viernes, 4 de marzo de 2016

CAPITULO 66






En Washington, Manuel estaba metido en la cama, revisando unos discursos que debía dar en unos días, cuando su móvil sonó. De inmediato se puso alerta, era una llamada en la línea que se relacionaba con sus actividades privadas. Fijó los ojos en la pantalla y tras constatar de quién se trataba, atendió: —¿Qué sucede?


—¿Cuándo vuelves?


—¿Qué necesitas, para qué me quieres en Nueva York?


—Yo no te necesito para nada, simplemente te advierto de que creo que tu mujercita sigue burlándose de ti. Adivina con quién se ha visto hoy.


Wheels apretó el puño y casi destrozó el aparato. La respiración se le había acelerado y aunque no contestaba, su ira era plausible y manifiesta al otro lado de la línea.


—¿Qué pasa? ¿Te has quedado mudo? Necesitas que te lo diga con todas las letras para convencerte de que no estás siendo muy sagaz con tu mujer. —Su interlocutor largó una carcajada—. La paloma vuela del nido en cuanto el palomo se aleja. —Continuó riéndose.


—No te pases... imagino que al menos ya sabrás de quién se trata.


—Eso te lo sigo debiendo, pero muy pronto lo averiguaré. No deberías estar tranquilo, alguien podría verlos y en un plis tu carrera se esfumaría. ¿Te has puesto a pensar qué escandaloso sería?


—Ocúpate de averiguar la identidad de ése o pagaré a alguien más eficiente para que lo haga.
Últimamente todos los trabajos los haces a medias o tardas una eternidad, ¿acaso estás perdiendo tu tacto?


—Tranquilízate, pronto lo conseguiré.


—Te estás volviendo ineficaz.


Manuel cortó contrariado. Nadie hasta el momento había podido ser más sagaz que él para meterse por el ojo de una aguja en su escalada al poder, y no iba a ser precisamente Paula la que estropease sus planes.


«Zorra infeliz, parece que no entiendes que las cosas se hacen como yo digo. Ahora comprendo tu repentino envalentonamiento...
»Parece que las fotos de tu hermanito no han sido suficiente para que entiendas quién manda. —Se rio con sorna—. Tendré que explicártelo mejor, y te aseguro que lo que estoy pensando no te gustará.
Siempre he sabido que no tenías muchas luces, pero ahora me doy cuenta de que no tienes ninguna. Lo que te espera, mi adorada esposa... lo que te espera.»


Partió un lápiz que tenía en la mano.




—No sabía que tenías una relación tan estrecha con tu compañera, que por cierto es muy bonita y... pelirroja.


Pedro sabía muy bien por qué decía lo de pelirroja, pero hizo caso omiso al comentario. La miró enarcando las cejas.


—Eva y yo nos llevamos bien y nos entendemos de maravilla en el trabajo. También es cierto que es una mujer atractiva y conozco a su familia, pero no mantengo un contacto permanente con ellos, creo que lo que ha contado ha sido un poco exagerado.


—¿Y cuál es el motivo para que exagerara?


—Ninguno, es que ella se expresa así. —Intentó no darle importancia y Paula lo miró ladeando su cabeza.


—Es pelirroja.


—¿Y qué?


—No te hagas el tonto, que no te pega.


—Eva es mi compañera —le ratificó para que no le quedaran dudas.


—Eso espero. —Pedro le robó un beso—. No veo la hora de que se vaya.


—¿Tienes prisa?


—Mucha, quiero tenerte solamente para mí, pero además debo regresar.


—Luego hablaremos de eso, creí haberte pedido que no salieras.


—Y después de verte hoy por la tarde, ¿cómo pensabas que me iba a controlar? Eres el único culpable.


Eva Gonzales, tras refrescarse la cara y dominarse, se reunió con ellos nuevamente e interrumpió la conversación que mantenían. Al salir notó una vez más la complicidad entre ambos, por lo que volvió a fastidiarse.


—¿Tomamos café? —sugirió el detective.


—Sí —contestó Eva. Sabía muy bien que eso fastidiaría a Paula.


