martes, 23 de febrero de 2016

CAPITULO 32






Llegaron a La Soledad, que era como se llamaba la finca. 


Paula estaba muy risueña, pues la pinta de cerveza y el vino con que habían acompañado los mariscos habían revitalizado su humor.


El enorme recibidor de la mansión los acogió en la fría noche de Austin, proporcionándoles de inmediato cobijo y bienestar. Noah tenía toda la intención de ir directo hacia la planta superior.


—¿Qué pasa?


—Voy por un vaso de agua fría, creo que el alcohol se me ha subido un poco.


Paula cerró los ojos, frunció la boca y se tambaleó, demostrándole que estaba algo nublada y volátil.


—Te acompaño.


Caminó a su lado cogiéndolo de la cadera, entraron en la cocina y Pedro, en un movimiento que no le causó mayor esfuerzo, la cogió por la cintura y la sentó sobre la mesa de la isla central.


—Quédate aquí, ya te traigo el agua.


Paula esperó paciente, apoyando las manos en el mármol, mientras seguía con la mirada todos los movimientos de su detective. Se quitó la chaqueta que llevaba puesta y la dejó caer al suelo, pues la calefacción no la hacía necesaria y la visión de su hombre mucho menos. Cuando Pedro se acercó
se encontró con una mirada lasciva; la subyugaba hasta tal punto que a ella le parecía irreal sentir los calores que sentía en pleno otoño. Con desparpajo, se pasó la lengua por los labios y luego cogió el vaso que él le ofrecía. Se bebió el agua de un sorbo. Cuando la acabó dejó el vaso apoyado en la encimera y abrió ligeramente las piernas en actitud seductora llamando a Pedro para que se acercara a ella.


—Vayamos a la cama, ayúdame a bajar —le dijo mientras él se situaba en el hueco que ella le había hecho entre sus piernas.


Alfonso tenía toda la intención de hacer lo que ella le pedía, pero con tan sólo posar las manos en su cintura sintió cómo su sexo cobraba vida propia. Se acomodó entre sus piernas y bajó las manos hasta las caderas, tomándola con fuerza de ellas y situándose de manera que, al afirmarla contra su cuerpo, Paula pudiese sentir lo excitado que estaba. Ella tenía las manos apoyadas en sus hombros, ladeó la cabeza para echar el cabello hacia un lado y ofrecerle su cuello. Pedro resopló como un toro bravo y se cobijó en su cuello mientras inhalaba como un poseso su olor, sacó la lengua y le dejó unos besos húmedos en él.


Paula lo cogió del rostro con ambas manos y lo admiró; presa del ardor que Pedro desataba en ella, de manera poco delicada le acarició los labios con el índice y fue suficiente para que él tomara su boca. Le mordió los labios, los succionó sin sutileza ni cortesía, los consideró suyos, exclusivos, los arrebató como quiso.


De pronto se encontró con sus manos acariciando desmedidamente sus pechos y gimiendo en su boca. 


Alocado, sediento, borracho de tanto placer, cogió la camiseta por abajo y se la quitó, admiró sus pechos, que se transparentaban bajo el encaje del sujetador, y los deseó de manera irrefrenable.


Paula comprendió su mirada cargada de erotismo, llevó las manos al cierre de la espalda, desabrochó la prenda y con un movimiento muy sensual la deslizó por sus brazos dejándola caer al suelo. Pedro se relamió y apresó uno de sus senos con la boca, acarició el pezón con la lengua en todas direcciones hasta que la oyó gemir y suplicar de apasionamiento. Levantó la cabeza para mirarla con lujuria. 


Presa de esa mirada mordaz y del trato despiadado que habían recibido sus pezones, ella levantó las manos para quitarle la camisa y comenzó a desabotonarle los botones con urgencia, pero éstos le parecían interminables; él la ayudó con los de la manga y acabaron rápidamente de quitársela, ansiaba regresar al lugar que había abandonado. 


Volvió a apresarle los pechos con las manos y los labios y se perdió en ellos.


Cautivo de su frenesí, de pronto la tumbó sobre la encimera, provocándole una sacudida en el cuerpo por el contacto con el mármol helado, pero los besos apagaron el estremecimiento y el ardor regresó.


