viernes, 4 de marzo de 2016
CAPITULO 64
La lluvia arreciaba en Manhattan, el amanecer lo había sorprendido con un aguacero que parecía eterno. El otoño, bien entrado en la ciudad, se caracterizaba por el rojo cerúleo y por el amarillo oro de los árboles en los parques, que proveían a los que los transitaban una vista casi de postal.
Era una fría tarde, y el clima la hacía aún más inhóspita.
Paula pensó que era ideal para quedarse en el estudio, bebiendo litros de café y pintando mientras oía una selección de música de Leona Lewis. La tentación era grande, ya que por esos días disfrutaba de la soledad de la casa mientras Wheels estaba en Washington desde hacía dos semanas.
Pero aunque era un plan muy tentador, desistió de esa premisa porque realmente disfrutaba de su actividad de los jueves.
A eso de las dos de la tarde, Paula llegó asistida por Dylan a la catedral de San Juan el Divino en el número 1047 de la avenida Ámsterdam, sede del arzobispado de la iglesia episcopal de Nueva York. El guardaespaldas estacionó el coche, retiró varios paquetes del maletero y ayudó a Paula a bajar. La cubrió con un amplio paraguas para resguardarla de la lluvia y se encargó de acarrear las provisiones que cada semana llevaban al lugar.
Tras atravesar el colosal pórtico de bronce, llamado el Portal del Paraíso, Paula Chaves ingresó en la catedral anglicana más grande del mundo, según el libro Guinness. Como cada vez que entraba en la nave de la iglesia, no pudo dejar de maravillarse por el espectáculo de luces que se proyectaba en el interior a través del rosetón, compuesto por más de diez mil piezas de cristales de colores; la artista que anidaba en Paula la llevaba a maravillarse y a sentirse subyugada por el espectáculo. Se santiguó, y aunque lo conocía casi de memoria, admiró una vez más la arquitectura y el arte del lugar.
Dylan, mientras tanto, se dedicó a dejar los suministros para el comedor comunitario que funcionaba los domingos, ese fin de semana además tocaba la ya tradicional revisión de VIH que se llevaba a cabo una vez al mes, así que también se encargó de dejar el material para que se ejecutasen las pruebas de detección y prevención. Por su parte, Pau también colaboraba en el programa de la diócesis Carpenter ’s Kids o Niños del Carpintero, que ayudaba a los huérfanos del VIH/sida en Tanzania. Ella era, entre otras cosas, la encargada de obtener fondos de contribuciones dirigidas a la Congregación de San Salvador, en la que el objetivo principal de la misión era asegurar que cada Kid Carpenter recibiera un uniforme, un par de zapatos y útiles escolares adecuados para que pudieran asistir a la escuela primaria.
Con esos fondos también se les proporcionaba el desayuno en los días lectivos. Además, Paula colaboraba en eventos especiales como la Feria de Artesanía, que se lleva a cabo en diciembre, y ya estaban empezando a hacer planes. La única parte que odiaba de la obra en la que colaboraba con abnegación era que Manuel la usase para beneficio propio, aunque de no ser así el senador jamás la dejaría acercarse y mezclarse con la pobreza.
—Muchas gracias, Dylan, me quedaré un rato rezando y luego iré a ver a los niños, al reverendo y a las voluntarias. Si lo necesito para algo lo llamaré.
—Estaré en el coche esperándola, señora.
Paula se quitó los guantes, se desabrochó el abrigo de lanilla que llevaba puesto y se encaminó a paso seguro por la nave central, donde encendió una vela votiva. Luego se dirigió al deambulatorio, situado detrás del coro, caminando de puntillas para que sus tacones no retumbaran. Pasó por la
capilla del trabajo, levantada en honor a los bomberos y especialmente a los caídos en los atentados del 11 de septiembre de 2001; junto a la escultura conmemorativa dejó una pequeña ofrenda floral.
Después de elevar una plegaria por esos héroes se dirigió a la capilla dedicada a san Marcos, donde se erige el Monumento Nacional del SIDA; allí se arrodilló en el reclinatorio y elevó en silencio una oración por todos los enfermos.
Como si de un hábito seguido al pie de la letra se tratase, se levantó y se encaminó hacia el arco de Pearl Harbor. Al llegar dirigió la mirada hacia el oeste para admirar la luz natural que entraba por las ventanas de la nave y que creaba, casi de manera dramática, un tono crepuscular muy azulado, se impregnó y disfrutó con las sensaciones. Luego anduvo hasta el cruce y admiró desde ahí el ábside y el coro, y finalmente llegó al altar mayor, se arrodilló en un reclinatorio y oró durante un largo rato:
«Dios misericordioso, te pido piedad, soy tan sólo una pobre pecadora que hoy viene en busca de tu perdón. Transito por esta vida en búsqueda de paz y vengo a rogarte para que me ayudes a encontrarla en el camino que has designado para mí. Sé que no me abandonarás, sé que siempre estarás para protegerme, en ti confío.
»Cuando me desposé con Manuel prometí que lo sería hasta que la muerte nos separe, pero tú más que nadie sabes que si sigo a su lado eso ocurrirá muy pronto. Temo por mi vida, creo que el Maligno se ha apoderado de él. Mi cuerpo, mi mente y mi voluntad han soportado mucho, pero he llegado a un punto en que ya no puedo hacerlo más.