Las mujeres se sentaron en el salón mientras Pedro preparaba el café.


—Maite, ¿podrías recoger la mesa, por favor?


Se sentaron los tres a charlar y el tiempo de las preguntas finalmente no se pudo obviar.


—¿A qué te dedicas, Maite?


—Soy administrativa en una empresa exportadora.


Pedro festejó la respuesta, su chica era muy lista.


Eva siguió indagando sin tregua y Paula contestaba con seguridad, como si realmente estuviese dando respuestas fidedignas.


—¿Y cómo os conocisteis?


—Nos presentó una amiga común —se adelantó Pedro sin desvelar absolutamente nada—. Por
cierto, ¿por qué no dejas tu papel de detective por unos segundos?


—Sabes que me cuesta, no quería incomodarte, Maite.


—No lo has hecho, no te preocupes.


—Me alegra saberlo. Pedro, mi madre y mi padre me han dicho que les encantaría que un domingo compartieras un almuerzo con la familia.


—Desde luego, será un placer. Ya lo organizaremos.


Siguieron charlando de tonterías sin importancia. Terminaron de beber el café y Eva anunció que se marchaba.


—Ha sido muy agradable conocerte, Maite.


—Lo mismo digo.


—Adiós, compañero, tres es multitud.


«Ya era hora de que te dieras cuenta», se dijo Paula.


Definitivamente Eva no le había caído bien, y ella siempre era muy perceptiva con las personas, la vida le había enseñado a serlo.


Alfonso y Gonzales se encaminaron hacia la salida. Paula, sin disimulo alguno, no les quitó el ojo de encima, había algo en esa mujer que la inquietaba, y además la había descubierto reparando en la boca de Pedro con denodado apetito. Él decía que sólo era su compañera, pero era pelirroja y eso la tenía verdaderamente inquieta. En ese instante, mientras luchaba con sus conjeturas, no le gustó ver cómo lo cogía innecesariamente por la cintura para despedirse, pero no pensaba hacer ningún comentario, simplemente no iba a ponerse a su altura. Por su parte, Pedro mantuvo la distancia y le ofreció la mejilla rápidamente para despedirse.


—Gracias por la cena y la buena compañía, aunque la imaginaba de otra forma —le dijo la detective entre dientes, y Pedro ensayó una mirada fría—. Tranquilo, desde aquí no puede oírme.


Él decidió no contestarle, tan sólo la miró amonestándola por la acotación innecesaria.


Alfonso entró, se acercó al sofá desde atrás y por encima del respaldo, volcando su cuerpo sobre éste, hizo que Paula reclinara la cabeza y le apresó los labios, que primero lamió y luego los sorbió con los suyos. Se apartó y le dijo:
—Eres muy desobediente, te dije que no debías salir de casa; ¿por qué te has arriesgado?


No le permitió que contestara, con arrebato volvió a apresar sus labios, el éxtasis que le provocaba saborearlos era mayor que su enfado, y los cogió deseoso de mucho más. 


Paula, anhelante por disfrutar de ellos, le dio paso en su boca y gozó de su mullida y candorosa lengua, que hurgaba, viraba y circulaba por toda su cavidad. Se separaron casi sin aliento, las fosas nasales del detective aleteaban mientras intentaba serenarse, y Paula respiraba también con una agitación manifiesta. Para Pedro pensar en detenerse parecía imposible, ya que la urgencia de hacerla suya, de poseerla, de amarla, era irrefrenable.


Él era consciente de su deseo mordaz y no dejaba de sorprenderse, cada día se hacía más difícil desistir de tenerla. Pau, demostrándole la urgencia que ella también sentía, comenzó a despojarse de la ropa, primero el jersey de hilo que llevaba puesto, luego el calzado y finalmente los pantalones.


Pedro la miraba con verdadero anhelo mientras, decidido a obtener lo que ambos ansiaban, le quitó la camiseta y la dejó caer sin más. Caminó con rapidez, dio la vuelta y se quedó frente a ella, pero antes, con el mando a distancia, puso música. How Blue Can You Get* empezó a sonar.