Alfonso, con sus versadas manos, resiguió el largo de sus piernas hasta quitarle el calzado y subió hasta la cremallera para desabrocharle el pantalón. Ante la urgencia que sentía por poseer a esa mujer, volvió a invadir su boca y finalmente, sin dejar de besarla, consiguió desabrocharle los pantalones; ella lo ayudó levantando las caderas y en un solo movimiento le quitó también las bragas.


Pedro disfrutó del placer extraordinario que tenía ante sus ojos: Paula desnuda sobre la encimera era un alborozo inacabable.


Se maravilló de las formas de su cuerpo y vagó con la mano definiendo las curvas que se manifestaban ante él mientras ella se retorcía con su tacto. Iapso facto, Pedro comenzó a desvestirse, se quitó las Converse sin desanudarlas y a tirones se despojó de los vaqueros. Sus bóxeres estaban a punto de explotar, su erección era sumamente manifiesta.


La cogió de las nalgas y la situó en el borde del mármol, le levantó ambas piernas dejándola expuesta para él y se agachó ligeramente para lamerla. Con la lengua, le rodeó los pliegues de la vagina, repasándola una y otra vez; luego la tensó para acariciarle el clítoris hasta casi hacerla estallar en un orgasmo. Intentando moderar su excitación, se apartó y se quedó mirándola unos instantes, disfrutando de su belleza. Finalmente se deshizo de los calzoncillos, que se deslizaron por sus piernas hasta los tobillos, se ayudó moviendo los pies y los hizo a un lado.


Con bravura, cogió su erección y la situó en el acceso que Paula le facilitaba; ella se mostraba mansa y serena. Lentamente se introdujo en ella mientras se aferraba con las manos a su cuerpo.


Como un prefacio de lo que vendría, ambos sintieron la magia al entrar sus cuerpos en contacto; Pedro entró y salió varias veces mientras Paula arqueaba su cuerpo para encontrarlo en cada embate.


Sus sexos eran una conjunción extraordinaria, parecían Saturno y Júpiter en plena alineación en el solsticio de invierno.


Se fusionaban a la perfección, con armonía y en sincronía. 


Sus cuerpos se sentían como en medio de una profecía: lo que allí estaba ocurriendo no se trataba de astronomía, ni astrología, ni geomancia, tampoco de genética, ni medicina; era más bien un proceso de física cuántica, la unión perfecta entre la ciencia y la espiritualidad del deseo que ellos sentían.


Siguieron contoneándose, construyendo en sus entrañas con perfecta fricción el aniquilamiento, que llegaría de un momento a otro; podía verse por el inminente arrobamiento de su piel, estaban indefectiblemente a punto de encontrar el alivio ansiado. Sus miradas eran intensas, oscuras, sus sensaciones estaban todas centradas en el acoplamiento de sus cuerpos. Después de varias embestidas más, de cambiar el ritmo por momentos y retomarlo por otros, se dejaron ir, se entregaron al placer inconmensurable que sus cuerpos les proporcionaban y llegaron a un orgasmo mortífero que ya no pudieron ni quisieron detener. Paula gritó su nombre mientras le exigía que no parase; Alfonso, ronco y poderoso, emitió un clamor mientras se descargaba en ella. La bañó con su panacea y se consumió de placer.


Satisfecho, y casi sin restos en su cuerpo, el detective se dejó caer sobre el pecho de su amante, ansioso por recobrar el aliento. Paula, agradecida por el momento compartido, lo acarició hundiendo los dedos en su cabello, luego bajó las manos y las pasó por su espalda una y otra vez, hasta que sintió cómo la respiración de ambos comenzaba a calmarse. 


Consciente de que no podía seguir en esa posición, ya que la cocina no era el lugar más indicado para estar así, Pedro le dio un beso en medio de los pechos y se retiró de ella.


En ese preciso momento él cayó en la cuenta de lo que había ocurrido. El pánico se hizo evidente en su rostro y no pudo ocultarlo.


—¿Qué sucede? —preguntó ella alarmada.


—Perdón, nena, no sé qué me ha pasado.


Pedro, no me pidas perdón, ha sido maravilloso.


Se sentó en la encimera y él la ayudó a bajar. Paula fue por papel de cocina para limpiarse,mientras Pedro, aún pasmado, seguía sin moverse.


—¿Por qué te arrepientes de lo que ha pasado? A mí me ha parecido hermoso.


Ella estaba aferrada a su cintura, mientras él sólo atinaba a agarrarse la cabeza.


