martes, 16 de febrero de 2016
CAPITULO 9
Ya habían pasado más de dos semanas desde la salida al bar. A pesar de los días transcurridos, y de que tan sólo lo había visto unos instantes, aquel hombre que le había ofrecido la copa tenía el atrevimiento de irrumpir en sus sueños; había soñado con él varias veces ya. En sus fantasías él nunca decía nada, simplemente la miraba de arriba abajo y sonreía, para luego esfumarse y desaparecer.
Adormilada aún, se sentó, se apoyó contra el respaldo y dio una ojeada a su alrededor. Reconoció sobre el sillón la ropa que Manuel llevaba puesta la noche anterior y respiró agradecida: se había ido tranquilo y eso significaba que seguía sin enterarse de su salida.
Se puso una bata de seda y fue al baño. Tras lavarse los dientes, se dirigió a la cocina, donde la señora Anahí le preparó un exquisito desayuno.
—¿Sería tan amable de llevármelo al estudio? —le preguntó con amabilidad extrema, como era su costumbre.
—Por supuesto, señora.
Anahí siempre la trataba muy bien, jamás la hacía esperar y rara vez desatendía una de sus peticiones, pero si Manuel estaba en casa la mujer andaba a hurtadillas, pues era evidente que le tenía pánico.
En el trayecto de la cocina al estudio Paula se cruzó con el mayordomo.
—Buenos días, Cliff.
—Buenos días, señora.
—¿Hace mucho rato que el señor se ha ido?
—A la hora de costumbre, señora. Ha dejado dicho que lo llamase en cuanto despertara.
—Ahora mismo lo haré desde mi estudio.
Estaba desayunando junto al ventanal que daba a Park Avenue. Marcó el teléfono directo de su esposo, y tras cuatro tonos él contestó.
—Hola, Manuel.
—Hola. Siempre igual de inoportuna: si ves que no te contesto enseguida es porque estoy ocupado; cuelga y luego me llamas. ¿Qué quieres?
—Lo siento, has dejado dicho que te llamara.
—Sí, es cierto, creía que iba a necesitarte pero se ha suspendido el evento, cuando llegue a casa te lo explico. Adiós, Paula, estoy trabajando.
Wheels colgó el teléfono y siguió moviéndose dentro de Samantha, la tenía con las piernas abiertas sobre el escritorio, expuesta para él. Su asesora de imagen era su nueva amante, le había dado ese puesto precisamente para eso: para enterrarse en ella las veces que tuviera ganas, y donde fuese. Estaban en su despacho y Manuel no se privaba de nada: la agarró del trasero y la llevó hasta el sofá, donde se tumbó sobre ella y siguió bamboleándose al ritmo que le apetecía, penetrándola con fuerza hasta que se alivió.
Paula se quedó descolocada, como siempre que hablaba con Manuel. Miró el teléfono en su mano, era evidente que entre ellos ya no existía comunicación de ninguna clase, y cada día se notaba más el abismo que los separaba. Los recuerdos de la salida con sus amigos invadieron su mente: había disfrutado tanto de la cena, del baile, de la música...
Luego recordó al desconocido, intentó hacer memoria y visualizó vagamente la sonrisa que aquel extraño le había dedicado; en realidad no podía decidir si era como lo recordaba o sólo lo idealizaba, igual que en sus sueños. De pronto se sorprendió sonriendo como una boba y se sintió bien por un instante, incluso atractiva, ilusionada y con confianza en sí misma.
Terminó lo que quedaba de su café Jamaica Blue Mountain y fue a darse una ducha rápida. En cuanto salió se metió en el armario para elegir qué ponerse. Se vistió elegante pero muy casual, con un vestido entallado de lanilla en color natural que le marcaba las formas, se arregló rápidamente el cabello y se aplicó un ligero maquillaje. Tras ponerse un abrigo de mezclilla fue hacia la sala en busca del mayordomo.
—Cliff, dile a Dylan que prepare el coche, necesito que me lleve hasta la galería.
Tras aquella escapada que había acabado felizmente estaba entusiasmada, animada, incluso por un instante volvió a sentirse la señora de la casa. Regresó al dormitorio para terminar de prepararse.
—Señor Wheels, le informo de que la señora me ha pedido que la lleve a la galería.
—¿Y para esa estupidez me llamas, Dylan? Resuélvelo, hombre, que es tu trabajo. Llévala, ya sabes que ahí puede ir siempre que quiera.