Tomándola de una mano, la invitó a que se pusiera en pie y la incitó a que con sus manos le acariciara el pecho. Pau sintió como si sus palmas se hubiesen posado en una hoguera, y supo que ésa era la hoguera en la que quería quemarse, la de su corazón, que retumbaba ensordecedor en su mano.


Tomando el control, Alfonso la asió de los hombros y le chupó el cuello, reptó con la lengua hasta apoderarse con los labios del lóbulo de su oreja, luego abandonó esa parte y con la lengua le practicó círculos en el pabellón auricular, recorriendo hábilmente los pliegues y haciéndola estremecer de lujuria.


—Te pedí que no salieras de la casa, te pedí que no te expusieras —la regañó entre lametones.


—Necesitaba verte —le contestó Paula jadeando.


—Me has visto esta tarde.


No podía detener sus lamidas.


—¿Acaso pretendías que después de los besos que me diste en la catedral me conformaría?


—Tienes que hacerme caso, tenemos que ser prudentes porque así no funcionan las cosas.


—No quiero ser prudente, quiero tenerte, poseerte y que me poseas, quiero que me hagas vibrar y me hagas tuya una y otra y otra vez. —Le clavaba las uñas en la espalda mientras le hablaba entre gemidos.
Pedro la miró tomando su rostro y le mordió los labios—. Para mí éste es el funcionamiento perfecto.


—Así no puedo protegerte, estamos dejándonos llevar por la pasión.


—Te deseo...


—Yo también...


—Hazme tuya entonces —le ordenó, dedicándole una mirada oscura.


Estaba tan deseosa que ni ella misma se reconoció en el tono en que le habló, su voz salía entrecortada por la urgencia y era un tono muy pasional el que utilizaba. Pedro volvió sobre su cuello y nuevamente a su oreja, y en aquel momento Paula experimentó un cosquilleo que se instaló en su vientre y culminó en su vagina; sus fluidos se desbordaron pringándole la ropa interior.


Con impaciencia, llevó las manos hasta la cremallera de los vaqueros de Pedro y lo acarició por encima de la tela, ansiosa por comprobar lo duro que estaba. Lo acarició con movimientos ascendentes y descendentes, provocándole gemidos que él no pudo contener, resopló y se frotó en
ella. Él llevo sus grandes y expertas manos a la ondulación de sus pechos, los acogió, disfrutando de cómo rebasaban en ellas, y enardecido por las caricias que Paula le practicaba en su tieso sexo, los apretó con fuerza, arrancándole un quejido audible. Se preocupó por saber si le había causado dolor e intentó alejar las manos, pero entonces, sorprendiéndolo, ella le dijo:
—No pares, me gusta.


El instinto rudimentario de ambos se despertaba con ansias, él necesitaba saber que era el dueño de su cuerpo y de sus sensaciones, y ella necesitaba saber que le pertenecía.


El detective bajó las manos hasta las nalgas, se las separó mientras las acariciaba, y Paula con destreza le bajó el cierre y sacó su pene, claramente envarado por el momento.


Ahogaban los gemidos con los besos mientras se despojaban de toda la ropa; Pedro la sentó en el sofá, le hizo que apoyara los pies en el borde y se metió entre sus muslos para disfrutar de su humedad. La consumió con la lengua, la hizo gritar, jadear, arquearse, la sostenía de las caderas mientras con su boca bebía de ella, era casi una tortura.


Pedro, voy a correrme si no paras.


—Hazlo, déjame probarte, déjame hacerlo, te deseo íntegra.


Ella arqueó la espalda y arremolinándole el pelo mientras oprimía su cabeza contra su sexo, se entregó a la exaltación del placer y sucumbió a su afanosa lengua, que la hizo sentirse delirante, ardiente y lasciva.


Cuando sintió que ella llegaba al orgasmo, él acompañó el momento introduciendo también los dedos.


La urgencia se apoderó de Alfonso, tiró de sus caderas y la manejó a su antojo, le hizo que bajara las piernas y le indicó que no las cerrara para poder meterse en el hueco entre ellas. Dejó su trasero en la orilla del sillón y con su jugosa boca buscó sus labios, hablándole sobre ellos: —Tienes el
sabor más refinado que he probado en toda mi vida.