—Es que... —Miró su sexo—. No me he puesto preservativo, ninguno de los dos nos hemos detenido. Lo que he hecho es sencillamente imperdonable, parezco un inexperto que no ha pensado en las consecuencias y que solamente se deja llevar por el deseo.


Ella, entendiendo su preocupación, comenzó a reír.


—Tranquilo, detective, sé que usted y yo somos personas sanas.


—Maite, no es solamente por eso.


Ella lo miró pensativa.


—Deja de angustiarte, no estoy en mis días fértiles.


—Aun así, es una falta de responsabilidad.


—Te aseguro que no me has dejado embarazada.


—No me lo perdonaría.


—No tendrás que perdonarte nada, sé lo que te digo.


Paula le resiguió las facciones del rostro y le acarició el entrecejo para que suavizara el gesto de preocupación.


Abandonando su abrazo, maldijo no haberse detenido, pues ella sí se había dado cuenta de lo del preservativo; ahora toda la magia del momento anterior se había perdido. Se inclinó, cogió la camisa de Pedro y se la colocó mientras él se ponía el calzoncillo.


—¿Cómo te protegías con tu ex? ¿Tomas la píldora? —Pedro seguía preocupado.


—Hace unos años él se hizo la vasectomía.


—¿No pensasteis en tener hijos?


Paula, mientras comenzaba a caminar para salir de la cocina, emitió una honda espiración.


—Cuando nos casamos, imaginábamos el momento de tener una familia propia y soñábamos con eso. Pedro la seguía, subían la escalera—. Luego su profesión lo absorbió tanto que él decidió que no era conveniente que por el momento tuviéramos descendencia, pero yo ansiaba ser madre. Así que me quedé embarazada a propósito.


Pedro se frenó en seco y la agarró por el codo.


—¿Tienes un hijo?


Paula lo miró estudiando la expresión en su rostro. Y le contestó con voz muy firme: —Si tuviese un hijo estaría a mi lado, jamás me habría ido sin él. —Él la miró y se sintió apenado por haberle hecho esa pregunta—. Estaba de poco más de tres meses cuando sufrí un aborto. Necesitaba ser madre, cada día me sentía más sola. Sé que no estuvo bien la decisión que tomé por mi cuenta.


—Lo siento.


—Luego él se operó, porque quería esperar a que nos asentáramos para tener familia, y como ya no confiaba en mí...


Siguieron ascendiendo en un incómodo silencio y entraron en el dormitorio principal evitando mirarse.


Ambos se metieron en la cama y observaron el techo, cada uno sumido en sus pensamientos.


Paula se dio la vuelta y colocó la cabeza sobre su pecho; él la abrazó de inmediato.


—¿Sigues preocupado?


—Sí.


—Tienes razón, no hemos sido responsables, pero conozco mi cuerpo y te repito que no estoy en mis días fértiles; en cuatro días me toca el periodo, así que no hay de qué preocuparse, de verdad. De todas formas te comprendo, aunque lamento que se haya arruinado el bonito momento que hemos pasado.


—Yo también lo lamento. Es que no entiendo cómo me he dejado llevar de esa forma.


—No seas tan duro contigo mismo, nos ha superado el instante.


—Ésa no es una razón de peso.


—Deja de angustiarte. Comenzaré a tomar la píldora para que no nos vuelva a pasar, pero soy muy regular y mis ciclos siempre son de veintiocho días. ¿Quieres que busquemos en internet cómo se calculan los días fértiles?


—No es necesario.


—Pero te dejaría más tranquilo.


—No se trata solamente de mi tranquilidad, sino de que siempre he criticado a mi padre por no cuidar a mi madre y mira lo que he hecho yo ahora.


—Chist, no te agobies. Tú no eres él.


—Por supuesto que no soy él, jamás dejaría un hijo tirado, aunque tú y yo no terminemos juntos.


Paula se aferró con fuerzas a su cuerpo, la asustó pensar en que ellos podían dejar de estar juntos.


Hacía poco que se conocían, pero su cuerpo ardía a su lado, sus entrañas, que antes estaban adormecidas, habían vuelto a despertar, a vibrar: él la hacía sentir mujer, amiga, amante y muy deseada.


—Supongo que tienes razón, no es seguro que sigamos juntos.


Pedro notó la angustia en sus palabras.


—Eh.


