viernes, 4 de marzo de 2016
CAPITULO 65
Había sido un día agotador por muchas razones, odiaba el papeleo en la comisaría y había tenido que lidiar con él, ya que se habían hecho varias detenciones en las que había participado. Eso, sumado a su ánimo sombrío después de haber visto a Paula por la tarde, lo había puesto de muy mal humor, hasta el punto de agarrotarle cada uno de los músculos.
Llegó a su casa y, tras ponerse ropa cómoda, se internó en el gimnasio para descargar su ira en las máquinas de ejercicio. Su rostro era un claro espejo de su interior atormentado y sus ojos centelleaban furiosos. Hizo acopio de toda su ira y con cada esfuerzo descargó su aliento, gruñendo como una fiera salvaje. Finalmente, cuando advirtió que sus músculos estaban demasiado sobrecargados, y antes de hacerse daño, salió de allí, corroído por la furia que amenazaba con no abandonarlo. Se internó en el baño e intentó relajarse bajo el chorro de agua, procurando que la ducha calmara al animal que llevaba dentro. Pedro cerró los ojos mientras apoyaba las manos sobre las baldosas de la pared y bajó la cabeza, permitiendo que el agua le cayera con fuerza en la nuca.
Soltó un alarido para deshacerse de su rabia, se sentía impotente, pero era necesario que recobrara la calma, necesitaba focalizar y encauzar sus prioridades.
Debía alejar sus tormentos, pero saber que Paula permanecía en esa casa y que en cualquier momento Wheels podía regresar lo sacaba de quicio. Se obligó a serenarse, trazó una guía mental para centrarse en los siguientes pasos que daría, necesitaba idear un plan para no alejarse de su objetivo.
Manuel Wheels se había convertido en su obsesión y necesitaba acorralarlo con pruebas irrefutables, acabar con él, era en lo único que pensaba y no hallaba la paz.
Tras otro rato bajo el agua, salió de la ducha y cogió una esponjosa toalla con la que se secó enérgicamente. Fue hacia el vestidor, buscó unos bóxer y se los puso junto con unos vaqueros que no se preocupó de abrochar, quedándose con el torso al desnudo. Fue a la cocina para prepararse la cena, abrió el congelador y miró las cajas de alimentos congelados que se acumulaban allí, decidiéndose por una que contenía arroz con pollo frito. Dispuso un wok sobre el fuego, vertió un chorro de aceite y echó el contenido de la bolsa para cocinar los ingredientes mientras revolvía continuamente; algo fácil para una persona que se consideraba una nulidad en materia culinaria.
Cuando supuso que todo estaba cocido pero crujiente, se sirvió la ración en un plato, llenó un vaso con zumo de naranja y se sentó a la mesa baja del salón ante su portátil.
Mientras comía, se preparaba para abrir el archivo encriptado que contenía la información que estaba reuniendo de Wheels y Montoya. Estaba estancado en la investigación y eso lo tenía de muy mal humor.
Leía y releía los datos que había obtenido, pero no lograba combinarlos.
El timbre sonó y lo sobresaltó, pues no esperaba a nadie.
Sorbió del vaso, se limpió la boca y se dirigió rápidamente al portero automático. Al saber quién se anunciaba cerró los ojos con un claro fastidio, pero aun así la dejó pasar. Fue rápidamente a ponerse una camiseta y con las prisas olvidó cerrar el archivo del ordenador. Llamaron a la puerta, su visitante ya estaba allí.
En cuanto abrió, Eva lo sorprendió tomando su boca por asalto, por lo que Pedro, sin mostrarse grosero, intentó rehuir sus labios. La detective se lo quedó mirando mientras intentaba entender la causa de su rechazo. No había considerado esa posibilidad mientras iba al apartamento de Alfonso; si bien desde la noche en que habían estado juntos no habían tenido más contacto que el del trabajo, ella presuponía que todo estaba claro y que ambos estaban dispuestos a satisfacer las necesidades del otro.
Pero era cierto también que la noche en que intimaron pasó algo que Eva no llegó a adivinar; aún recordaba a Pedro empapado, y no sabía cómo encajar ese detalle, no lograba desentrañar lo que había sucedido mientras ella dormía.
—Adelante.