Cogió su pene y lo dirigió a su entrada, lo enterró en ella, invadiéndola con su carne, y comenzó un lento vaivén de sus caderas. Estaba arrodillado y se movía dándole suaves embestidas, hasta que ella le pidió al oído:
—Más, quiero sentirte más hondo.


Sus palabras volvieron a despertar su lado animal y entonces, despojándose de todo miramiento, se hundió en ella con profundas y brutales estocadas.


—¿Así es como me quieres? —Ella se quejaba—. Contesta, ¿así es como me quieres? Esto es lo que te mereces por haberte expuesto, ahora voy a castigarte muy fuerte para que no lo olvides.


—No temas, Dylan está esperando en la entrada de Clio, he salido por detrás.


—¿Estás loca? ¿Por qué no me lo has dicho antes? Te habría pedido un taxi, mira todo lo que estás tardando.


No dejaba de castigarla con su sexo mientras le hablaba, cada vez la penetraba con más fuerza.


—¿Y dejarte aquí con ésa? —Ella le mordió el labio con brusquedad y Alfonso se enterró en ella con más furia—. Además he venido a buscar esto, y no me iba a ir sin ello.


Pedro salió de ella, la cogió por la cintura y la acomodó a lo largo del sillón, tumbándose sobre su torso y volviendo a penetrarla. Paula enredó las piernas en su cintura y él, agarrándola por las nalgas, se introdujo en ella una y otra... y otra... y otra... y otra... y miles de veces más, hasta que ambos consiguieron lo que necesitaban para saciar sus ansias.


Gritaron, se entregaron al placer ensordecedor que les abría las entrañas y que hacía que les temblaran las extremidades, el corazón, el alma.


Extenuados, consumidos por la fogosidad que se había desatado entre ellos, él, sin salir de su cuerpo, le acarició el contorno de la cara y le besó los lunares. Habló con dificultad mientras tomaba bocanadas de aire:
—Pau, cuando todo esto pase seremos más que felices.


—Yo también quiero hacerte muy feliz. Quiero ser cada uno de tus sueños.


Se calmaron, fueron al baño a limpiarse y se vistieron. 


Estaban listos para salir.


—¿Dónde te ha dejado el taxi?


—He hecho que me dejara en la calle de atrás.


—Eres muy lista. —La besó y le mordisqueó con mimo los labios antes de salir del apartamento —. Y una imprudente que no hace más que ponerse en peligro: has caminado sola, con todos los peligros que la noche acarrea. Que sea la última vez que lo haces.


La miró indicándole que estaba hablando muy en serio. 


Bajaron en el ascensor mientras Alfonso continuaba con la reprimenda.


—Si me hubieras avisado habría ido a esperarte.


—Como si hubieras podido, ¿acaso ya no recuerdas a tu visita?


—La habría despachado.


—¿Lo habrías hecho?


—Por supuesto. —La miró con fijeza— Por ti puedo alejarme de la vida de muchos, si la recompensa es que tú continúes en la mía.


Salieron a la calle y se separaron, pero antes de salir, se dieron un último beso de despedida y él aprovechó para impartirle la última recomendación.


—Avísame en cuanto llegues.


—Lo prometo.


Pedro salió primero con un abrigo con capucha. Se detuvo a unos cuantos metros fingiendo atarse los cordones y esperó que Paula lo adelantara. Luego comenzó a caminar detrás de ella, a una distancia prudente para que no pudieran relacionarlos, recorrieron unas cuantas calles, ella se montó
en un taxi y se marchó.




CAPITULO 65





Había sido un día agotador por muchas razones, odiaba el papeleo en la comisaría y había tenido que lidiar con él, ya que se habían hecho varias detenciones en las que había participado. Eso, sumado a su ánimo sombrío después de haber visto a Paula por la tarde, lo había puesto de muy mal humor, hasta el punto de agarrotarle cada uno de los músculos.


