
El siguiente paso era evaluar la fiabilidad de la fuente, así como la pertinencia y la validez de todo el contenido requisado. Se harían las remisiones del caso y se clasificaría para ser cotejado. Después, si todo era sustancial, se elevarían las órdenes de arresto contra quien correspondiese.
Pero el tiempo apremiaba teniendo en cuenta que Paula estaba desaparecida, así que las decisiones debían tomarse con rapidez. Los agentes que trabajaban encubiertos acababan de informar de que el senador había volado por la mañana a Washington.
El procedimiento estaba terminando, y Pedro llamó aparte a Christian.
—C.C., no soy estúpido, y sé que me estás dejando fuera.
—Es que estás desesperado y temo que hagas una locura.
—Mierda, ¿cómo quieres que esté? Se han llevado a mi mujer y estoy a miles de kilómetros, manejando información telefónica a medias. Podría haber abierto esa caja de seguridad y luego llamarte, pero a pesar de todo preservé la información, y la puta investigación en la cual ahora me cago.
—Pedro, te prometo que serás partícipe, pero en este instante no piensas con la mente, estás pensando con el corazón. Sabes perfectamente que la premisa principal es dejar fuera todo tipo de emociones. Hay que mantener la cabeza fría, evitando esa ansiedad con la que responde el ser humano a las situaciones de amenaza y peligro. Y tú estás demasiado involucrado en esto para pretender que actúes de esa forma.
—Mierda, Christian, dame un lugar donde buscar a Paula, deja ese juego idiota de palabras que yo mismo le hago a la gente cuando llevo a cabo una investigación para que no molesten; dame un lugar, dame un sitio donde encontrarla, porque voy a enloquecer. No me subestimes.
—¿Cuándo viajas para Austin?
—Salgo ahora para el aeropuerto, acaban de avisarme de que en una hora sale mi vuelo.
—Perfecto, voy a cumplimentar unas diligencias y parto para Austin con mi equipo, nos encontraremos allá. Los peritos están trabajando en tu casa, recolectando pruebas en la escena; déjanos trabajar, confía en nosotros.
—No tengo tiempo, Christian, ya ves cómo estoy. Por Dios, la van a matar —lo zarandeó por la ropa—, tú sabes que esos hijos de puta la matarán.
—Confía en mí, lo sabrás todo a su tiempo. Deja que trace un plan y te prometo que participarás con nosotros en él. —Le apretó el hombro—. Estoy moviendo todos mis contactos para rastrearla. Hemos actuado muy rápido, y les será difícil sacarla de la ciudad, por aire será imposible. Ánimo, la
encontraremos, además, ellos no saben que estamos al tanto de todo, o al menos no saben lo que Eva nos ha dejado.
Abrumada y sofocada por el encierro, sentía el sabor férreo de la sangre en su boca. Era como estar viviendo una película de acción, en la que ella era la protagonista. Había peleado mucho, había corrido como nunca, pero la habían derribado. Esos hombres la habían arrastrado por los pastizales, su aguerrida pelea no había servido para evitar que le quitaran el arma y ahora estaba exhausta por la contienda.
Tenía las manos atadas en la espalda, le habían colocado un precinto en las muñecas para inmovilizarla. La brida estaba muy ajustada, tanto, que le provocaba un dolor continuo, y si intentaba mover las extremidades el dolor casi se hacía insoportable; los plásticos se le hundían en la carne y parecía que le cortaban. También las palmas de las manos le ardían, se las había lacerado intentando un descenso por el terreno inclinado y áspero. Quienes la habían perseguido eran todos hombres fornidos y rápidos, y parecía que sabían muy bien lo que hacían. Hablaban en español creyendo que ella no los comprendía, y es que no sabían que su amiga Tiaré había sido una maestra muy buena.
Continuamente nombraban al Jefe, tenían indicaciones de llevarla con vida y sabía que Manuel estaba tras eso.
Estaba oscuro y tenía mucha sed, la habían metido en el maletero de un coche, y le habían vendado los ojos y también amordazado.
CAPITULO 88
En el departamento de policía, Pedro se preparaba para ir en busca de su almuerzo, cogió la gabardina del perchero y se la colocó.
—¿Sales a por comida? —le preguntó Strangger—, ¿me traes un bagel de salmón y verduras?
