domingo, 21 de febrero de 2016

CAPITULO 26





Detenida en un alto dentro del coche, Eva repasaba lo mal que había empezado su día. Estaba contrariada y con un humor que ni ella aguantaba; saber que Pedro se había tomado esos días y no lo vería la había puesto en un estado de enajenación que no lograba controlar.


Quería deshacerse de esos sentimientos, pues era consciente de que no tenía ningún derecho a sentirse así, pero parecía inevitable: cada día se le hacía más difícil trabajar a su lado. Si cerraba los ojos aún recordaba aquel beso. Pedro era muy dulce besando, pero a la vez una fiera, se acordaba de cómo invadió su boca con la lengua y se tensaba con sólo imaginarlo; una punzada en la entrepierna le recordaba constantemente cuánto lo deseaba.


Sacudió la cabeza y golpeó el volante mientras se amonestaba por sentirse así. Miró hacia otro lado, intentando distraerse con el panorama, pero, para su sorpresa, de pronto se topó con el coche de Pedro.


«Es él, estoy segura. —Los vidrios tintados no le permitían ver con seguridad, pero para ella la silueta del detective era inconfundible—. ¿Con quién está? Creo que es una mujer.»


El tránsito avanzó y la detective Gonzales comenzó a seguirlo cautelosamente. Dejó que la adelantase y ya no le quedaron dudas: la matrícula del deportivo era la del automóvil de Alfonso. Con precaución para no ser vista, los siguió hasta Glen Cove. Allí, agazapada, lo vio bajar del coche y tender una mano a su acompañante, y quedó pasmada al ver con qué consideración la trataba. Alfonso cogió por la cintura a Paula, con un gesto que demostraba demasiada confianza entre ellos, se lo veía muy interesado y sin ningunas ganas de disimular. Los vio adentrarse en una casa, y decidió esperar a que saliesen para seguirlos de nuevo.


El detective Alfonso estaba tan embobado con su acompañante, que ni advirtió que los estaban siguiendo..



****


Finalmente Pedro y Paula partieron desde el aeropuerto La Guardia y, en poco más de tres horas, aterrizaron en el aeropuerto internacional de Austin-Bergstrom.


—Señor Alfonso, nos vemos el domingo a las seis de la tarde.


—Perfecto, seremos puntuales —le contestó al piloto, cuando se preparaban para bajar del jet.


Al salir de la terminal aeroportuaria, un coche con las iniciales IA, de las Industrias Alfonso, los esperaba para trasladarlos hasta Hill Country, pero Paula no prestó atención al auto, sólo tenía ojos para Pedro.


Llegaron a la casa, una villa de estilo italiano con los exteriores construidos en piedra y enclavada en lo alto de las colinas de Austin. Tenía unas vistas asombrosas al lago.


—¡Qué exquisitez de lugar! —exclamó Paula, impactada por la naturaleza que la rodeaba.


—¿Te gusta?


—Esto es un oasis, verdaderamente, es un lugar increíble el de tu amigo —expresó entusiasmada por la geografía, mientras Pedro ayudaba a Julián a bajar los bolsos.


—Gracias, Julián, yo me encargo, no necesito nada más.


—¿Está usted seguro? Mire que a mi esposa y a mí no nos cuesta nada atenderlos.


Ambos se miraron entendiéndose.


—No es necesario.


—De acuerdo, en ese caso, que tengan una confortable estancia.


Pedro se lo agradeció con un movimiento de cabeza y Paula le dedicó una sonrisa amigable al sexagenario antes de que se retirara.


Entraron en la lujosísima casa, donde todo estaba silencioso y acomodado, tan encantador por dentro como lo era por fuera.


Alfonso dejó las bolsas apoyadas en la entrada, junto a la escalera de hierro y mármol. Ella ya estaba escudriñándolo todo, preparándose para salir al exterior de la casa, a disfrutar de las vistas desde las terrazas. Una vez allí admiró la piscina de borde infinito, el spa y la cascada, que se complementaban muy bien con el interior de la casa. 