Manuel colgó y siguió besando a Samantha. Iban por la segunda vuelta, desnudos en el sofá del despacho follando sin parar.
Paula, a punto de salir, se perfumó nuevamente, cogió su bolso y se puso unas gafas oscuras que llevaba en la mano. Cliff la avisó de que el guardaespaldas la esperaba en el garaje.
—Ya voy.
Miró la hora y sonrió: habían pasado unos cuantos minutos desde que había dado la orden de que le prepararan el coche, de modo que era obvio que habían consultado a Manuel. Pero no le importó: había encontrado la manera de salir y ni su marido ni su soplón parecían darse cuenta de lo que en realidad hacía.
Unos minutos después ya estaba en Clio.
—Espérame aquí, Dylan, quizá tarde algunas horas.
—Perfecto, señora.
Entró en la galería. Maite y Eduardo, al verla tan radiante, no se lo podían creer.
—¡Pau, qué sorpresa! —gritó Maite corriendo a su encuentro.
Paula saludó a ambos con un beso, y Eduardo la cogió de la mano y la hizo girar para admirar lo elegante que estaba.
—Estás hermosa, Pau, radiante.
—¿Qué haces aquí? Me encanta que hayas venido, pero es extraño tenerte con nosotros.
—Quiero salir de compras.
—¿Qué? ¿Piensas salirte del protocolo esposa-del-senador-Manuel-Wheels? ¿No vas a usar a tu asesora de vestuario?
Maite no se lo podía creer.
—Exacto, lo haremos como la otra noche. Manuel no tiene por qué enterarse. Ed, nos tienes que ayudar.
—Preciosa, ya sabes que siempre estoy a tus órdenes. ¿Qué quieres que haga?
—Vale, pues sal con tu coche, por favor, finge que te vas y déjalo en la parte trasera. Nos lo prestarás, cariño, e iremos a comprar ropa casual para dejarla aquí. La ropa que tengo en casa delata que no soy la mujer sencilla que pretendo ser, y quiero estar preparada para cuando volvamos a salir.
—¿Eso quiere decir que el ogro no se ha enterado y que piensas repetir?
—Por supuesto. Necesito volver a sentirme viva, necesito recuperar mi vida como sea, necesito volver a confiar en que puedo tomar decisiones y en que soy la única dueña de mi persona. Pero necesito tiempo, valor, y que no me dejéis sola.
Los tres se abrazaron de manera efusiva. No importaba la forma en que hubiera decidido hacerlo, lo que importaba era que Paula comenzaba a darse cuenta de que podía volver a vivir.
CAPITULO 8
—¡Dios, May, me moriré si me han reconocido, no puedo tener tan mala suerte!
—Tranquila, reina, estoy seguro de que ese bombón en realidad quería otra cosa contigo. ¡Madre mía, estaba de infarto ese hombre! Si se me hubiera presentado a mí como hizo contigo, estaría clavado ahora mismo como Jesús en la cruz —dijo graciosamente Eduardo y todos se rieron.
Estaban tomando café en la galería.
—Creo que Ed tiene razón, Pau: ese tipo buscaba otra cosa y por su actitud creo que sabía bien cómo conseguirla.
—Dejad el tema, soy una mujer casada.
—Ese hijo de buena madre de Manuel merecería unos buenos cuernos de tu parte, para que se le quite todo lo creído que es —espetó Maite. Paula la miró pidiéndole indulgencia.
—Ya lo ves, Paula, sigues ligándote a los mejores hombres. ¡Dios! Si cierro los ojos me imagino cómo esos labios vagan por mi cuerpo y... mejor no os digo lo que me provoca, porque os aseguro que os pondríais coloradas. Pau, quién pudiera soñar con un macho como ése. —Ed se mordió el labio mientras hablaba, miró hacia arriba y levantó las manos con gesto exagerado, como invocando a los cielos.
—¿De verdad era guapo? —preguntó Paula tímidamente.
—¿Que si era guapo? Te digo que tenía unos antebrazos que si me agarra con esas manazas las cachas del culo, me corro antes de que me pueda penetrar.
—Siempre diciendo burradas, Ed.
—¿Estoy exagerando Maite?
—No, Paula, estaba buenísimo; buenísimo no, lo siguiente. —Se carcajearon—. Si no te hubieras asustado tanto, podrías haberlo comprobado tú misma.
—¡Ni loca! Aunque nos hubiésemos quedado, jamás habría aceptado nada de ningún hombre.