—Claro. Tú, Conelly, ¿quieres algo?
—Lo mismo, gracias.
En ese momento renegaba con un bolígrafo que se había quedado sin tinta. Pedro metió la mano en el bolsillo interno de su gabardina, siempre llevaba uno de repuesto en cada abrigo, lo sacó y se lo facilitó a su compañero, que le dio las gracias.
En ese mismo instante, se encontró además con un papel que extrajo de su bolsillo para ver de qué se trataba: era un sobre, el que el padre de Eva le había entregado tras el funeral y que él había olvidado por completo desde hacía una semana; más que nada porque no había vuelto a usar aquella gabardina en todos esos días.
Continuó su camino hacia el exterior del departamento de policía, caminó por el corredor y cuando llegó frente al ascensor no tuvo que esperarlo porque justo en ese momento se detenía en ese piso, así que esperó a que se vaciara y entonces entró. Apretó el botón para ir a la planta baja y en la soledad del habitáculo decidió abrir el sobre que Eva le había dejado:
Querido Pedro:
Estarás extrañado por haber recibido este sobre con estas palabras para ti, pero eres alguien muy importante para mí. Lo lamentable de esto es que si lo estás leyendo es porque yo ya no estoy entre los mortales.
Quiero contarte una historia, que comienza con nuestra salida de México en busca de nuevas y mejores oportunidades. Como sabes, somos una familia numerosa y mis padres siempre se han esforzado por darnos un buen ejemplo y una buena educación, hasta tal punto que mi padre llegó a tener tres empleos y mi madre dos para poder pagar nuestros estudios. Mis hermanos, poco a poco, fueron haciendo sus vidas y se fueron alejando del nido, pero lo cierto es que la economía en mi casa siempre ha sido un tema muy preocupante, y mi padre, con su enfermedad en los huesos, tuvo que dejar de trabajar. Mi madre continuó con sus trabajos de costura, pero los años también han comenzado a pesarle a ella. Inevitablemente, empezaron a atrasarse con los pagos de la hipoteca de la casa, donde
tan felices hemos sido y que tanto sacrificio les ha costado. Cuando lo descubrí, todo estaba a punto de perderse, y aunque mi padre no lo dijo jamás, sé lo mucho que eso lo angustiaba. Tampoco fue difícil darse cuenta de que ésos eran en realidad los problemas de tensión arterial que tenía.
Pedro ya había cruzado enfrente para comprar el almuerzo para él y sus compañeros. Entró en la tienda, y cuando le tocó el turno, hizo su pedido mientras continuaba leyendo:
No me juzgues, simplemente se presentó la oportunidad y la aproveché, creí que sólo sería una vez, pero poco a poco las cosas se descontrolaron.
La frase leída hizo sonar sus alarmas, así que dejó de prestar atención al dependiente, le extendió dinero de sobra para que se cobrara y se fue sin esperar el cambio.
—Señor, su cambio. Señor...
—Quédese con él —le indicó sin detenerse.
Fui una estúpida por creer que podría alejarme de todo, sabiendo que una vez dentro, no hay vuelta atrás; idiota de mí, si lidiamos a diario con estos delincuentes, pero la desesperación por ayudar a mis padres me puso en el camino equivocado, vi la posibilidad de pagar fácilmente la
hipoteca de la casa y me tentó la oportunidad de darles una mejor vejez a mis padres y, como te decía, la aproveché.
Lo siento, nunca quise involucrarte, pero un día por casualidad te vi con la esposa del senador Manuel Wheels y los celos me cegaron.
Pedro, en ese punto de la lectura, estaba paralizado, el papel en su mano se agitaba producto del temblor que su cuerpo experimentaba, y es que pocas veces la vida lo había pillado tan desprevenido.
El dinero fácil que te comenté anteriormente lo obtuve de trabajos que hice para Wheels y también para un narco llamado Mario Aristizabal Montoya, y contacté con ellos a través de un exnovio mío llamado Pedro Morales.
Perdón, Pedro, nunca te delaté, nunca le dije a Wheels que tú eres la pareja de su mujer, juro que te protegí, simplemente los seguí y me aseguré de que él no supiera de ti cuando la encontrase.