Se movió para quedar frente a ella, pero Paula fue más rápida y se puso de pie saliendo de su abrazo.


No estaba segura de sus emociones y no quería que todo terminase así; debía ser consciente de que en realidad sólo estaban en una antesala de apasionamiento y no podía bajo ningún punto de vista exigirle más compromiso.


—¿Por qué te apartas de mí?


Pedro se había levantado tras ella, que permanecía junto a la ventana. Paula cogió aire y decidió mirarlo a la cara.


—No me hagas caso, regresemos a la cama.


—Quiero que me digas qué te pasa, sabes que puedes decírmelo todo. —La miró a los ojos, infundiéndole confianza.


—Es que... no es lógico que me sienta así; sé que es muy pronto, pero...


—Vamos, no des más vueltas y dilo.


—No me ha gustado pensar en que podíamos alejarnos, pero entiendo que apenas estamos conociéndonos.


—Tampoco pienso en alejarme de ti, tampoco lo quiero. Hoy te he dicho que siento cosas importantes y no te he mentido, pero al decir que no sabía si terminaríamos juntos me refería a que no tenemos todas las respuestas a lo que pueda ocurrir en el futuro.


—Lo sé, no soy tan necia, solamente me he sentido insegura, no me hagas caso.


La acogió con ímpetu mientras sus brazos se cerraban en su cuerpo; Paula, gustosa, se acurrucó en ellos. La escasa luz nocturna que entraba por la ventana iluminó a los amantes, que se cernían en un abrazo interminable, un abrazo que ninguno deseaba que acabara. Para ambos era muy reconfortante sentir el calor que sus cuerpos irradiaban, y se resistían a abandonarse. Paula levantó la cabeza y la tiró hacia atrás para encontrar la mirada de Pedro. Un rayo de luna iluminaba sus ojos y reverberaba su mirada ambarina, una mirada que expresaba lo mismo que sus cuerpos: necesidad, cariño, ilusión.


—Vamos a acostarnos, la noche es fría para que estemos quietos aquí.


—Me gustas demasiado, Pedro, me siento viva a tu lado.


—Ven conmigo.


La cogió de la mano y la guio hacia la cama. Sus vidas estaban desordenadas por las emociones que experimentaban, todo cambiaba, y a ratos esto los pillaba por sorpresa y no sabían cómo lidiar con los sentimientos que surgían.


Incluso Pedro se sintió descolocado al pensar que su esposo realmente había sido muy importante en su vida; le causó dolor saber que lo había sido hasta el punto de querer tener descendencia con él.


Intentó deshacerse de esos pensamientos, no era ninguna novedad que ella había tenido un pasado, así que para qué agobiarse cuando él pretendía ser su presente y su futuro.


Se dijo finalmente que debía centrarse en eso






CAPITULO 31





The Ginger Man no estaba lejos, a tan sólo quince minutos de donde se encontraban. Cuando entraron, el ambiente era bastante ruidoso y estaba casi a tope. Paula se quedó fascinada con el lugar, y lo que más le impactó fue la larga barra con infinidad de cervezas para elegir; era uno de esos bares con historia, un clásico de Texas.


Se sentaron muy juntos en un lugar apartado en el área de sofás, uno de los pocos que quedaban libres; habían pedido una pinta de 512 IPA, una clásica cerveza texana de color ámbar.


—¿Te gusta el lugar?


—Me encanta, además, en mi vida he tomado una cerveza tan rica como ésta.


—Creí que dirías que la compañía es lo que más te gustaba.


—Eso no es necesario decirlo, sabes que no existe mejor compañía para mí que tú. —Se dieron un beso.


—Creo que mi entrepierna te reclama.


Pedro... —Ella miró hacia todos lados, ruborizada.


—Dame otro beso.


La cogió por la nuca y volvió a reclamar sus labios, atrapándolos en su boca. Paula sintió que una fascinación los envolvía y se dejó llevar por el erotismo que ese hombre le provocaba, se olvidó de todo, del lugar donde estaban, de la gente que los rodeaba y disfrutó de su aliento, de su sabor.


—Definitivamente... —Pedro le cogió la mano y se la apoyó en su abultada cremallera—, mi bragueta está en apuros a causa de tus besos.


Ella miró para ver si alguien los observaba, pero todo el mundo parecía ensimismado en lo suyo, así que no quitó la mano, lo contempló con lascivia y jugueteó con sus dedos ansiosos sobre ella.