Cuando Eva entró hizo uso de su vista de lince e indagó rápidamente la estancia, un hábito adquirido por su profesión que sólo le llevó unos pocos segundos. No obstante, Pedro también era muy perspicaz y tenía el mismo hábito que ella, así que se percató de inmediato en cómo ella fijaba la vista en el ordenador y probó a distraerla ofreciéndole algo para beber, artimaña que funcionó porque la hizo darse la vuelta. La distrajo con una charla locuaz, mientras Pedro descorchaba y servía una copa de vino blanco para cada uno. Tras algunos minutos el ordenador entró en modo de reposo y la pantalla finalmente dejó de mostrar el documento que Pedro tenía abierto.
—Creo que he interrumpido tu cena —dijo la detective mientras miraba hacia la mesa baja.
—¿Has cenado tú? —preguntó Pedro.
Ella negó con la cabeza; en aquel momento Alfonso cogió la caja de congelados que aún descansaba sobre la encimera y se la enseñó.
—¿Te gusta el arroz con pollo frito?
—¿Cocinarás tú?
—Prometo no envenenarte. —Ambos rieron y Eva asintió.
Pedro se puso a preparar la comida y a remover sin parar.
La detective Gonzales se acercó peligrosamente y tras meter la mano bajo la camiseta de Alfonso le acarició la cintura y los abdominales. Él se tensó.
—Creo que hoy no tengo un buen día —le dijo excusándose.
De pronto, el ruido de la llave en la puerta hizo que prestaran atención y se apartaran de inmediato.
La puerta se abrió y Paula entró en el apartamento. Allí se encontró con la mirada de Pedro y Eva.
Se frenó en seco.
—Hola —saludó evidenciando una gran timidez.
Se quedó sorprendida y recordó rápidamente a Eva como la mujer que lo acompañaba aquel día en la tienda; de inmediato se preguntó qué hacía allí con él, en una actitud tan cotidiana. Recordó también a la pelirroja que dormía junto a Pedro y una punzada en su estómago se instaló como una daga.
— Eh, ¡qué sorpresa!
Pedro intentó demostrarle que nada era como lo estaba imaginando. Retiró el wok del fuego y salió a su encuentro, la besó inocentemente en los labios y la cogió de la mano.
—Maite —él le hizo un guiño cómplice que ella comprendió de inmediato, le estaba pidiendo que fingiera—, te presento a la detective Gonzales, mi compañera.
Paula intentó tranquilizarse, esa mujer no podía ser la que estaba con Pedro aquella noche.
Maldijo el estupor que había sentido ese día, puesto que le había impedido fijarse con detenimiento.
«Qué cínico, ahora soy la detective Gonzales. Vaya, vaya, Alfonso, ya entiendo el porqué de tu rechazo.»
Eva estiró la mano, a la vez que salía de la isla de la cocina.
—Encantada, Maite, soy Eva.
—Lo mismo digo, es un placer conocerte.
—Estábamos a punto de cenar, ¿te apuntas? —dijo Pedro.
Las dos mujeres, se miraban con desconfianza y estudiándose, ninguna se preocupaba en disimular.
Finalmente Paula aceptó la invitación.
—¿Me ayudas con la mesa?
Pedro le quitó el bolso de la mano, lo dejó apoyado sobre el sofá y aprovechó para cerrar el portátil.
—Íbamos a comer arroz con pollo frito, Eva acaba de llegar —se apresuró a explicar.
—¿Te echo una mano con la preparación? —Paula se ofreció al ver la caja de congelados.
—Juro que con los congelados puedo, no temáis. —Los tres rieron—. Si hace falta pedimos comida por teléfono.
Finalmente Paula se animó, no creía posible que Pedro se hubiera podido acostar con su compañera.
Se deshizo de sus pensamientos contradictorios, prefería creer que no era ella. Muy suelta y familiarizada con los espacios de la casa, se encargó de preparar la mesa del comedor. Eva permaneció atenta a todos los movimientos, la seguía con la mirada aunque también colaboraba, calculaba la familiaridad que había entre ellos y se sintió molesta, pero intentó ocultar sus sentimientos.