»Te suplico clemencia, ya que su alma se ha tornado oscura. Dios, Señor mío, él también forma parte de tu rebaño, te lo pido por él en el nombre del amor que una vez nos tuvimos.
»Protégenos del mal, que se empeña en caer sobre mi familia y mis afectos, te pido que intercedas para librarnos de él.
»Ilumina mi camino y permíteme transitarlo junto al hombre que hoy amo. Pedro, con sus atenciones, se ha adueñado de mi corazón herido, y lo está sanando de las heridas que ha recibido.
Permíteme ser feliz a su lado, bendice nuestro amor con tu misericordia. Gracias, Dios mío».
Rogó con infinita fe y sintió que su Dios la había escuchado.
Se puso en pie y se hizo la señal de la cruz.
Estaba tan concentrada en su rezo que no lo había advertido, pero Pedro Alfonso estaba allí. Sabía que asistiría y la había esperado, siguiéndola en silencio con mucha cautela y gran disimulo.
A decir verdad él no era un creyente fervoroso, pero estar ahí había potenciado su ánimo: «Dios,la amo, dame fuerzas para protegerla, dame vida para hacerla feliz y sabiduría para alejarla del mal que la amenaza». Desde una distancia prudencial había probado una súplica desmesurada.
Paula se puso de pie, y se dirigió hacia la capilla de san Salvador, donde frente al altar, y notablemente emocionada, también elevó una plegaria. De pronto percibió que alguien se situaba a su lado, pero no le prestó demasiada atención, ya que intuyó que se trataba de otro fiel, así que siguió elevando su ruego. En ese mismo instante una mano cogió la suya y sobresaltada miró a ver quién era.
Casi se muere de la emoción cuando comprobó que Pedro la sujetaba, habría querido lanzarse a sus brazos pero se contuvo:
—Mi amor, nos pueden ver. —Miró rápidamente hacia los lados y temió no contener las ansias de abrazarlo mucho más.
—Lo siento, sé que ha sido una imprudencia, pero aunque creí que podría limitarme a admirarte y a permanecer alejado de ti, me ha sido imposible conseguirlo.
En unos pocos segundos la arrastró tras una columna y la besó con desespero. Le quitó el aliento con el beso y él también perdió el suyo. Se separaron, ella reprimió una sonrisa.
—Estás loco, pero me encanta tu locura.
—Sí, por tu culpa perderé la razón.
La estrechó nuevamente contra él y volvió a besarla. Se apartó a regañadientes, sólo porque un viso de cordura de pronto lo invadió, haciéndolo caer en la cuenta de dónde estaban.
—Te extraño, Pedro, te necesito mucho. —El tono de su voz dejó salir toda su amargura.
—Yo también, no te imaginas cuánto. —Pedro la abrazó con fuerza hasta casi comprimirle los pulmones, no quería dejarla ir. Se miraron a los ojos, y aunque sabían que era una imprudencia estar allí de esa forma, no lograban separarse.
—Vuélveme a besar —le rogó ella.
Un caos de pensamientos se aglomeraban en sus mentes, un tropel de frases pugnaban por salir en aquel momento, pero ambos sabían que no era sensato tomarse más tiempo.
Separaron sus labios, tras engullirse una vez más con desesperación.
—Ve, vete a hacer lo que sea que hayas venido a hacer, porque si continúo teniéndote así de cerca, te cargaré sobre mi hombro, te sacaré de aquí y te meteré en el coche, donde te desnudaré y te haré el amor.
—Detective Alfonso, creo que eso que ha dicho es más que tentador. No me ha convencido para que me vaya, en realidad lo que anhelo es sólo eso y nada más que eso que me acaba de proponer.
—No me tientes, Paula, te juro que es lo que en este momento más deseo. —Apoyó la frente en la de ella, temiendo la respuesta a lo que le iba a preguntar—. ¿Ha regresado?
—Aún no, sigue en Washington. Un besito más, sólo un beso más y me voy. —Noah la complació, el placer de ella era también el suyo.
No obstante, aunque ella sabía que debía irse, no pudo resistirse a la tentación de robarle otro beso más.
—Eres mortífera, vas a matarme de anhelo. Perversa, vete ya de una vez.
—Adiós, mi amor, gracias por la hermosa sorpresa. Y no estés intranquilo, te prometo que sabré cuidarme.
Marchó a paso seguro mientras se tocaba los labios y sonreía extasiada; miles de mariposas bullían aleteando en su estómago y una necesidad la envolvía haciéndola arder de deseo. Pugnaba en sus sentimientos la lógica de actuar con cuidado ante la desmesura que ese hombre le provocaba. Por un momento fantaseó con darse la vuelta y buscarlo para admirarlo una última vez, pensó si era prudente, pero entonces se dijo que nada de lo que allí acababa de ocurrir había sido prudente. Aplacó sus ansias y se volvió para buscarlo, pero no lo halló. ¿Acaso había sido un sueño? Ella sabía que no lo era porque aún sentía el fragor de sus besos y la caricia de su lengua.
Debía concentrarse en lo que había ido a hacer a la catedral, pero después de aquellos besos a escondidas le iba a costar un esfuerzo.
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