Mientras miraba extasiada e inspiraba fuerte para nutrirse con el aire puro del lugar, Pedro la sorprendió abrazándola desde atrás, abrió las piernas para afirmarse y aprovechó para dedicarse a besarle en esa parte del cuello y hablarle al oído: — Apelo a que en este lugar te olvides del mundo, y que tu mundo desde hoy sea yo.


Ella se dio la vuelta y lo miró profundamente a los ojos, anhelante, levantando la mano para regalarle una caricia en la mejilla. Sus palabras la habían dejado tambaleando, pero entonces recordó las palabras de Maite:
«Si sigues mintiendo, quizá no pueda perdonarte».


Un escalofrío le invadió el cuerpo y de inmediato intentó hablar: —Tengo que decirte algo.


Él negó con la cabeza y su tono de voz sonó rotundo.


—Este fin de semana lo que menos quiero es hablar. Deseo muchas cosas —la miró con picardía —, pero te aseguro que en ninguno de mis planes está el que nos sentemos a hablar, al menos no ahora. Por cierto, ¿recuerdas que esta mañana ha quedado algo a medias?


—Pero es necesario que hablemos.


—Te he dicho que aquí nos olvidaremos del mundo exterior, crearemos uno únicamente para nosotros dos. Para eso hemos venido.


—Es muy tierno todo lo que me dices, pero creo que es necesario que sepas algo.


—Maite, este fin de semana nada de recuerdos, nada que tenga que ver con el pasado, que se pueda entremeter entre nosotros. Déjame disfrutarte, déjame hacerte feliz. Prohibido hablar de cosas tristes.


Volvió a aprisionarla contra sí y le devoró la boca posesivamente. Cuando él la besaba ella dejaba de pensar...




CAPITULO 25





Por la mañana Paula se despertó primero, se sentó en la cama y lo miró dormir a su lado. Ese hombre se estaba metiendo en su vida poco a poco.


La tentación de acariciarlo era muy grande y se sintió impelida a hacerlo, pero no quería interrumpir su placentero sueño. Pedro dormía profundamente con ambos brazos bajo la nuca y la boca ligeramente abierta, deseó reseguir con los dedos esos labios carnosos que tan bien la besaban.


La sábana se había corrido levemente y dejaba escapar la desnudez de su cuerpo masculino, lo admiró de hito en hito, recorrió con la vista cada milímetro de su piel, posó los ojos en su sexo, ese sexo que se había abierto paso dentro de ella, devolviéndole todo el sentir que creía haber perdido al
lado de Manuel.


Se levantó de puntillas y se puso la camisa de Pedro. Fue hacia el comedor y cogió su móvil del bolso; era temprano, pero quería llamar a Maite. Su amiga tardó en contestar.


—Pau, ¿te has vuelto loca? Anoche salí y estoy muerta de sueño. ¿Has visto la hora que es?


—Aaaaaaaaaaah —gritó entre dientes.


—Mierda, ¿qué pasa?


—¡Soy feliz! Pedro es un depredador, hemos estado haciéndolo toda la noche. No podía esperar a contártelo, me siento viva, me siento completamente viva y me siento la mujer más atractiva del mundo.


Es un hombre increíble y muy experimentado.


—Mierda, mierda, ya me has espabilado. Ahora tienes toda mi atención. ¿Dónde estás?


—En el comedor de su casa, él aún duerme.


—Habla más fuerte, que no te oigo.


—No puedo, no quiero despertarlo.


—Pero me has despertado a mí, así que quiero detalles. Quiero saberlo todo. ¿Cuántas veces lo habéis hecho?


—Muchas... Ahora no puedo contarte, luego te lo explicaré todo, lo prometo, sólo quería compartir mi felicidad contigo.


—Te perdono que me hayas despertado porque te oigo muy feliz, pero no te salvarás de contármelo todo. Ahora sólo dime una cosa: ¿es una nueve milímetros o un calibre veintidós corto?