Continuó leyendo, en los siguientes párrafos le indicaba el lugar donde había escondido la llave de una caja de seguridad a la que él tenía autorización para acceder y donde encontraría pruebas para atraparlos a todos, incluso le daba datos para resolver los homicidios de Simon Shawn y de Leonard LeBron, en los que ella y Morales habían participado para cubrir sus propias huellas, ya que los delincuentes conocían a la detective por ser la que les liberaba la zona para que traficaran con la droga en la ciudad.
«Eva era el topo. Esto es increíble.»
Pedro recordó el día en que él llegó al Yonkers y el vagabundo le dijo que ella había estado allí; en ese momento no pudo relacionarlo, pero ahora entendía que estaba cubriendo alguna posible huella.
Lo siento, Pedro, me he equivocado mucho, creo que me están siguiendo y desconfían de mí, puesto que Wheels me tiene entre la espada y la pared para que le entregue el nombre del amante de su mujer.
Entiendo que no tardarán en relacionarnos, por eso me he cubierto con esta carta, para que nada quede impune y que al menos, si muero, todos tengan su castigo. Lamento mi cobardía hasta el final y no haberme sincerado contigo, pero bien sabes que si te lo hubiese contado nadie de mi familia
estaría a salvo ahora. Ellos eran mi prioridad.
Encontrarás pruebas suficientes para demostrarlo todo, grabaciones que involucran al senador Wheels y a Montoya, datos concretos del paradero de éste. Una copia de seguridad de mis teléfonos, fotografías, documentación adulterada para la entrada de drogas en el país, entre otras cosas. Quiero salvar al cuñado de Wheels, Agustin Chaves no tiene nada que ver con ellos, sólo fue usado como cabeza
de turco para obtener fotografías y obligar a volver a su mujer. Lo siento, eso fue un plan dirigido por mí, quería verte lejos de ella a cualquier precio. Como verás, la amistad de Montoya y Wheels es muy
grande, por eso él accedió a colaborar en eso. Te dejo informes detallados en los que encontrarás
documentación para probar la relación entre el senador Manuel Wheels y el Jefe Mario Aristizabal
Montoya. Desbaratarás una gran red de poder entre un servidor público del Estado y el narcotráfico.
Perdón una vez más, y casi no me atrevo a escribir la palabra, en realidad no sé si alguna vez
podrás hacerlo.
En la caja de seguridad también hallarás cartas para mis padres y para mis hermanos, tú sabrás
hacérselas llegar.
Me he metido en un callejón que no tiene salida, torcí mi camino, destruí mis ideales y defraudé a
los que tanto amo.
Te amaré más allá de la vida.
EVA GONZALES
Alfonso, en cambio, no podía pensar, estaba bloqueado, intentaba serenarse pero le faltaba la respiración: jamás habría imaginado que las cosas tomarían ese cariz.
En medio de la calle, intentaba dar sustento a sus pensamientos, debía concentrarse en esbozar una táctica y priorizar las cosas. Sabía que lo que obtendría en esa caja de seguridad sería «información clasificada», que se consideraría delicada o secreta porque involucraba a un senador de la nación, así que decidió llamar antes que a nadie a Christian para ponerlo al tanto de todo. Se lo explicó puntualmente, intentando no pasar nada por alto, y quedó en encontrarse con él donde se hallaba la caja de seguridad. El agente, mientras hablaba con Alfonso, impartía órdenes a diestro y siniestro para conseguir todas las órdenes necesarias para realizar ese procedimiento.
—Envíame una copia de la carta.
Cortó con Crall y llamó a Paula, pero ésta no le contestaba.
Era necesario hacerla salir cuanto antes de esa casa. Probó con los teléfonos fijos del lugar y nadie respondía.
—Mierda, mierda —blasfemaba mientras caminaba cruzando sin mirar—, algo no va bien, lo presiento.
Sabía que quienes mataron a Eva se habían llevado su ordenador y sus teléfonos, así que era casi seguro que a él ya lo habían relacionado con Eva y con Paula.
Seguía tratando de comunicarse, iba en el ascensor rumbo a la oficina de su superior, a quien no podía dejar al margen de lo que estaba aconteciendo, no podía saltarse la cadena de mando.
Entró en el piso donde funcionaba la unidad y pasó como un huracán, dejando en el escritorio de Strangger los bagels sin darle ninguna explicación.