—Terminemos pronto la cerveza, creo que mi cuerpo también reclama el tuyo.


Ambos se rieron. En ese momento, un grupo que se presentaba esa noche en el lugar comenzó a cantar I’m a man, * de Bo Didley, y Pedro se la tarareó al oído.


—¡Detective Alfonso! —Paula se acercó al oído para hablarle—. Es usted una caja de sorpresas, no sabía que cantara tan bien.


—Hay muchas cosas que no sabes de mí, un día de éstos te daré un concierto para ti sola. Ahora mi plan es otro, ya te lo he dicho: en una hora a más tardar quiero estar perdido en ti.


—Pues terminemos pronto nuestras cervezas.


Mientras terminaban las bebidas, Pedro pasó el brazo por encima del respaldo y le dio unas sutiles caricias en el hombro. Con la otra mano tamborileaba su pinta al ritmo de la canción y a ratos se acercaba al cuello de Paula para besarlo. Ella estaba muy alegre y entusiasmada; escucharon dos canciones más y se marcharon.




CAPITULO 30





Alfonso condujo hasta Arboretum Boulevard, un lugar muy cercano al centro de la ciudad y a tan sólo diez minutos de la finca. Tras aparcar el coche descendió y lo sorprendió una fría ventisca. Dio rápidamente la vuelta para ayudar con mucha gentileza a que su bella acompañante bajara del vehículo.


—¡Qué frío!


—Ha descendido la temperatura, creo que lloverá —la rodeó con el brazo tomándola del hombro —; apresurémonos.


Pedro se sentía desorientado por momentos ante sus sentimientos, lo que esa mujer le producía no lo había experimentado con ninguna otra, pero de algo estaba seguro: no estaba dispuesto a frenar sus impulsos, ni mucho menos a escatimar sus sensaciones; le encantaba disfrutar luciéndose con ella sin tener que preocuparse por ser reconocidos por alguien, aunque eso a él lo tenía sin cuidado, pero sabía que ella aún se sentía demasiado insegura y pretendía darle confianza. Comenzaron a alejarse del parking del restaurante y accionó el mando a distancia para cerrar el Cadillac ATS Coupé.


Inmersos en su mundo, caminaron risueños y apresurados, ella agarrada de su cintura.


—Creo que ha sido una buena idea venir a Austin.


—Yo también lo creo, me encanta poder caminar a tu lado despreocupada.


—Muy pronto lo solucionaremos todo, y verás que no deberemos alejarnos de Nueva York para hacerlo.


Él se mostraba siempre muy confiado en lo que decía y le contagiaba el entusiasmo. Paula quiso creer que tenía razón y, mirándolo fijamente, inspiró con fuerza para impregnarse de su aroma tan varonil.


Caminaron escasos metros hasta la entrada de Eddie V’s, un lujoso restaurante con un ambiente muy parecido a los de Nueva York. En la entrada, Pedro la cogió por la cintura y la acompañó con la palma de la mano para que entrase, muy pegadito a ella y sin perder el contacto. Por primera vez en su vida le agradó tener los medios suficientes para halagar a Paula como él consideraba que ella merecía, y también por primera vez no renegó del dinero de su padre.


Después de hablar con el relaciones públicas se acercaron hasta la barra para tomar una copa. La parte del bar se veía imponente dentro del moderno local, donde destacaba una lámpara de formato ovalado montada sobre una estructura de acero y caireles que parecía suspendida sobre el amplio mostrador. Se sentaron en las sillas altas de madera oscura y respaldos de cuero mientras esperaban que se desocupara alguna mesa. Paula echó una mirada general al sitio, que le pareció muy elegante y sofisticado. Sonaba un blues, y estaba segura de que conocía la canción, así que hizo un esfuerzo por recordar el título: Little black submarines. * Miró el comedor del local, donde las mesas estaban vestidas con mantelerías blancas y bastante distanciadas unas de las otras, ofreciendo, según el parecer de Paula, suficiente intimidad a los comensales para que las conversaciones no se mezclaran entre sí.


—¡Qué lugar tan fantástico!


—Verás que no sólo tiene un aspecto ostentoso, también se come muy bien.


En ese instante el barman se acercó para atenderlos, y se decidieron por un margarita para Paula y un Lemon Drop para Pedro.


—¿Te sientes cómoda?