—Ni una cosa ni la otra, es una escopeta recortada con doble cañón. —Ambas se carcajearon—. Chist, que vas a hacer que lo despierte y necesito que recargue las balas, te aseguro que anoche usé hasta las de la recámara. —Volvieron a reírse.


—No puedo creer lo que estoy escuchando. Pero me agrada notarte tan feliz, amiga, ¡cuánto me alegro!


—¿Se nota demasiado mi alegría?


—No importa cuánto se note, lo importante es que estás verdaderamente feliz. Dime por favor que has hablado con él y que ya sabe que eres Paula Chaves, esposa del senador Manuel Wheels.


Paula se quedó en silencio.


—Te mato. Te mato, Pau, ¿por qué eres tan cabezona?


—Porque tengo miedo de que todo esto se termine, hace mucho tiempo que no soy feliz.


—No puedes edificar una relación sobre una mentira, ¿en qué mierda pensabas anoche mientras te follaba? Ya lo sé, no me digas nada: es más que obvio no pensabas. Pero, Pau, no dejes pasar más tiempo, tienes que sincerarte con él. No te entiendo, Pedro tiene espalda suficiente para todo, para ti, para el senador y para todo el que se presente a dar batalla.


—Basta de sermones, May, no te he llamado para esto, no me estropees la alegría.


—No es mi intención, sólo es que deberías hablar. Pedro es muy comprensivo y te entenderá, pero no dejes pasar más tiempo. Mierda... ¿no te das cuenta acaso de que por cubrir tu verdadera identidad cada día cuentas más mentiras? Y lo que es peor, nos estás mezclando a todos en ellas; no decepciones a ese hombre, que no lo merece; si sigues mintiendo, quizá no pueda perdonarte.


—Lo sé, lo sé, pero ¿qué hago? ¿Por dónde empiezo? Tengo pánico de lo que pueda pasar, aún no estoy preparada para enfrentarme a Manuel.


—Hace semanas que te fuiste de tu casa, debes comportarte como una adulta.


—Te prometo que cuando despierte hablo con él.


—Me parece bien.


—Te dejo, creo que me está llamando. Adiós, May, luego te cuento.


—Suerte, amiga, verás que todo irá bien.


Pau guardó el teléfono en su bolso y regresó al dormitorio. Pedro, remolón, se desperezaba en la cama.


—¿Dónde estabas? —le preguntó adormilado.


Paula tuvo ganas de tirarse encima de él y comérselo a besos, hasta recién levantado era extremadamente sexy, pero contuvo sus instintos, pues no quería que pensase que era una insaciable.


—He ido a beber agua.


—Ven aquí, acuéstate otra vez conmigo que aún es muy temprano para que nos levantemos.


Ella volvió a meterse en la cama y se acurrucó de espaldas junto a su detective, que no tardó en abrazarla y le besó la nuca hambriento.


—Me encanta el olor de tu pelo.


Ella aún llevaba puesta la camisa de él. Pedro le acarició los pechos sobre la tela y los apretó en su mano al tiempo que la besaba en el cuello con habilidad; mientras la distraía con sus labios y desabotonaba la prenda, movió la mano para descubrir su piel a la vez que se pegaba más a su cuerpo, acomodando su sexo entre las nalgas. Mordió la redondez de su hombro.


—No quiero quitarme la camisa, Pedro.


Él la hizo girar para que quedara frente a él.


—Quiero sentir tu piel en contacto con la mía. Intimamos mucho anoche, ¿recuerdas? ¿Qué es lo que no quieres que vea?


—Dame tiempo. Es difícil y doloroso mostrar eso.


—Estoy acostumbrado por mi profesión; además, no creo que sea tan desagradable, estoy seguro de que nada en ti es desagradable.


—Pero esto es mío, es algo que me duele mucho más allá de lo que me dolió en su momento. Odio mi espalda. —Estaba tensa y con los ojos acuosos—. Sé perfectamente que lo has tocado, pero no puedo, te pareceré una chiquilla pero no puedo.