—¿Y a éste qué le pasa? —le preguntó extrañado el detective a su compañero, quien se encogió de hombros ante la expresión desencajada con la que Alfonso había llegado.
Pedro pasó de largo hacia la oficina del capitán y entró sin llamar.
—¿Qué sucede, Alfonso? —Sin formular una palabra, le entregó la carta y dejó que la leyera, pero había cosas que Martens no alcanzaba a comprender—. Lo único que entiendo es que Gonzales se metió con la gente equivocada.
—Vamos, se lo explicaré todo en el camino, esto es un caso que lleva el FBI, Crall está a cargo y es información confidencial, por lo que sólo puedo ponerlo al tanto a usted por el momento.
—Entiendo que hay un senador implicado, y por lo que deduzco de lo que he leído, tú tienes una historia con su mujer.
—Mi mujer —le aclaró con furia, y quiso traspasarlo con la mirada—. No es suya, el muy hijo de puta la molía a golpes, ella ya no vive con él.
En ese instante trató de llamar de nuevo a Paula.
—Hola, mi amor, me había olvidado el teléfono en el dormitorio, acabo de ver tus llamadas perdidas.
—Paula, escúchame bien: ¿dónde están Agustin y Maite? Debéis salir todos de ahí cuanto antes. — Le hablaba sin pausa.
—¿Qué pasa, Pedro? No me asustes. Todos han salido, sólo está Julián en casa conmigo.
—Búscalo y salid ahora mismo de ahí —le indicaba con resolución y voz firme—. Es preciso que lo hagáis de inmediato, llama a...
Se oyó la detonación de un disparo y ella gritó sin poder evitarlo.
—Paula, ¿dónde ha sido eso? ¿Dónde estás?
—Estoy arriba, creo que ha sido en la sala —respondió histérica.
Alfonso escribió la dirección en un papel y el capitán se comunicó por otra línea con el Departamento de Policía de Hill Country para que enviasen a sus hombres al lugar.
—No cortes la comunicación por nada del mundo. Óyeme bien, no llores, tú eres fuerte, busca el arma que te di, búscala y recuerda cómo te enseñé a usarla.
—No podré hacerlo, Pedro, no me lo pidas —le decía entre sollozos.
—Paula, por favor, necesito que te defiendas.
—Ya la tengo. —Sus manos y todo su cuerpo temblaba—. Lo haré, te juro que lo haré.
—Bien, mi vida, ahora sal a la terraza y bordéala hasta la escalera, fíjate que no haya nadie y baja por ahí, corre hacia las colinas, hacia el lago. Ponte a salvo, Paula, por favor, la policía va para allá, mi amor, tranquilízate, sé que puedes hacerlo. Ponte el móvil en el sujetador para tener ambas manos libres y no cortes.
La oía correr y jadear; Alfonso en todo momento le hablaba para tranquilizarla y le daba ánimos, los minutos parecían eternos.
—He llegado al final del terreno, no podré bajar —estaba agitada—, esto es muy pronunciado.
—Sí puedes, puedes lograrlo, agárrate con la vegetación y hazlo, busca dónde afirmar los pies.
De pronto se oyó gritar, forcejeos, más gritos, carreras, un disparo, y la llamada se cortó.
Pedro tenía el altavoz puesto, el capitán lo escuchaba todo junto a él. Alfonso se agarró la cabeza con ambas manos y se dejó caer abatido en la silla, temiendo lo peor. Pero no podía, justo en ese momento, permitirse un minuto más de flaqueza, así que con resolución golpeó el escritorio y se puso en pie.
—¿Adónde vas?
—Al aeropuerto, necesito ir hacia Austin.
—Tardarás horas en llegar, estamos en comunicación directa con la policía de Austin. Vayamos a por las cosas de la caja de seguridad para ver qué es lo que nos ha dejado Eva; la policía de allí se encargará y nos lo hará saber.
El capitán volvió a comunicarse con Hill Country y les contó los últimos acontecimientos para que lanzaran una alerta y fueran preparados para encontrarse con personas armadas en el lugar.
—Esto es una pesadilla. —Alfonso se debatía entre sus deseos y lo que debía hacer. Buscó en su móvil el teléfono de Harrison e inició la llamada—. Soy Alfonso, necesito que mi vuelo se adelante y que esté listo para ahora mismo si es posible —le ordenó sin pausa.
