lunes, 15 de febrero de 2016
CAPITULO 6
Por la noche...
—¿Vas a salir? Hoy le has dicho a Samantha en la comida que no tenías ningún compromiso.
—¿Desde cuándo te crees con derecho a cuestionar adónde voy?
—Sabes que jamás lo haría, simplemente creía que podríamos cenar juntos, he hecho preparar tu comida favorita —dijo con tranquilidad—. Podría hacerte unos masajes, sé que estás cansado y que los necesitas. —Paula se aferró a su cuello y se acercó para encontrar su boca. Se dieron un desganado beso, que a ninguno de los dos le llegó al alma, se separaron y se quedaron mirándose—. ¿Cómo, Manuel, cómo hemos llegado a esto?
Él la abrazó, le acarició la espalda y le habló al oído.
—Pronto terminará la campaña y todo volverá a ser como antes.
—¿Lo prometes?
—Por supuesto. —Manuel la besó sin interés en la mejilla—. Tengo que irme, querida.
Paula se quedó sola, miró a su alrededor y se sintió más desolada aún. Supo al instante que nada cambiaría, porque entre ellos ya nada quedaba, todo se había acabado. Se compadeció de sí misma, cada día era más tortuoso que el anterior, y comprendió que la solución a su tormento únicamente estaba en sus manos.
Manuel estaba saliendo del garaje y en el instante en que se aproximaba a la calle se encontró con un coche. Reconoció al segundo que se trataba de Maite, se detuvo y ambos bajaron las ventanillas para hablarse a través de ellas.
—Hola, Manuel. —Él la miró con cara de pocos amigos, no se soportaban y ninguno estaba dispuesto a disimular el fastidio que se tenían—. ¿Te vas? No me digas que no contaremos con tu honorable presencia —añadió en tono burlón.
—¿A qué has venido?
—Necesito comentarle a Pau unas cosas de la galería y que me firme unos papeles. ¿Nos lo permites, tenemos tu autorización?
—No me torees, Maite, no me obligues a hacer que Paula venda la galería y que no te queden excusas para venir a llenarle la cabeza de ideas idiotas.
—Hazlo y te juro que te denunciaré por secuestro. Porque eso es lo que estás haciendo con Paula, la tienes poco menos que secuestrada.
—¡Qué miedo me dan tus amenazas! —Se carcajeó en su cara.
«Estúpida, como sigas molestándome te haré borrar del mapa»; se guardó sus pensamientos como un deseo. La amenaza que le soltó fue más suave, él jamás demostraba por completo sus emociones: —No me jodas, o te juro que te prohíbo la entrada.
—Infeliz, ¿acaso te crees Dios?
Wheels se rio sarcástico, puso el coche en movimiento y salió de allí haciendo rechinar los neumáticos.
Maite entró en el tríplex.
—La señora está en su estudio, ya la aviso de que ha llegado —dijo el mayordomo.
—No se moleste, conozco el camino.
La encontró sentada frente a un bastidor apoyado sobre un atril. Solamente lo miraba: la tela estaba tan en blanco como parecía estarlo su mente. El ruido de la puerta al cerrarse la hizo salir de su abstracción.
—¡Maite, has venido! Creí que no volverías.
—Tonta, ¿cómo puedes pensar eso? —Le acarició el brazo y le dio un beso en la mejilla—. ¿Cómo estás?
—Bien, te juro que estoy bien.
—¿La espalda?
—Curándose, sabes que mi poder de sanación es muy rápido.
—Mentirosa; déjame verte.
—No. Por favor, Maite, no quiero sentirme humillada otra vez. Déjame disfrutar de que estás aquí y charlemos. Cuéntame, ¿han llegado las obras nuevas?
—Ay, amiga. —Maite la abrazó, le apartó el pelo de la cara y le sonrió indulgente; lo que más deseaba era que se distrajera, estaba harta de verla tan apagada—. Sí, han llegado, y son más hermosas que en los catálogos, tienes que venir a verlas antes de que se vendan. Pero ahora se me acaba de ocurrir una brillante idea: ya que el ogro no está (lo sé porque me lo he cruzado cuando entraba), tú y yo nos iremos a cenar a algún restaurante. Vamos a tu dormitorio a elegir ropa para que te cambies.