—Tranquila, te he dicho que a mi lado tienes todo el tiempo que necesites para lo que sea, no quiero que te sientas forzada. —Le acarició la espalda de arriba abajo—. Todo lo curaremos juntos, si me lo permites, quiero que tu dolor sea mi dolor y ayudarte a que juntos lo hagamos desaparecer.


—Eres muy bueno.


—No soy bueno, es que tú me pones en un estado que ni yo mismo conocía de mi carácter. — Cambiando de tema para alejarla de los pensamientos tristes, le dijo—: No me ha gustado despertarme y no verte a mi lado.


—Lo siento. Por el contrario, yo me he quedado mirándote un buen rato; duermes con la boca abierta.


Sonrieron.


—¿Te burlas de mí?


—Eres guapo incluso cuando duermes, jamás me burlaría.


—Menos mal que no estaba babeando.


—¿Babeas?


Rieron a carcajadas.


—Creo que no, así que no te preocupes, me parece que no corres riesgo de despertar con hilos de baba en el pelo. —Siguieron riendo—. Te propongo algo.


—¿Qué?


—Un fin de semana alejados de todo y de todos. En mi trabajo tengo pendientes unos días libres, y si los pido estoy seguro de que no me los negarán. —La miró profundamente a los ojos—. Te propongo que nos vayamos a Austin, conozco un lugar donde podremos descansar y disfrutar juntos del fin de semana. ¿Qué dices? —Afianzó su abrazo—. Me encantaría que fuésemos.


Paula no necesitó pensarlo demasiado y le dio enseguida una respuesta.


—Me parece estupendo.


Se besaron.


—Entonces déjame hacer unas llamadas y arreglarlo todo. Vístete para que vayamos a recoger tus cosas a casa de Tiaré.


Pedro buscó su calzoncillo y se lo puso, salió de la habitación y encendió el teléfono móvil para llamar al capitán, quien de inmediato le concedió los días que le pedía. Luego hizo otra llamada.


—Harrison, soy Pedro Alfonso.


—Buenos días, señor Alfonso, ¡qué sorpresa escucharlo! ¿Ocurre algo?


—Necesito el avión de la compañía para ir a Austin. ¿Puede encargarse de arreglarlo?


—Por supuesto, señor, me alegra que haga uso de sus bienes, su padre estaría encantado de verlo.


Pedro no dijo nada ante el comentario de su empleado pero hizo una mueca de fastidio, porque ni él podía creer la llamada que acababa de hacer. Entonces se dio cuenta de que estaba tan loco por Maite que hasta era capaz de comerse su orgullo y hacer uso de lo que había prometido no tocar jamás.


—Llame también a los caseros de la casa de Austin y avise de que iré acompañado, que abastezcan el congelador, me dejen un automóvil preparado para moverme por la ciudad y se tomen el fin de semana libre, no los necesitaré. Ah, y que alguien me vaya a buscar al aeropuerto; ocúpese, por favor.
»Otra cosa, no quiero que el personal de a bordo del avión se refiera a mí como el dueño de nada.


—Perfecto, señor, como usted lo ordene.


—Espero su llamada para que me indique el horario del vuelo.


—Me ocupo de todo y lo llamo en un rato.


Al mismo tiempo que él terminaba la llamada, Paula salía del dormitorio ya lista. La besó y ella se aferró a su cintura.


—¿Todo bien?


—Todo perfecto, voy a cambiarme. —Le guiñó un ojo.


—Mientras tanto prepararé el desayuno.


—Sólo unos cereales con leche para mí.


—Eso no es un desayuno.


—Quiero salir cuanto antes a recoger tus cosas.


—Ansioso...


—Muy ansioso —le corroboró, mientras desaparecía dentro del dormitorio.


En el momento en que compartían el desayuno sonó el teléfono de Pedro.


—Harrison.


Se levantó del taburete y caminó hacia la mesilla junto a la ventana, donde tomó nota de los datos que su administrador le pasaba.


—Perfecto, estaremos puntuales, gracias por todo. —Colgó la llamada y se dirigió a Paula—. Todo arreglado, tenemos que estar en el aeropuerto a las 11.00, así que mejor será que nos demos prisa. 