—¿Ocurre algo? Te noto alterado. ¿Acaso le pasa algo a tu madre?
—No, Harrison, es otra cosa, no puedo explicártelo ahora; por favor, haz simplemente lo que te pido y no te alarmes, avísame apenas tengas novedades.
Estaban subiendo al automóvil del capitán Martens, quien se había posicionado al volante. Pedro llamó a Christian para ponerlo al tanto de lo que creía que había ocurrido en La Soledad.
El agente, para tranquilizarlo, le dijo que en ese mismo instante enviaría a personal del FBI hacia allí, y también le ofreció custodia para la casa de su madre.
—Te lo agradezco.
Pedro seguía intentando comunicarse con Paula, pero nadie contestaba, ni en su móvil ni en la casa, y él pensaba que sencillamente enloquecería de impotencia.
Llamó a Agustin, a quien también quería advertir para que no se acercara a la casa hasta que él le dijera que no había peligro.
—Hola, amigo.
—¿Dónde estás?
—Con Maite, paseando en Houston.
—Quiero que vayáis a la casa de mi madre, donde tendrán protección policial. No os acerquéis a la villa.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Mi hermana está bien?
—No lo sé, creo que han entrado en la casa, estaba hablando con ella y la comunicación se ha cortado.
—Mierda, mierda, voy para allá.
—No Agustin, no —le gritó intentando detenerlo—, haz lo que te digo. Poneos a salvo.
—De eso nada, mandaré a Maite a casa de Ana, pero yo me voy para La Soledad.
Pedro blasfemó en el momento en que Agustin Alfonso cortó la comunicación, era imposible cuidar de tanta gente a tantos kilómetros de distancia y encima mantener la cabeza fría para determinar el despliegue del personal, para todas las formas de actividad policial y tácticas de inteligencia criminal.
Sin embargo, obviamente, su mente, con tantos sentimientos mezclados, no podía estar enfocada al cien por cien, así que para eso estaba su superior.
De acuerdo con el Departamento de Policía de Nueva York, su misión era «hacer cumplir las leyes, preservar la paz, reducir el miedo y procurar un ambiente seguro», pero todo estaba fallando, las fichas caían una detrás de otra como piezas de dominó.
Con las indicaciones que Eva había dejado en la carta, encontraron enterrado en una maceta en su apartamento un sobre protegido por otro con cierre hermético que contenía la llave de una caja de seguridad del Bank of America.
Hacia allá se dirigieron para encontrarse con los agentes del FBI y todo el personal a cargo para confiscar las pruebas. De camino, llegó una llamada al teléfono del capitán.
—Buenas tardes, le habla el sargento Stanley, oficial a cargo del operativo en la propiedad de Austin adonde se nos indicó que acudiéramos. También se nos ha dicho que debíamos comunicarnos con usted.
—Buenas tardes, aquí el capitán Donovan Martens.
—Estamos en el interior de la propiedad, pero lamento informarle de que han allanado el lugar y han matado al vigía de la entrada. Una vez dentro hemos podido constatar que no hay rastro alguno de los delincuentes, pero a su paso han dejado otra víctima más, un hombre caucásico de unos sesenta años aproximadamente. De la mujer no hay rastro.
Pedro cerró los ojos, estaba casi seguro de que el otro muerto era Julián, su padrino. Paula le había dicho que sólo ellos estaban en la casa.
—Soy el detective Alfonso —intervino—, el dueño de la villa donde se encuentran. ¿Ya han revisado toda la propiedad? ¿Cómo es que no se han activado las alarmas?
—Señor Alfonso, lamento informarle de los penosos acontecimientos llevados a cabo en su finca, pero de su mujer no hay rastro. Ahora mis hombres están bajando hacia las colinas. El sistema de alarma ha fallado, las han inutilizado, supongo.
—Dios, tienen que encontrarla, mientras hablaba con ella se ha oído un disparo, puede estar herida.
—Le aseguro que tengo a todos mis hombres desplegados haciendo un rastrillaje, incluso, por lo que me está informando uno de mis oficiales, acaba de llegar personal del FBI, así que si me disculpa voy a atender a los agentes, pero les prometo que los mantendré informados de cualquier novedad que surja.