—Especial —dijo acariciándole los labios—, así es como me siento, creo que ésa es la definición perfecta de cómo me haces sentir en cada instante.


Pedro besó el dedo que reseguía su boca.


—Me alegra mucho que te sientas de esa forma, porque es lo que mereces.


—No sé si es lo que merezco, pero tú eres tan considerado que me lo haces creer.


—Debes dejar de sentirte insegura e invisible, hazme caso cuando te digo que tú brillas a dondequiera que vas.


—Es que el pasado muchas veces se apodera de mis ilusiones y no me permite conservar la esperanza, pero tú siempre te encargas de hacerme sentir perfecta. Gracias, Pedro —añadió con timidez.


Dudó si continuar expresando lo que sentía, tal vez para él las cosas no eran de la misma forma, pero aun así tenía la necesidad de decirle cuánto significaba que hubiera aparecido en su vida—; a veces, cuando me quedo sola, mis pensamientos no tienen sosiego. —Bebió para aclararse la garganta y continuó—. Es verdaderamente asombroso cómo apareciste en mi vida, y aunque aún no logro deshacerme por completo de mis tormentos, a tu lado siento que todo es posible; tú me das fuerzas y me aferro a la esperanza, eres mi salvador de ojos marrones.


Él se acercó y le acarició la cara; la escuchaba con atención.


—No creo haber hecho tanto por ti, solamente te he tratado como era debido. Lo importante es tu determinación, tu entereza para salir adelante y la decisión de alejarte de lo que te hace daño. Creo que ha sido maravilloso que nos hayamos conocido, pero yo no te he salvado de nada, tú te has salvado a ti misma.


—No te desmerezcas, estoy segura de que sola habría claudicado en mi intento por alejarme de... — Frunció los labios, levantó la mano y bordeó de nuevo el contorno de su boca—. Perdóname, tal vez te agobio diciéndote todo esto y te cargo con una responsabilidad que no quieres llevar a tus espaldas; además, no quiero aburrirte.


—Nunca, óyeme bien, nunca más pienses eso, porque no es lo que he querido decir. Simplemente anhelo que des crédito a la maravillosa mujer que eres.


Ella respiró ruidosamente.


—Cuéntame de ti, Pedro, siempre hablamos de mí, pero deseo saber de tu vida, que seguramente ha sido más bonita que la mía.


Él clavó la vista en su copa, delineó el borde con el dedo y lo llevó a su boca para chupar el azúcar que lo decoraba. Hizo una profunda inspiración, apresó con las manos la de ella, y se la llevó a la boca para darle un beso en los nudillos.


—Maite, mi vida no ha sido tan fácil como tal vez tú te estás imaginando. —Había decidido sincerarse, de pronto tuvo ganas de compartir con esa mujer algunos de sus secretos—. Crecí en un hogar sin padre. —Levantó la vista y siguió hablándole a los ojos, mientras con el pulgar le acariciaba la mano —. Mi madre trabajaba muchas horas para poder mantenernos así que, de niño, siempre quedaba al cuidado de alguna vecina, pues la familia de mi madre había permanecido toda en Madrid y no sabían de nuestra situación. Mi hogar no fue un hogar normal, mi madre llegaba tan cansada a casa que nunca tenía tiempo para mí, y aunque suene a reproche no lo digo con esa intención; sé que hizo lo que pudo, y no la culpo por no ser una madre atenta y cuidadosa; criar a un hijo sola no es fácil, pero su cariño jamás me ha faltado.


Paula lo escuchaba en silencio.


—Puedo imaginar lo duro que debió de ser para ella.


—Sí lo fue. Luego se casó, y Armando fue lo más parecido a un padre que he conocido, aunque él y yo nunca nos llevamos bien. —Lo dijo con pesar, pues en realidad le habría gustado entenderse mejor con él—. Desde un principio fui un niño difícil, yo tenía ocho años cuando apareció en nuestras vidas y jamás le permití que me dijese qué hacer, continuamente le recordaba que no era mi padre, y estaba convencido de que me apartaría de mi madre. De mayor comprendí que le tenía muchos celos; aun así, ese hombre tuvo mucha paciencia conmigo. —Esbozó una tenue sonrisa al recordar lo rebelde que había sido en su adolescencia, pero prosiguió con lo que estaba diciendo—.
Creo que soportó tanto porque amaba mucho a mi madre. Cuando nació Nadia...