Llegó a su casa y, tras ponerse ropa cómoda, se internó en el gimnasio para descargar su ira en las máquinas de ejercicio. Su rostro era un claro espejo de su interior atormentado y sus ojos centelleaban furiosos. Hizo acopio de toda su ira y con cada esfuerzo descargó su aliento, gruñendo como una fiera salvaje. Finalmente, cuando advirtió que sus músculos estaban demasiado sobrecargados, y antes de hacerse daño, salió de allí, corroído por la furia que amenazaba con no abandonarlo. Se internó en el baño e intentó relajarse bajo el chorro de agua, procurando que la ducha calmara al animal que llevaba dentro. Pedro cerró los ojos mientras apoyaba las manos sobre las baldosas de la pared y bajó la cabeza, permitiendo que el agua le cayera con fuerza en la nuca.


Soltó un alarido para deshacerse de su rabia, se sentía impotente, pero era necesario que recobrara la calma, necesitaba focalizar y encauzar sus prioridades.


Debía alejar sus tormentos, pero saber que Paula permanecía en esa casa y que en cualquier momento Wheels podía regresar lo sacaba de quicio. Se obligó a serenarse, trazó una guía mental para centrarse en los siguientes pasos que daría, necesitaba idear un plan para no alejarse de su objetivo.


Manuel Wheels se había convertido en su obsesión y necesitaba acorralarlo con pruebas irrefutables, acabar con él, era en lo único que pensaba y no hallaba la paz.


Tras otro rato bajo el agua, salió de la ducha y cogió una esponjosa toalla con la que se secó enérgicamente. Fue hacia el vestidor, buscó unos bóxer y se los puso junto con unos vaqueros que no se preocupó de abrochar, quedándose con el torso al desnudo. Fue a la cocina para prepararse la cena, abrió el congelador y miró las cajas de alimentos congelados que se acumulaban allí, decidiéndose por una que contenía arroz con pollo frito. Dispuso un wok sobre el fuego, vertió un chorro de aceite y echó el contenido de la bolsa para cocinar los ingredientes mientras revolvía continuamente; algo fácil para una persona que se consideraba una nulidad en materia culinaria.


Cuando supuso que todo estaba cocido pero crujiente, se sirvió la ración en un plato, llenó un vaso con zumo de naranja y se sentó a la mesa baja del salón ante su portátil.


Mientras comía, se preparaba para abrir el archivo encriptado que contenía la información que estaba reuniendo de Wheels y Montoya. Estaba estancado en la investigación y eso lo tenía de muy mal humor.


Leía y releía los datos que había obtenido, pero no lograba combinarlos.


El timbre sonó y lo sobresaltó, pues no esperaba a nadie. 


Sorbió del vaso, se limpió la boca y se dirigió rápidamente al portero automático. Al saber quién se anunciaba cerró los ojos con un claro fastidio, pero aun así la dejó pasar. Fue rápidamente a ponerse una camiseta y con las prisas olvidó cerrar el archivo del ordenador. Llamaron a la puerta, su visitante ya estaba allí.


En cuanto abrió, Eva lo sorprendió tomando su boca por asalto, por lo que Pedro, sin mostrarse grosero, intentó rehuir sus labios. La detective se lo quedó mirando mientras intentaba entender la causa de su rechazo. No había considerado esa posibilidad mientras iba al apartamento de Alfonso; si bien desde la noche en que habían estado juntos no habían tenido más contacto que el del trabajo, ella presuponía que todo estaba claro y que ambos estaban dispuestos a satisfacer las necesidades del otro.


Pero era cierto también que la noche en que intimaron pasó algo que Eva no llegó a adivinar; aún recordaba a Pedro empapado, y no sabía cómo encajar ese detalle, no lograba desentrañar lo que había sucedido mientras ella dormía.


—Adelante.