CAPITULO 87
La semana había pasado casi volando, tan sólo un día más y volverían a verse.
Estaba terminando su turno cuando recibió una llamada de Christian.
—C.C.
—Hola, amigo. Tengo noticias del tal Pedro Morales —soltó sin rodeos.
—¿Qué has sabido?
—Lo siento mucho, ha aparecido muerto en Phoenix.
—¡¡Mierda!! No es posible. Otra vez esa ciudad.
—Es todo un maldito acertijo. Tengo el informe de balística, ha sido fusilado con un AK47.
—El fusil preferido de los narcos.
—Y algo más, hemos encontrado varias armas en su morada. Te lo envío todo por fax, a ver si alguna coincide con la que utilizaron para matar a la detective Gonzales; desde luego, los informes periciales de esas armas todavía no están; no sabía si ya habías visto la alerta en tu ordenador, por eso te he llamado.
—Te lo agradezco, la verdad es que me estaba yendo y no había visto nada.
—Bien, en un rato te lo mando todo.
Pedro, tras colgar con su amigo, esperaba ansioso que llegara el fax. Cuando por fin lo tuvo en sus manos su vista voló a la semiautomática Herstal Five-Seven calibre 5,7 mm que cargaba municiones de 5,7 x 28 mm y era más conocida como Matapolicías, la cual coincidía con el calibre y el tipo de arma utilizado para matar a la detective Gonzales y al portero.
Llamó a la oficina de su capitán:
—Alfonso, ¿qué haces aún aquí?
—Tengo novedades —le dijo mientras le hacía extensivo el informe con lo requisado en la casa de Pedro Morales.
Duncan echó una rápida hojeada al informe mientras el detective le indicaba: —Necesitamos seguir de cerca esa arma.
—No la pierdas de vista —exteriorizó el capitán mientras agitaba la cabeza—. ¿Quién mierda está detrás de esto? Estoy casi rogando, Pedro, que no sea esa arma, porque no quiero que la muerte de Gonzales quede archivada sin castigo.
En ese momento Pedro sintió que se le helaba la sangre y el estómago le daba vueltas, se mostró impotente y abrigó el mismo temor que su superior.
Ya en la tranquilidad de su casa el detective Alfonso permanecía concentrado frente a la pantalla de su ordenador, comprobando la información del caso de Eva y también todo lo concerniente al senador Wheels y a Montoya, los temas que le quitaban el sueño y se habían vuelto su obsesión.
De pronto parecía haber entrado en una espiral, en la que giraba y giraba sin remedio y siempre volvía al principio de todo: la decepción lo había inundado.
Cerró su portátil de un manotazo antes de que la cabeza le estallara; le urgía hacer un alto, porque sentía que se estaba consumiendo. Se preparó un sándwich y cogió una cerveza de la nevera. En el momento en que sorbía la bebida, el teléfono le indicó que estaba recibiendo una llamada, y de inmediato se le iluminó el rostro al reconocer la melodía asignada; ya había hablado con ella, pero escucharla siempre funcionaba como un bálsamo que alejaba cada uno de sus tormentos.
Su voz era tranquila y varonil.
—¡Hola, hermosa!
Un cosquilleo de emoción brotaba en su pecho mientras Paula le contestaba radiante.
—¿Qué hacías?
—Estoy cenando.
—¿Ahora? ¿Has visto la hora que es? Luego soy yo la que tiene desórdenes alimenticios. —Pedro se rio.
—Lo sé, tienes razón, me he entretenido con el trabajo. ¿Y tú qué haces?
—Ya estoy en la cama, Agustin y Maite viven enganchados ahora que han decidido sacarlo todo a la luz.
—Ya veo, les ha dado fuerte a esos dos. Mañana por la noche seremos nosotros los enganchados.
—No veo la hora de que sea mañana.
—Me encanta que estés impaciente.
—Muy impaciente. Necesito una sobredosis de mimos, besos y muchos, pero muchos abrazos.
—Me parece que tengo muchos para darte. Te aseguro que no pienso escatimar ninguno.
En su boca se formó una seductora sonrisa, que demostraba cuánto disfrutaba de ese flirteo. Impulsada por la emoción que desataba en ella, coquetearon un poco más por teléfono hasta que finalmente se despidieron. Paula dejó caer su móvil al lado del cuerpo, mientras soñaba desde ese mismo momento con esos besos y esas caricias prometidas.