—La doctora.


—Sí, ella. —Tuvo un fugaz recuerdo de las circunstancias en que Paula había conocido a su hermana, pero se deshizo de él tan rápido como le había llegado, no quería dejar que pensara en cosas desagradables—. Cuando nació yo quedé bastante relegado en el hogar, y aunque mi madre intentaba no hacer diferencias, siempre las hubo: yo era su hijo, pero no el de su esposo, y a medida que fui creciendo las diferencias entre él y yo fueron haciéndose más evidentes. Armando murió muy joven a causa de un accidente cerebrovascular y entonces nos quedamos los tres solos. Yo ya era bastante mayor y me tocó hacerme cargo de la familia hasta que Nadia terminó sus estudios.


—¿Y tu padre, Pedro? Tu verdadero padre, digo.


—Uff, sabía que harías esa pregunta.


—No tienes que contestarla si no lo deseas. —Él respiró profundamente, mientras aclaraba en su cabeza qué decirle y qué no—. Tienes los mismos privilegios que yo: sólo lo que tengas ganas de contar.


Pedro le cogió la mano y se la llevó hasta su boca para darle besos en la palma y la muñeca, mientras ella le ofrecía una sonrisa verdaderamente dulce ante el gesto.


—Mi padre era un malnacido, uno de esos tantos a los que no les importa nada y sólo usan a la gente para satisfacer sus deseos. Mi madre fue uno de sus caprichos, uno que tuvo consecuencias impensadas; como él le dijo una vez, la de ellos fue una relación con efectos colaterales. Ella no tenía lugar en sus planes y yo mucho menos, por eso quiso deshacerse de nosotros dándole a mi madre un cheque en blanco y haciéndole firmar documentos en los que estipulaba que jamás lo molestaría, pues había sido resarcida económicamente.


—Lo siento.


—No te preocupes, la vida se cobró con él cada uno de los desprecios que nos hizo.


En ese mismo momento, la conversación tan profunda que estaban manteniendo fue interrumpida por el camarero, que les informó de que tenían una mesa libre, lista y esperándolos.


Se acomodaron rápidamente y pidieron la comida con la misma prisa. Mientras esperaban que les sirvieran, se tomaron de la mano entrelazando los dedos; la imagen era la de dos enamorados perdidos que no podían dejar de estar en contacto el uno con el otro.


Finalmente les llevaron la cena.


—Ahora es tu turno, háblame de tu familia —dijo Pedro mientras llenaba las copas con vino.


—Mi familia tiene una empresa naviera. La fundó mi abuelo materno, pero como no tuvo hijos varones y él consideraba que una mujer, o sea mi madre, no sería capaz de llevar adelante ninguna negociación, consiguió para ella lo que se dice un buen partido, para que se casara y se hiciera cargo del negocio familiar cuando él no estuviese. Mi padre es quien lo dirige todo. Lo de ellos fue un matrimonio arreglado a medias, y aunque mi madre se enamoró perdidamente del exitoso y guapo ingeniero que siempre fue mi padre, jamás le habrían permitido escoger otro.


—¿Y tu padre la quiere?


—Su matrimonio es bastante raro, jamás los he visto discutiendo, pero tampoco los he visto prodigándose una caricia. Con los años todo fue enfriándose, o realmente nunca hubo una llama verdadera. Mi padre es un hombre de mucho carácter, pero aun así se podría decir que se llevan bien.
Con nosotros, porque tengo un hermano, no ha sido de esos padres omnipresentes, la empresa siempre lo ha absorbido mucho, y mi madre... tampoco ha sido muy cariñosa; ella se cuida mucho, y sintió pánico por perder la figura en cada uno de sus embarazos, así que, una vez nos tuvo, una niñera
la ayudó con nosotros para que ella pudiera ocuparse de recobrar su imagen tan preciada; es de esas mujeres que temen al paso del tiempo y pasan más horas frente al espejo de lo normal. No es una mala madre, pero debo reconocer que no ha sido la mejor, siempre se ha mostrado algo desapegada; le enseñaron que las mujeres sólo se ocupan de organizar al personal de la casa y otras cosas banales acorde a la posición económica que tienen. Adora su círculo social sobre todas las cosas. Lo más importante para ellos es el qué dirán y conservar su estatus, en eso no hay concesión. Ahora que lo pienso, no sé de quién heredé mi carácter sumiso, porque mi madre a lo único que ha consentido es a casarse, aunque como mi padre le gustaba eso no representó mayor esfuerzo para ella.