Cuando Eva entró hizo uso de su vista de lince e indagó rápidamente la estancia, un hábito adquirido por su profesión que sólo le llevó unos pocos segundos. No obstante, Pedro también era muy perspicaz y tenía el mismo hábito que ella, así que se percató de inmediato en cómo ella fijaba la vista en el ordenador y probó a distraerla ofreciéndole algo para beber, artimaña que funcionó porque la hizo darse la vuelta. La distrajo con una charla locuaz, mientras Pedro descorchaba y servía una copa de vino blanco para cada uno. Tras algunos minutos el ordenador entró en modo de reposo y la pantalla finalmente dejó de mostrar el documento que Pedro tenía abierto.


—Creo que he interrumpido tu cena —dijo la detective mientras miraba hacia la mesa baja.


—¿Has cenado tú? —preguntó Pedro.


Ella negó con la cabeza; en aquel momento Alfonso cogió la caja de congelados que aún descansaba sobre la encimera y se la enseñó.


—¿Te gusta el arroz con pollo frito?


—¿Cocinarás tú?


—Prometo no envenenarte. —Ambos rieron y Eva asintió.


Pedro se puso a preparar la comida y a remover sin parar. 


La detective Gonzales se acercó peligrosamente y tras meter la mano bajo la camiseta de Alfonso le acarició la cintura y los abdominales. Él se tensó.


—Creo que hoy no tengo un buen día —le dijo excusándose.


De pronto, el ruido de la llave en la puerta hizo que prestaran atención y se apartaran de inmediato.


La puerta se abrió y Paula entró en el apartamento. Allí se encontró con la mirada de Pedro y Eva.


Se frenó en seco.


—Hola —saludó evidenciando una gran timidez.


Se quedó sorprendida y recordó rápidamente a Eva como la mujer que lo acompañaba aquel día en la tienda; de inmediato se preguntó qué hacía allí con él, en una actitud tan cotidiana. Recordó también a la pelirroja que dormía junto a Pedro y una punzada en su estómago se instaló como una daga.


— Eh, ¡qué sorpresa!


Pedro intentó demostrarle que nada era como lo estaba imaginando. Retiró el wok del fuego y salió a su encuentro, la besó inocentemente en los labios y la cogió de la mano.


—Maite —él le hizo un guiño cómplice que ella comprendió de inmediato, le estaba pidiendo que fingiera—, te presento a la detective Gonzales, mi compañera.


Paula intentó tranquilizarse, esa mujer no podía ser la que estaba con Pedro aquella noche.


Maldijo el estupor que había sentido ese día, puesto que le había impedido fijarse con detenimiento.


«Qué cínico, ahora soy la detective Gonzales. Vaya, vaya, Alfonso, ya entiendo el porqué de tu rechazo.»


Eva estiró la mano, a la vez que salía de la isla de la cocina.


—Encantada, Maite, soy Eva.


—Lo mismo digo, es un placer conocerte.


—Estábamos a punto de cenar, ¿te apuntas? —dijo Pedro.


Las dos mujeres, se miraban con desconfianza y estudiándose, ninguna se preocupaba en disimular.


Finalmente Paula aceptó la invitación.


—¿Me ayudas con la mesa?


Pedro le quitó el bolso de la mano, lo dejó apoyado sobre el sofá y aprovechó para cerrar el portátil.


—Íbamos a comer arroz con pollo frito, Eva acaba de llegar —se apresuró a explicar.


—¿Te echo una mano con la preparación? —Paula se ofreció al ver la caja de congelados.


—Juro que con los congelados puedo, no temáis. —Los tres rieron—. Si hace falta pedimos comida por teléfono.


Finalmente Paula se animó, no creía posible que Pedro se hubiera podido acostar con su compañera.


Se deshizo de sus pensamientos contradictorios, prefería creer que no era ella. Muy suelta y familiarizada con los espacios de la casa, se encargó de preparar la mesa del comedor. Eva permaneció atenta a todos los movimientos, la seguía con la mirada aunque también colaboraba, calculaba la familiaridad que había entre ellos y se sintió molesta, pero intentó ocultar sus sentimientos.


Mientras tanto, Pedro observaba desde la cocina el ir y venir de las mujeres, intentando dilucidar lo que Eva tramaba y comenzó a sentirse incómodo. Era un momento desconcertante; si bien Eva y él tenían claro que lo ocurrido entre ellos sólo había sido un desahogo, por cómo Gonzales miraba a Paula podía casi afirmar que estaba fastidiada. 