—¿Cómo has conseguido tan pronto un vuelo?


—Un buen amigo nos ha facilitado su avión privado y nos ha prestado su casa en Austin, que está vacía estos días. Vamos, apresúrate a terminar tu desayuno o se nos hará tarde.


Paula terminó de beber su café y untó una tostada con mermelada que comió rápidamente, mientras Pedro daba cuenta de sus cereales y se iba a preparar su bolsa. Al cabo de unos minutos, salió del dormitorio.


—¿Estás lista?


—Listísima —le dijo mientras se ponía su abrigo.


Salieron abrazados del apartamento rumbo al garaje y partieron






CAPITULO 24





Permanecieron en silencio admirándose. Él le acariciaba las caderas y ella jugaba con sus labios, mientras Alfonso le besaba el dedo que los trazaba.


—Sé que tenemos que hablar, que hay muchas cosas que quieres que te cuente, que estás a la espera de muchas revelaciones. Reconozco que has sido muy paciente, soy consciente de que muchas veces te has contenido y no me has preguntado, y que hasta has reprimido las ganas de investigar por tus medios; no sabes cuánto te lo agradezco, sólo te pido que me des un poco más de tiempo.


—Tranquila, tenemos tiempo. Hoy no está permitido que el pasado se entremeta entre nosotros, ha sido demasiado hermoso tenerte y es un día especial, porque por fin hemos podido entregarnos a lo que nuestros cuerpos deseaban.


—Me has hecho sentir muy especial.


—¿Cómo de especial? —le preguntó con una sonrisa dulce, mientras afianzaba su abrazo y rozaba con su nariz la de ella.


—La más especial. Además, me he sentido sumamente cómoda.


—Eso me gusta y me importa mucho. Me encanta que expreses todo lo que sientes.


—Todos estos días, mientras pensaba en nosotros, en el momento en que estuviéramos así, íntimamente, tenía mucho miedo de sentir pudor. Es que... eres mi segundo hombre.


—Sólo quiero ser el último.


—¿Es eso verdad?


—¿Por qué no tendría que serlo?


—No sé, sentirme así, cuidada, muchas veces me parece que no pertenece a mi realidad.


—Eso es lo que más quiero, que tú seas mi realidad y yo la tuya. Me tienes embobado.


—¿Lo has disfrutado tanto como yo?


—Ha sido increíble, mejor que como lo imaginaba. ¿No tienes hambre?


—Sí, mucha, pero no quiero salir de tu abrazo y mucho menos de la cama.


Se rieron y se removieron entrelazando las piernas.


—Luego volvemos.


—Necesito sentirte así muy cerca, espera un rato, por favor.


Sus ojos se pusieron acuosos y de pronto el llanto se hizo incontenible.


—Eh, ¿qué pasa? Eres mi princesa, y las princesas nunca lloran por nada. —Le besó el hombro, le llenó el cuello de besos mientras con las manos le recorría la columna vertebral, enroscó más sus piernas a las de ella y entre los besos que dejaba sobre su piel le susurraba para que se calmara—: Chist, Chist, quiero verte sonriendo, no tienes que sentirte así a mi lado, aunque si lo necesitas debes saber que puedes llorar en mi pecho todo lo que desees, eso sí, sólo si me prometes que luego me sonreirás como a mí me gusta. —Ella estaba inconsolable—. ¿Quieres contarme por qué lloras? Quizá si me lo cuentas, si te desahogas, te sentirás mejor. Sé que te he dicho que había tiempo para que habláramos, pero si lo necesitas, si tienes la necesidad, hagámoslo.


—Abrázame muy fuerte, Pedro, necesito que todas las partes desgarradas que tengo se unan con tus abrazos, ahora sé cuán mágicos son. Tengo miedo.


—No debes tener miedo a mi lado.


—Lo sé, supongo que es cuando pienso en todo a lo que deberé enfrentarme...