—Pues deberías ir pensando en otro hombre, porque el que tienes deja mucho que desear. La prueba la tuviste anoche, Pau: estás viva y resultas atractiva a cualquiera; aunque en este caso créeme que no era un cualquiera, era un caramelo. Dime una cosa, ¿cuánto hace que el desgraciado de tu marido no copula contigo? Y mira lo que te digo, ni siquiera te hablo de hacer el amor, porque sé que ha pasado mucho tiempo desde que dejasteis de hacerlo.
Paula sintió de pronto una gran pena por sí misma y no pudo contener las lágrimas. Maite se arrepintió de inmediato de lo que había dicho; no había pretendido herirla, demasiado la lastimaba a diario ese malnacido que tenía por marido.
—Lo siento, Pau, lo siento. —Le secó las lágrimas—. No quería ofenderte ni hacerte sentir mal. ¡Soy una bruta! —La abrazó y la besó en la mejilla—. Lo único que pretendo es que reacciones.
—No te preocupes, en el fondo tienes toda la razón: creo que dentro de poco me saldrán telarañas. — Paula intentó desdramatizar el momento y los tres se rieron por la ocurrencia—. Creo que es mejor que ya me vaya, lo he pasado muy bien pero quiero llegar a casa antes que Manuel.
—Perfecto, Pau. Salgamos juntas, así el soplón de la puerta no sospechará.
—Muy bien, chicas, yo saldré por atrás. Idos tranquilas, que ya me ocupo yo de poner la alarma.
Los tres se abrazaron.
—Nos vemos en la próxima aventura de Las Supernenas.
—Eres tremendo, Ed, pero te quiero mucho. Eres el mejor amigo gay del mundo —dijo Paula dándole un pico.
Antes de encaminarse a la salida, las dos le pellizcaron el culo como cuando eran adolescentes y se lo envidiaban, pues Eduardo siempre lo había tenido como una manzana y más carnoso que el de ellas. —No toquéis mi hermoso culito, que está reservado para un adonis como el que te ha ofrecido la copa, Paula. ¿Por qué no me lo has pasado a mí? Te juro que le hacía el perrito donde quisiera.
—No tienes remedio ni juicio, Eduardo Mitchell. Deja que se entere tu pareja y más que perrito te dará una patada en el trasero —apuntó Maite.
Por fin salieron de la galería.
Por suerte, Paula llegó antes que Manuel a casa. Cuando abrió los ojos a media mañana, se despertó como si hubiera dormido una semana seguida. Estaba sola en la cama y no sabía a ciencia cierta si su marido había ido a dormir porque no lo había oído llegar. Increíblemente se había desplomado y había dormido de un tirón, como hacía tiempo que no sucedía.
CAPITULO 7
Cruzaron el puente de Queensboro hasta Brooklyn y tras recorrer unas cuantas calles llegaron a The Counting Room, en el número 44 de Berry Street, cerca del parque McCarran.
Era un lugar bastante informal, moderno, muy íntimo gracias a una iluminación tenue. Entraron en el salón y se acomodaron en una mesa alejada. En el ambiente sonaba una música ecléctica exquisita, con el volumen justo para permitir una conversación muy amena, y en la decoración preponderaba la madera clara, el ladrillo y unas exóticas lámparas de vidrio que colgaban agrupadas.
En el local se podía comer o, si se prefería, beber en las plantas de arriba y el sótano.
Paula miraba a su alrededor, sin querer perderse detalle de nada. Su corazón palpitaba desbocado después de tanto tiempo sin hacer algo sólo por el hecho de sentirse bien.
—Creo que tenías razón, debería haberme puesto unos vaqueros. Habría pasado más inadvertida, todos visten de forma muy informal en este lugar.
—Yo también lo creo —le dijo Maite—, pero ahora es tarde para lamentos, y de todas formas en tu armario no había ninguno, así que disfruta y olvídate un rato de todo.
—Sí. Hoy somos May, Ed y Pau, los de siempre, los de antes, los amigos inseparables que siempre hemos sido. Hoy eres Paula Chaves.
Eduardo le guiñó un ojo y Paula le ofreció a cambio una sonrisa, un suspiro y un asentimiento de cabeza. Intentaba relajarse y procesar en su cerebro las palabras dichas por sus amigos.
Pidieron unos sándwiches de salmón ahumado y unas tapas que acompañaron con una Brooklyn Lager. Recordaron anécdotas y Paula sintió que el alma le sanaba por un instante, sintió añoranza pero no se permitió que la angustia la invadiera: se había propuesto disfrutar del lugar y del momento. Después de comer, sus amigos comenzaron a insistir para bajar al sótano a tomar unas copas, allí estaba el bar y también se podía bailar. Paula finalmente aceptó.