Pensó que era probable que muy pronto comenzara a
hacer preguntas y ese pensamiento lo hizo derivar en la certeza de que no estaba dispuesto a que su compañera indagase demasiado en la vida de Paula.


Por su parte, le pareció que Pau se mostraba tranquila cuando pasaba junto a él o lo esquivaba buscando los utensilios, batía las pestañas y le dedicaba una mirada pícara que lo ponía a mil y le arrancaba escalofríos del cuerpo. Era consciente de que haber encontrado ahí a Eva la había descolocado, e imaginaba con seguridad que estaría tejiendo una y mil conjeturas en su cabeza; además, el modo altanero que había demostrado al tomar las riendas del asunto era una clara evidencia de que estaba marcando su territorio. Le gustó ese sentido de la posesión que ella marcaba sobre él, así que admiró que se sintiera así.


Se sentaron a cenar. Mientras intentaban entablar una conversación, Eva quiso dejar claro el entendimiento que había entre ellos y comenzó a referir anécdotas vividas en el trabajo. Al principio a Paula la fascinó, pues conocer esa faceta del Pedro profesional la llenó de orgullo, pero muy
pronto la situación comenzó a hacer mella en ella, ya que no le gustó ver la camaradería que había entre ellos. Eva también hablaba de su familia y de lo bien que él les había caído, y no escatimó en hacer alarde de lo fascinados que estaban con el detective. Paula se mantuvo al margen, prefirió permanecer callada mientras intentaba concentrarse en el alimento y sabía disimular muy bien, tal como siempre hacía cuando estaba junto a Manuel. De pronto se le hizo un nudo en el estómago y las lágrimas pugnaron por desbordarle de los ojos, revolvió la comida en el plato y comenzó a odiar el momento: si algo no quería era sentirse con Pedro como se sentía junto a Manuel; entonces se dio
cuenta de que había dejado de prestar atención a lo que Pedro y Eva comentaban como simple mecanismo de defensa, pues los celos la estaban corroyendo por dentro.


La detective, que por supuesto era muy perspicaz, se sintió triunfante: había logrado lo que se había propuesto, captar la atención de Alfonso y relegar a un segundo plano a la muñequita de colección que tenía sentada a su lado. No obstante, aunque Pedro había accedido a ese juego para dejar fuera de posibles interrogatorios a Paula, se percató de la apatía de ésta y, dándole ánimos, le pasó la mano sobre el hombro, y haciendo circulitos en él le habló:
—¿No te gusta la comida?


—Está riquísima —contestó ella llevándose un bocado a la boca.


Él le guiñó un ojo y continuó comiendo. Con un simple y grácil ademán trasladó la mano hacia su nuca, y la detuvo en esa zona, donde le prodigó unas caricias turbadoras que le demostraban que Eva y él podían ser camaradas en la profesión, pero con ella era diferente. Hechizada por el contacto permanente de su mano, se reprendió en silencio, se amonestó por haber tenido de pronto esos celos estúpidos que no había podido controlar y se reconfortó en la caricia, en el placer de ese ir y venir que esos dedos le brindaban con sólo rozar la base de su cuello.


Eva sintió que no podría disimular mucho más y temió estallar en ira y ponerse a hacer reproches, pero entonces se obligó a entender que no tenía derecho: ellos habían tenido sexo bueno, irrefrenable y lujurioso, pero sexo sin compromisos. Cerró los ojos y tragó saliva, esperando que no se hubieran percatado de su debilidad. En aquel instante se disculpó y se levantó para dirigirse al baño. Al quedarse sola se sintió peor aún, pues cuando pasó por el dormitorio de Pedro y miró la cama no pudo evitar recordar los momentos vividos con él; envidió y odió a Paula por tener toda su atención. Se apoyó sobre el lavabo con las palmas de las manos, se contempló con fijeza en el espejo, hizo acopio de autocontrol e inspiró y espiró varias veces.