—Estaré a tu lado acompañándote. Nadie, óyeme bien, Maite —la cogió del mentón, obligándola a que lo mirase—, mientras yo esté a tu lado, nadie volverá a hacerte daño ni te obligará a hacer algo que no desees.


—Siento mucho haber arruinado este momento.


—No has arruinado nada; por el contrario, lo has hecho más íntimo aún, me encanta que confíes en mí de esta forma, me encanta poder ser tu muro de contención.


—No quiero que sientas lástima por mí.


—¿Acaso crees que por eso estoy aquí contigo? ¿Tan poco te transmito? —La abrazó más fuerte, abrió las manos y le rodeó toda la espalda con ellas—. Si hay algo que tú no me provocas es precisamente ese sentimiento, te doy permiso a que pienses en cualquier otro, menos en ése; tú me suscitas cariño, seducción, pasión, ganas de protegerte. Quizá al conocer tu historia tuve lástima por ti, pero ahora es diferente, ahora está naciendo un sentimiento que noto aquí. —Cogió su mano y la apoyó en su pecho; su corazón tamborileaba sin cesar—. Maite, siento cosas por ti que realmente nunca he sentido antes por otra mujer. Sé que es muy pronto, pero sólo pienso en ti todo el día, estás metida en cada uno de mis poros. —La miró profundamente a los ojos—. Si tú te atreves, yo me atrevo; si tú estás dispuesta a intentarlo, lo intentamos.


Ella pegó el cuerpo al de él y tomó posesión de su boca, esa boca que acababa de decirle las palabras más bellas, las que toda mujer alguna vez desea escuchar. Sus lenguas tibias se acariciaron danzando y se convirtieron en ardientes deseos. Paula se escapó del beso, estaba jadeante, y sobre sus labios le dijo: —Sí, me atrevo, sí deseo intentarlo.


Volvieron a probarse, a confundir sus alientos y a interrumpir el paso del tiempo, en donde ellos se detenían para amarse, para saborearse y gustarse. Pedro rodó sobre ella, separó levemente su cuerpo para acariciarle el rostro, para admirarla, porque ella era su princesa y él era el príncipe valiente que acudía a rescatarla, que entraba en su vida para que ningún conjuro maléfico pudiera alcanzarla.


—Lo lograremos, estoy seguro de que a tu lado encontraré mi tiempo perdido.


Ella asintió con la cabeza y enroscó las piernas en la cintura de él.


—No sé, Pedro, cuánto tiempo habrás perdido, pero estoy segura de que no ha sido más que el que he perdido yo.


—No esperemos más, entonces, empecemos a recuperarlo.


Alfonso le mordió el labio inferior y se lo tironeó, ella se rio e hizo lo mismo.


—Amo tu boca, tienes una boca muy atractiva, detective Alfonso. Hoy no sonará el buscapersonas, en mitad de todo, ¿verdad?


—No, están apagados el buscapersonas, el móvil y he desconectado el teléfono fijo también. Tenemos toda la noche para nosotros.


—Eso significa... ¿que me cacheará toda la noche, detective?


—Pues necesito hacer un registro muy exhaustivo, el de esta noche es un procedimiento muy específico y trabajo solo, me han asignado como agente encubierto.


—¿Y piensa efectuar algún arresto?


—Espero que no sea necesario, sería muy desagradable que se resistiera a mi autoridad, porque puedo ser muy duro y agresivo. —Él cerró los ojos y se puso serio al darse cuenta de lo que acababa de decir—. Perdón, no he querido insinuar...


—Jamás te compares. —Le mordió el labio—. Sé que siempre vas a cuidarme.


—Siempre, que no te quepa la menor duda.


—Detective Alfonso —ella utilizó el mismo tono bromista de instantes atrás, quería retomar el momento—, quiero conocer su dureza, aunque ya tengo una idea de cómo es. —Movió la pelvis para frotarla contra su sexo, que pareció revivir—. Quiero conocer también toda su opresión, aunque también tengo noción de cómo es, pues en esta posición se siente muy bien todo el peso de la ley. — Él sonrió de lado—. ¿Sabe? Creo que me resistiré a su autoridad, porque quiero conocer el castigo que tiene para mí.