Se sentaron a la barra y pidieron un Prosecco. Algo más animada y un poquito envalentonada por el alcohol, Paula salió a la pista junto a sus amigos: se sentía libre, feliz y extasiada por las notas musicales del clásico de los ochenta Old time Rock &Roll.
Desde la barra, Pedro no había podido dejar de admirar la belleza inusual de esa mujer, que resaltaba en el lugar. Por cómo iba vestida se notaba que pertenecía a otra clase social; iba demasiado formal para contonearse de aquella manera.
Bebió un sorbo de su Salt & Ash sin dejar de recorrer con la vista a Paula, sonreía entretenido viendo cómo ella se estaba divirtiendo. La siguió estudiando a conciencia, pues aquella mujer le recordaba a alguien pero no podía averiguar a quién: era sofisticada y frágil, sexy pero formal, todo en su justa medida. Llevaba el pelo bien arreglado, estaba claro que de peluquería, y la piel de su rostro se notaba muy cuidada, lo mismo que sus manos; cuando levantaba los brazos se veía que llevaba joyería cara en las muñecas, así como una alianza de matrimonio, lo que la convirtió de pronto en doblemente tentadora.
Pedro pensó que hacía tiempo que no se tiraba a una mujer casada y sintió correr por su cuerpo la misma adrenalina que cuando perseguía a un delincuente, sólo que en ese momento su presa era esa mujer desconocida, que como estímulo extra no era libre.
«Vamos, Pedro, inténtalo —se animó en silencio—. ¿Qué puede buscar una mujer casada sino una aventura en un lugar como éste? Se nota claramente que el hombre que va con ellas en verdad no está con ninguna, ¿o sí? —Dudó, pero siguió observándolos para ver a cuál de las dos se acercaba más, finalmente concluyó que parecía muy familiar con ambas—. ¿Se tratará acaso de un triángulo amoroso?»
Siguió observando con detenimiento las señales que emitían y decidió que la rubia parecía más atrevida con el hombre, así que consideró que eran pareja.
Bebió de un tirón lo que quedaba de su copa y se puso de pie con resolución para ir hacia la pista y acercarse a esa enigmática mujer desplegando sus encantos de conquistador. Pero en ese instante ella dejó de bailar y les dijo a sus amigos algo que hizo que todos se acercaran hacia la barra. Como caída del cielo, Paula se situó justo al lado de Pedro, cuya entrepierna palpitó al instante al oler su perfume; tenía muy buen olfato y reconoció perfectamente el aroma a Jasmin Noir de Bvlgari. Las notas dulces, resinosas y algo avainilladas con sensación de jazmín floral lo extasiaron de la misma forma en que lo había hecho esa mujer. Se rebujó en el taburete, su erección de pronto se tornó incómoda y se sintió algo descolocado: hacía tiempo que una mujer no le provocaba una erección espontánea.
Pensó en su nombre, imaginó unos cuantos en su cabeza pero se dio por vencido: supuso que ella debía de llamarse de una forma poco común, pues no era una mujer corriente.
Llamó al camarero y pidió un cóctel Pale Flower, exótico y con clase, como esa mujer. Le indicó que se lo entregara en su nombre.
El encargado de la barra la abordó y le dio la copa mientras se lo explicaba. Paula se volvió tímidamente y él la notó temblorosa, cosa que le gustó. Tras la sensualidad que ella había mostrado en la pista, verla así indefensa lo acabó de cautivar: le gustaba llevar la voz cantante, le agradaba que la mujer se dejase conquistar y que no opusiera resistencia, y consideró que ella era de ésas.
Alfonso se sintió honrado por su mirada, pero muy pronto notó en las pupilas de ella un gesto de miedo.
Era un hombre muy perceptivo, por su trabajo estaba acostumbrado a estudiar a la gente y a descifrar rasgos de la personalidad a partir del lenguaje corporal. Le regaló su mejor sonrisa, la más seductora y la que raramente le fallaba con ninguna mujer, levantó su copa y se la enseñó, demostrándole que quería compartirla con ella. Sin embargo, Paula se dio la vuelta de inmediato y se acercó al oído de su amiga.
Cuchichearon entre los tres, el hombre sacó su billetera y dejó dinero suficiente para pagar las copas.
