Detenida en un alto dentro del coche, Eva repasaba lo mal que había empezado su día. Estaba contrariada y con un humor que ni ella aguantaba; saber que Pedro se había tomado esos días y no lo vería la había puesto en un estado de enajenación que no lograba controlar.
Quería deshacerse de esos sentimientos, pues era consciente de que no tenía ningún derecho a sentirse así, pero parecía inevitable: cada día se le hacía más difícil trabajar a su lado. Si cerraba los ojos aún recordaba aquel beso. Pedro era muy dulce besando, pero a la vez una fiera, se acordaba de cómo invadió su boca con la lengua y se tensaba con sólo imaginarlo; una punzada en la entrepierna le recordaba constantemente cuánto lo deseaba.
Sacudió la cabeza y golpeó el volante mientras se amonestaba por sentirse así. Miró hacia otro lado, intentando distraerse con el panorama, pero, para su sorpresa, de pronto se topó con el coche de Pedro.
«Es él, estoy segura. —Los vidrios tintados no le permitían ver con seguridad, pero para ella la silueta del detective era inconfundible—. ¿Con quién está? Creo que es una mujer.»
El tránsito avanzó y la detective Gonzales comenzó a seguirlo cautelosamente. Dejó que la adelantase y ya no le quedaron dudas: la matrícula del deportivo era la del automóvil de Alfonso. Con precaución para no ser vista, los siguió hasta Glen Cove. Allí, agazapada, lo vio bajar del coche y tender una mano a su acompañante, y quedó pasmada al ver con qué consideración la trataba. Alfonso cogió por la cintura a Paula, con un gesto que demostraba demasiada confianza entre ellos, se lo veía muy interesado y sin ningunas ganas de disimular. Los vio adentrarse en una casa, y decidió esperar a que saliesen para seguirlos de nuevo.
El detective Alfonso estaba tan embobado con su acompañante, que ni advirtió que los estaban siguiendo..
****
Finalmente Pedro y Paula partieron desde el aeropuerto La Guardia y, en poco más de tres horas, aterrizaron en el aeropuerto internacional de Austin-Bergstrom.
—Señor Alfonso, nos vemos el domingo a las seis de la tarde.
—Perfecto, seremos puntuales —le contestó al piloto, cuando se preparaban para bajar del jet.
Al salir de la terminal aeroportuaria, un coche con las iniciales IA, de las Industrias Alfonso, los esperaba para trasladarlos hasta Hill Country, pero Paula no prestó atención al auto, sólo tenía ojos para Pedro.
Llegaron a la casa, una villa de estilo italiano con los exteriores construidos en piedra y enclavada en lo alto de las colinas de Austin. Tenía unas vistas asombrosas al lago.
—¡Qué exquisitez de lugar! —exclamó Paula, impactada por la naturaleza que la rodeaba.
—¿Te gusta?
—Esto es un oasis, verdaderamente, es un lugar increíble el de tu amigo —expresó entusiasmada por la geografía, mientras Pedro ayudaba a Julián a bajar los bolsos.
—Gracias, Julián, yo me encargo, no necesito nada más.
—¿Está usted seguro? Mire que a mi esposa y a mí no nos cuesta nada atenderlos.
Ambos se miraron entendiéndose.
—No es necesario.
—De acuerdo, en ese caso, que tengan una confortable estancia.
Pedro se lo agradeció con un movimiento de cabeza y Paula le dedicó una sonrisa amigable al sexagenario antes de que se retirara.
Entraron en la lujosísima casa, donde todo estaba silencioso y acomodado, tan encantador por dentro como lo era por fuera.
Alfonso dejó las bolsas apoyadas en la entrada, junto a la escalera de hierro y mármol. Ella ya estaba escudriñándolo todo, preparándose para salir al exterior de la casa, a disfrutar de las vistas desde las terrazas. Una vez allí admiró la piscina de borde infinito, el spa y la cascada, que se complementaban muy bien con el interior de la casa.
Mientras miraba extasiada e inspiraba fuerte para nutrirse con el aire puro del lugar, Pedro la sorprendió abrazándola desde atrás, abrió las piernas para afirmarse y aprovechó para dedicarse a besarle en esa parte del cuello y hablarle al oído: — Apelo a que en este lugar te olvides del mundo, y que tu mundo desde hoy sea yo.
Ella se dio la vuelta y lo miró profundamente a los ojos, anhelante, levantando la mano para regalarle una caricia en la mejilla. Sus palabras la habían dejado tambaleando, pero entonces recordó las palabras de Maite:
«Si sigues mintiendo, quizá no pueda perdonarte».
Un escalofrío le invadió el cuerpo y de inmediato intentó hablar: —Tengo que decirte algo.
Él negó con la cabeza y su tono de voz sonó rotundo.
—Este fin de semana lo que menos quiero es hablar. Deseo muchas cosas —la miró con picardía —, pero te aseguro que en ninguno de mis planes está el que nos sentemos a hablar, al menos no ahora. Por cierto, ¿recuerdas que esta mañana ha quedado algo a medias?
—Pero es necesario que hablemos.
—Te he dicho que aquí nos olvidaremos del mundo exterior, crearemos uno únicamente para nosotros dos. Para eso hemos venido.
—Es muy tierno todo lo que me dices, pero creo que es necesario que sepas algo.
—Maite, este fin de semana nada de recuerdos, nada que tenga que ver con el pasado, que se pueda entremeter entre nosotros. Déjame disfrutarte, déjame hacerte feliz. Prohibido hablar de cosas tristes.
Volvió a aprisionarla contra sí y le devoró la boca posesivamente. Cuando él la besaba ella dejaba de pensar...
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