—Le aseguro que será el más placentero de los castigos.


—¿Más placentero que el que me ha impartido hace un rato?


—Puedo esforzarme un poco más y proporcionarle uno más placentero, voy a demostrarle que soy muy profesional y que sé lidiar con rebeldes.


—Entonces creo que me convertiré en su rebelde sin causa, porque quiero mucho más de ese castigo que he probado. Ahora sé que eso es todo lo que necesito para sentir que estoy viva.


Dejaron de hablar, ya no era necesario decirse nada más, necesitaban calmar con caricias y besos el fuego que surgía en ellos. Necesitaban aplacar las ansias, que los transportaban a un apasionado estado de embriaguez.


Pedro comenzó a besar todo su cuerpo y fue dándole lametazos, mordisquitos, succiones, quería probarla toda. Mientras la besaba, admiraba la sedosidad de su piel, tersa, transparente, perfecta.


Paula se retorcía ante cada roce, la boca inquieta de Alfonso se había apoderado de todos sus sentidos y era la culpable de toda su excitación.


Él le indicó que se diera la vuelta, que la quería boca abajo, pero Pau se tensó.


—¿Qué pasa?


—No quiero que veas mi espalda.


Él la miró sin entender, aunque algo intuyó. No pensaba forzarla a nada, hizo un repaso en su mente de las fotos que guardaba en su móvil, pero sólo recordaba moretones.


Volvió a tomar sus labios, la besó con ganas, con arrebato, quería que olvidara, que se alejase del mundo cuando estaba con él.


Se arrodilló frente a ella, cogió una de sus piernas y la acarició de arriba abajo, comenzando desde el muslo, primero con la mano y luego con la boca, repitiendo la tarea con ambas. Cuando iba a continuar, Paula, velozmente y de improviso, se sentó en la cama.


—Túmbate, también quiero darte placer.


Se subió a horcajadas sobre él y lo besó de la misma forma que Pedro había hecho. Estaba tembloroso, muy receptivo; finalmente, ella fue bajando con sus besos hasta tomar su pene sin dejar de mirarlo con cierta picardía; primero pasó la lengua rodeando su glande y luego se lo metió en la boca. Lo succionó por un rato, hasta sentirlo inseguro, levantó la cabeza y lo miró.


—Ven aquí —dijo Pedro.


Buscó rápidamente un condón y se lo puso. Ella gateó sobre su cuerpo y se acomodó sobre su sexo a la espera de que él la penetrara; el detective movió las caderas para enterrarse en ella punzante y sin demora. Se tomaron de las manos, Paula bajó la cabeza para buscar su boca y descontrolados
se volvieron a saborear al compás del balanceo de sus cuerpos, perdidos en la lujuria que emitían sus centros. No lograban quedarse quietos, arremetían con lascivia el uno contra la otra, gemían, gruñían, jadeaban mientras intentaban llegar al ápice de todas sus sensaciones, mientras intentaban llegar al éxtasis que sus cuerpos demandantes exigían.


Alfonso soltó sus manos y se aferró con fuerza a sus caderas, salió y volvió a enterrarse en ella, la cogió encajando los dedos en los muslos y le ordenó que lo mirase.


—Mírame. —Ella levantó la cabeza y se irguió sobre él—. Sedúceme —le ordenó mientras hundía mucho más las manos en su carne, para que ella arqueara más su cuerpo.


Paula apoyó las manos sobre las de él y clavó la mirada en esos ojos café que le exigían placer; se movió con más arrobo sobre su pene mientras sus pechos danzaban acompasados.


—Ámame, Pedro.


Él, extasiado, movió con más arrebato las caderas para hundirse más en ella, gruñó cuando sintió que Paula estaba llegando al escalón más alto de sus sensaciones, notó cómo se tensaba y una serie de espasmos llegaron al pene. Se rio con deleite, sabiendo que ella estaba corriéndose y qué él era el artífice de todas sus sensaciones, en ese momento él también se tensó y entrecerró los ojos, dejándose ir al mismo tiempo que ella.