Se fueron del lugar.
Pedro no entendía nada, todo había sucedido tan rápido que sólo pudo quedarse mirando cómo se perdían por el hueco de la escalera. De pronto reaccionó, sacó la billetera y dejó dinero bajo su copa.
Subió los escalones de dos en dos, se dirigió a la salida y en la calle, con frenesí, intentó averiguar en qué automóvil partían.
Miró hacia la esquina y los vio subiendo a un Audi Q6 de color rojo que salió rápidamente del lugar.
Era detective, y sabía muy bien cómo memorizar una matrícula, pero por si acaso buscó su móvil en el fondo del bolsillo y la anotó.
—¡Hola, Pedro!
Se volvió para ver quién lo saludaba e intentó acordarse del nombre de la rubia despampanante que se le aproximaba.
Ésta lo agarró del cuello y le dio un beso bastante lascivo en la comisura del labio.— Hola, Kimberly.
—No creía que pudiera encontrarte hoy aquí, ¡qué sorpresa!
—¿Acaso hay un día estipulado para venir aquí? —contestó Pedro toscamente, estaba mosqueado por el rechazo de la mujer que minutos antes lo había encandilado y se le había escapado sin darle la oportunidad de presentarse siquiera. Se dio cuenta de inmediato de lo odioso que había sonado—. Lo siento, Kimberly, no pretendía ser grosero, es que no he tenido un buen día.
—Pedro, quizá yo sepa cómo hacer que tu día acabe mejor... —le susurró muy cerca de los labios, acariciándolo con el soplido de las palabras—. La última vez que estuvimos juntos creo que así fue...
—No me cabe duda de que podrías transformarlo, pero solamente he venido a tomar una copa y ya me iba. Mañana debo ir a trabajar muy temprano.
Se arrepintió al instante y pensó: «¿Por qué no aceptar la invitación de follar con ella?».
Entrecerró los ojos y la cogió de la barbilla para besarla, hurgó con la lengua en su boca, pero a diferencia de un rato atrás, su entrepierna se mostró adormecida, así que se apartó y la dejó casi en éxtasis.
—Tengo tu teléfono, nena, te llamaré.
—¿Lo prometes, Pedro Alfonso?
—Te doy mi palabra. Aún recuerdo lo bien que lo pasamos la última vez, y te aseguro que me apetece repetir, pero es que hoy tengo un día complicado.
No eran necesarias tantas explicaciones, pero le pareció adecuado dejar una puerta abierta para cuando tuviera ganas de saciar sus ansias sexuales.
Contrariado, y sin entender por qué se sentía de esa forma, dejó a la rubia que prácticamente se le había abierto de piernas en la calle y se alejó del lugar. Subió en su BMW Z4M Coupé azul metalizado y se marchó de ahí.
Llegó a su casa y se quitó la ropa a tirones para meterse en la cama. Buscaba una postura para dormirse, dando vueltas hacia un lado y hacia otro sin poder serenarse. Encendió la luz de la mesilla de un manotazo y se quedó mirando el techo con los brazos tras la nuca.
«Mierda, hoy me han rechazado dos veces, primero Eva y luego esa mujer, que no sé ni quién mierda es y que me ha puesto de un humor de perros. No entiendo por qué le doy tanta importancia, si sólo es una perfecta desconocida», se preguntó, desconcertado por sentirse así.
Era un testarudo y se conocía muy bien, cuando algo se le metía en la cabeza no podía parar por más que la razón le dijera que no debía seguir con eso. Se levantó, sabiendo que no podría dormir hasta encontrar al menos una respuesta.
Buscó su portátil y lo encendió, lo apoyó sobre la mesita baja
del salón e ingresó con su clave personal en el sistema de datos de la Policía de Nueva York.
Introdujo la matrícula del Audi.
Muy pronto obtuvo la información del propietario. El vehículo pertenecía a Eduardo Mitchell y estaba registrado en Nueva York. Obtuvo el domicilio del titular y su número de identificación, averiguó que se trataba del director general de la Clio Art Gallery.
Entró en otra base de datos e indagó en el sistema financiero de Eduardo Mitchell, quien tenía cuentas abultadas pero al parecer no provenían del sueldo que cobraba en la galería de arte, sino de una empresa familiar.
Investigó datos de la galería, pero no encontró nada de sus propietarios, sólo constaba como una sociedad anónima. Desde su ordenador no tenía acceso a otros archivos, así que se propuso seguir indagando desde el departamento de policía.
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