—Todos tenemos personalidad —la animó—, sólo que a algunos nos cuesta más que a otros encontrarla. A veces resulta más cómodo esperar que otros tomen decisiones por nosotros. Pero siempre hay un momento en la vida en que debemos hacernos cargo de las propias, y es entonces
cuando nos damos cuenta de que somos mucho más capaces de lo que creíamos.


—Tu madre ha hecho un gran trabajo contigo, eres un gran hombre, y además muy guapo; seguro que se siente muy orgullosa de ti. Y por cierto —ladeó la cabeza y entrecerró los ojos—, ¿qué opina de tu trabajo?
.

Él se rio levemente.


—Obviamente, no está de acuerdo.


—Creo que tu madre y yo nos entenderemos, pues no comprendo por qué escogiste esta profesión habiendo tantas otras. —Pedro siguió riéndose mientras le acariciaba la mano—. No te rías, realmente sufro a diario esperando que me llames y respiro aliviada cuando oigo tu voz.


—¿Tanto te importo?


—Y yo, ¿te importo?


—Mucho, nena. Mira, hay dos cosas que no se pueden ocultar: estar borracho y estar enamorado.
Te lo he dicho en la ducha: creo que mis sentimientos por ti se están convirtiendo en algo muy importante.
Pero no me has contestado: ¿tanto te importo?


—Muchísimo, Pedro, eres todo lo que alguna vez imaginé. Eres un hombre increíble y un gran amante, a tu lado he vuelto a sentirme viva y absolutamente mujer. Me importas mucho, tal vez demasiado, tengo miedo de que te canses del gran problema que sé que soy y me dejes.


—Tú no eres un problema, eres mi hermosa realidad, la que quiero vivir, la que no perdería ni dejaría por nada del mundo.


Se miraron ilusionados a los ojos, y en ese momento acudieron a retirar los platos.


—Me ilusiona mucho todo lo que me dices, me haces sentir valiente, a tu lado pienso que podré con todo.


—Seré tu roca, Paula, estaré a tu lado para apoyarte. —Sus miradas se hicieron aún más profundas.


Finalmente Pedro rompió la magia—. ¿Deseas tomar postre? ¿O prefieres que vayamos a un bar a beber la mejor cerveza de Austin?


—Vayamos por la mejor cerveza de Austin, quiero hacer cosas que dejé de hacer hace mucho.


—Perfecto, déjame pagar la cuenta.


Salieron a la calle, y el frío viento de la noche de Austin los volvió a sorprender arrebolando sus rostros. En ese mismo instante ella, importándole muy poco el clima, extendió las manos al cielo y gritó: —¡¡Estoy viva!!


Pedro, contagiado por su arrebato, la cogió entre sus brazos y la alzó haciéndola girar. Rieron como locos, hasta que finalmente la dejó en el suelo.


Preso de una emoción incontenible, la agarró de la nuca y de la cintura, acercándose a su boca con gran necesidad de apoderarse de ella. Paula también se aferró a él, disfrutando verdaderamente de la aproximación y de esos brazos que la sostenían en plena calle. Ella cerró los ojos esperando el
dulce contacto de sus labios, y se entregó al arrobamiento que sabía que sentiría al probar su boca, porque ya lo conocía. Entonces, expertamente, él le rozó primero los labios con los suyos, tentándola, y ella abrió los ojos queriendo protestar, pero Pedro estaba decidido a estirar el momento.


Tras ofrecerle una sonrisa que decía «también deseo tu boca», sacó la lengua y le humedeció los labios. El efímero contacto fue más que suficiente para hacerla estremecer. 


Alfonso se sintió sumamente viril: Paula potenciaba todas sus sensaciones; tenerla en sus brazos, gozar de su belleza,
de su inteligencia y poseer su cuerpo era a cada instante más perfecto. Sin más tardanza, después de aguzar los sentidos, levantó una ceja y sonriéndole maliciosamente apresó su boca, bebiéndola por completo, mientras con la lengua acariciaba locamente la de ella. Se separaron sin aliento y volvieron a regalarse dulces sonrisas.


—Vayamos por nuestra cerveza, te llevaré a un lugar muy mítico de Austin, espero que te guste.


—Seguro que será estupendo.