Paula cayó sobre su pecho.


Sintiéndose aniquilado una vez hubo vaciado todo su esperma, Pedro se aferró a su cintura y la rodeó con los brazos mientras la aprisionaba contra él, hundió la cara en su cuello mientras aguardaba a que sus alientos se apaciguaran. La besó.


—¿Estás bien? —se preocupó en saber.


—No podría estar mejor.


Se retiró de ella, pero permanecieron juntos unos cuantos instantes más, sin moverse; por fin Pedro, con la respiración casi recuperada por completo, le habló: —Me ha encantado. Eres increíblemente apetitosa. ¿Te has sentido cómoda?


Ella se movió y se puso de espaldas sobre la cama. Pedro se tumbó de lado mirándola mientras le apartaba unos mechones de pelo que se habían cruzado en su rostro.


—Eres un prodigio, Pedro.


—Uff, voy a estallar de soberbia.


Paula levantó las manos y hundió los dedos en los mechones de su cabellera, luego las bajó y le acarició la boca.


—Gracias, detective. Después de haber probado su cacheo, creo que me resistiré mucho más a menudo a su autoridad.


Él bajó la cabeza, y le mordisqueó un seno.


—Y yo creo que me siento más orgulloso que nunca de mi profesión, porque tener bajo mi custodia a una rebelde sin causa como tú no es labor fácil.


Se rieron cono ganas.


—Ahora sí que me muero de hambre, Pedro. El desgaste físico y el alivio emocional han despertado desmesuradamente mi apetito.


—¿Y tu apetito se calma con comida?


—Uno sí, el otro sólo con tus besos y tus caricias.


—¿Sólo con besos y caricias? —Hizo un mohín muy chistoso.


—Para empezar me causa bastante alivio, pero luego debo confesar que no es suficiente.


—Me ha gustado mucho hacerte el amor.


—Y a mí me ha encantado que me lo hagas. Tu amor y unas sesiones de sexo son mágicos, y eso sí que calma verdaderamente mi apetito.


—Me moría de ganas de estar así contigo.


—Yo también.


—¿Tenías muchas ganas?


—Muchísimas, Pedro Alfonso. No puedo creer que formes parte de mi vida y que me hagas sentir tan libre.


—Eso ha sido muy bonito.


—Tú eres bonito.


Él se rio pudoroso.


—Entonces ¿puedo quedarme tranquilo sabiendo que he superado tus expectativas?


Paula le guiñó un ojo.


—Y yo, ¿he superado las tuyas?


Paula puso un gesto pensativo y ella abrió los ojos a la espera de la respuesta.


—Has traspasado todos los márgenes de sensatez, me has vuelto loco, muy loco. No sé qué haré para dejar que te levantes de esta cama, creo que te haré mi esclava sexual. —Le hizo cosquillas—. Amo el sonido de tu risa; a veces, antes de dormir, te imagino riendo a mi lado, y no sabes lo placentero que es.


—Detective Alfonso, cuando me habla así realmente me deja sin voluntad.


—Quiero enamorarte y que me enamores, quiero más, mucho, mucho, mucho, mucho más —dijo mientras la besaba por todas partes, en el rostro, en el cuello, en los senos, en el vientre.


—Es usted insaciable, detective.


—Tu cuerpo me hace sentir así. Pero debemos alimentarnos, así que te demostraré que aún me queda un poco de cordura y me iré a lavar, así podrás levantarte de la cama y asearte también. Luego calentaremos la cena, que aún nos está esperando, y después volveremos, y nos quedaremos así toda la noche, y te haré el amor hasta que me pidas que pare.


—Hummm, qué propuesta más cautivadora. Pero debo corregirte algo: nunca conseguirás que te pida que pares, eso sencillamente no está en mis planes.


Se besaron una vez más y luego hicieron lo que habían planeado.