Convencida de que ahora podría dormir, apagó la luz, se puso de lado aferrada a la almohada y se echó en los brazos de Morfeo.
Alfonso se quedó como un bobo mirando la pantalla de su móvil, se sentía feliz, satisfecho con la relación que poco a poco iba afianzando con Paula. Su corazón martilleaba en su oído, así de inseguro lo ponía la artista plástica únicamente con un simple flirteo por teléfono. Su cuerpo despertaba sólo con oírla, y ya se había figurado una y mil veces cómo sería el fin de semana junto a ella. Tenía grandes planes para ellos, esperaba que Paula estuviera dispuesta a todo, porque tenía intención de extenuarla de amor.
Sonrió al advertir el mal uso que hacía de sus bienes, teniendo en cuenta que él nunca había pensado en tocar la herencia de su padre; ahora disponer de esa forma descontrolada de su propio avión particular y volar para ver a la mujer que amaba resultaba demasiado increíble.
—Papá... querías que disfrutara de lo que me dejaste y es lo que estoy haciendo. No obstante, reconozco que tendría que esforzarme un poco más por cuidar lo que con tantos años de trabajo te costó conseguir.
«Papá» esa palabra sonaba cada vez más normal en su boca; le gustaba el sonido de esas sílabas y las probaba más a menudo, quería familiarizarse con el término. Anotó mentalmente que llamaría a Harrison para que le diera nombres de los amigos de su padre, quería empezar a recabar datos de su vida.
Paula se despertó. Le pareció que había dormido muchas horas, pero aún no comenzaba a amanecer; adormilada y confusa, miró hacia la ventana, pero no se veía ni un solo vestigio del sol.
Buscó a tientas el teléfono, que recordaba haber dejado junto a su cuerpo cuando por la noche había hablado con Pedro, miró la hora y, efectivamente, era muy temprano; estaba inusualmente ansiosa por ver a Alfonso, pero le fastidiaba que las horas se negaran a pasar.
No pudo volver a conciliar el sueño, así que se levantó a una hora considerable, desayunó en el estudio, donde admiró sentada desde el sillón Chesterfield la pintura a la que había titulado Esperanza, y que Tiaré le había hecho llegar la mañana anterior. Era nada más y nada menos que un retrato de Pedro que había pintado durante sus días en Glen Cove.
Eso era él, su esperanza para ser feliz, su salvador, porque él la había salvado sin duda de seguir sintiéndose alguien intrascendente en la vida. A su lado ella tenía un lugar, él la consideraba un ser pensante y siempre podía tomar sus
propias decisiones. Además, entre ellos no todo se basaba en la cama que compartían, y en la cual se llevaban de maravilla, era más que evidente que la relación poco a poco crecía en otros aspectos, y aunque no hablaban demasiado del futuro, sabía que él se moría por hacerlo, pero se contenía para no agobiarla.
El reloj parecía haberse detenido esa mañana, y para colmo a todos les había dado por salir: Agustin y Maite tenían planes para almorzar en Houston; Josefina, aprovechando el viaje, había decidido ir a pasar el día con Ana; al menos se quedaba Julián, que debía ir a buscar a Pedro al aeropuerto. De todas formas, que estuviera Julián en la casa no significaba mucho, ya que él siempre tenía algo que hacer y era como si no estuviera.
—Nos vamos —la avisó Maite mientras se asomaba por la puerta—. Deja de babear mirándolo, tienes cara de tonta.
La había pillado viendo el retrato de Pedro.
—Más o menos la misma que pones tú al mirar a mi hermano. —Ambas se rieron a carcajadas—. Divertíos mucho.
—Tú también.
Paula hizo un mohín.
—Hasta que llegue Pedro, me aburriré como una ostra.
La puerta se cerró y ella volvió a quedar envuelta en sus pensamientos; a pesar de la ansiedad que la embargaba, se sentía inmensamente feliz, finalmente creía que la vida le había dado una oportunidad para serlo. Volvió a mirar la hora y suspiró con cansancio, los minutos avanzaban pero no de la forma que ella quería, era pasado el mediodía y aún faltaban unas ocho horas para verlo.
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