Mientras tanto, Pedro observaba desde la cocina el ir y venir de las mujeres, intentando dilucidar lo que Eva tramaba y comenzó a sentirse incómodo. Era un momento desconcertante; si bien Eva y él tenían claro que lo ocurrido entre ellos sólo había sido un desahogo, por cómo Gonzales miraba a Paula podía casi afirmar que estaba fastidiada.
Pensó que era probable que muy pronto comenzara a
hacer preguntas y ese pensamiento lo hizo derivar en la certeza de que no estaba dispuesto a que su compañera indagase demasiado en la vida de Paula.
Por su parte, le pareció que Pau se mostraba tranquila cuando pasaba junto a él o lo esquivaba buscando los utensilios, batía las pestañas y le dedicaba una mirada pícara que lo ponía a mil y le arrancaba escalofríos del cuerpo. Era consciente de que haber encontrado ahí a Eva la había descolocado, e imaginaba con seguridad que estaría tejiendo una y mil conjeturas en su cabeza; además, el modo altanero que había demostrado al tomar las riendas del asunto era una clara evidencia de que estaba marcando su territorio. Le gustó ese sentido de la posesión que ella marcaba sobre él, así que admiró que se sintiera así.
Se sentaron a cenar. Mientras intentaban entablar una conversación, Eva quiso dejar claro el entendimiento que había entre ellos y comenzó a referir anécdotas vividas en el trabajo. Al principio a Paula la fascinó, pues conocer esa faceta del Pedro profesional la llenó de orgullo, pero muy
pronto la situación comenzó a hacer mella en ella, ya que no le gustó ver la camaradería que había entre ellos. Eva también hablaba de su familia y de lo bien que él les había caído, y no escatimó en hacer alarde de lo fascinados que estaban con el detective. Paula se mantuvo al margen, prefirió permanecer callada mientras intentaba concentrarse en el alimento y sabía disimular muy bien, tal como siempre hacía cuando estaba junto a Manuel. De pronto se le hizo un nudo en el estómago y las lágrimas pugnaron por desbordarle de los ojos, revolvió la comida en el plato y comenzó a odiar el momento: si algo no quería era sentirse con Pedro como se sentía junto a Manuel; entonces se dio
cuenta de que había dejado de prestar atención a lo que Pedro y Eva comentaban como simple mecanismo de defensa, pues los celos la estaban corroyendo por dentro.
La detective, que por supuesto era muy perspicaz, se sintió triunfante: había logrado lo que se había propuesto, captar la atención de Alfonso y relegar a un segundo plano a la muñequita de colección que tenía sentada a su lado. No obstante, aunque Pedro había accedido a ese juego para dejar fuera de posibles interrogatorios a Paula, se percató de la apatía de ésta y, dándole ánimos, le pasó la mano sobre el hombro, y haciendo circulitos en él le habló:
—¿No te gusta la comida?
—Está riquísima —contestó ella llevándose un bocado a la boca.
Él le guiñó un ojo y continuó comiendo. Con un simple y grácil ademán trasladó la mano hacia su nuca, y la detuvo en esa zona, donde le prodigó unas caricias turbadoras que le demostraban que Eva y él podían ser camaradas en la profesión, pero con ella era diferente. Hechizada por el contacto permanente de su mano, se reprendió en silencio, se amonestó por haber tenido de pronto esos celos estúpidos que no había podido controlar y se reconfortó en la caricia, en el placer de ese ir y venir que esos dedos le brindaban con sólo rozar la base de su cuello.
Eva sintió que no podría disimular mucho más y temió estallar en ira y ponerse a hacer reproches, pero entonces se obligó a entender que no tenía derecho: ellos habían tenido sexo bueno, irrefrenable y lujurioso, pero sexo sin compromisos. Cerró los ojos y tragó saliva, esperando que no se hubieran percatado de su debilidad. En aquel instante se disculpó y se levantó para dirigirse al baño. Al quedarse sola se sintió peor aún, pues cuando pasó por el dormitorio de Pedro y miró la cama no pudo evitar recordar los momentos vividos con él; envidió y odió a Paula por tener toda su atención. Se apoyó sobre el lavabo con las palmas de las manos, se contempló con fijeza en el espejo, hizo acopio de autocontrol e inspiró y espiró varias veces.
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