—Tal vez no sea muy bueno para la imagen de Manuel que me vean sola y de noche. Creo que es mejor que nos quedemos a cenar aquí.
—Basta, Paula. Si él tiene derecho a salir y no está mal visto que no cene con su bonita esposa, que tú salgas con una amiga tampoco se verá mal. No haremos nada raro, sólo nos sentaremos en un restaurante de la ciudad a cenar y a charlar un poco. Lo necesitas, necesitas salir de este encierro.
Piensa por un momento en ti y date un respiro. Buscaremos algún lugar discreto, prometo que nadie te reconocerá.
Paula se quedó evaluando las posibilidades; le apetecía pasar un momento agradable junto a su amiga la llenaba de ilusión. Inspiró profundamente, frunció los labios y, contagiada por la seguridad de Maite, dijo:
—Creo que tienes razón. Voy a arreglarme.
—Perfecto.
Pau ya estaba lista, se miró al espejo y se sintió entusiasmada. Hacía tiempo que no se ponía un pantalón, Manuel insistía en que siempre se vistiera con falda, pero Maite la había incitado y ella estuvo conforme. Eligió unos negros de estilo pitillo, una camisa ocre del mismo tono que los tacones de plataforma y una chaqueta de pico de un solo botón con las solapas en seda de color natural. Su amiga permanecía de pie detrás de ella.
—Creo que mejor habría sido un vaquero, para que fueras más casual y no llamaras tanto la atención, pero al menos he logrado que te quites esa falda. Estás guapa, Pau, ese color te sienta muy bien. No lo entiendo... ¿cómo puedes tener tanta ropa sin estrenar?
Se roció abundantemente con perfume y remató el atuendo con unos pendientes, cogió el bolso y salieron del dormitorio.
Cuando estaban listas para salir de casa, el guardaespaldas de Paula las interceptó: —Señora Wheels, ya sabe que no puede salir sin mi compañía.
—Sí que puedo, Dylan, soy mayor de edad desde hace unos cuantos años y no tengo que pedir permiso a nadie para salir. De todas maneras, y como no quiero que pierda su trabajo, le informo de que vamos a la galería. Iré en el coche de la señora Smith; si lo desea puede seguirnos.
—Desde luego, señora.
Se montaron en el Mercedes Clase A de Maite y salieron a la calle.
—¿Por qué le has dicho al guardaespaldas que vamos a la galería si salimos a cenar?
—Porque quiero hacerle creer eso. Tú conduce hasta allá, que se me ha ocurrido algo.
—A ver, Paula, ¿en qué estás pensando?
—¿No quieres que salgamos solas? Pues eso haremos, salir solas sin ningún soplón alrededor. Manuel no aprobará esta salida a menos que sea a la galería.
—Manuel me tiene harta, y tú...
—Chist, conduce.
Maite no podía evitar su fastidio por la sumisión con la que Paula aceptaba todo, pero no quería discutir esa noche, estaba decidida a que juntas pasaran un rato agradable. No entendía cómo iban a evitar al guardaespaldas, pero aun así siguió conduciendo. Llegaron a la galería y bajaron del coche.
Antes habían parado a comprar sushi, donde Paula finalmente le explicó el plan a su amiga.
—Toma, Dylan, esto es para ti. Te he comprado la cena porque no es justo que te quedes aquí fuera sin probar bocado.
—Gracias, señora, es usted muy considerada.
—Estaremos en la galería revisando unas cosas y comiendo. Sólo serán unas pocas horas y luego volveré a casa contigo, así la señorita Smith no tendrá que llevarme.
—Perfecto, señora, aquí la espero.
Maite y Paula se metieron en el interior, pero enseguida salieron a la calle por la puerta trasera.
Eduardo ya estaba esperándolas, estacionado en su Audi Q6.
—Hola, Ed, gracias por venir tan pronto.
—¿Creíais que iba a perderme esta escapada?
Los tres se rieron y se marcharon.
—¿Adónde vamos? —preguntó Paula entusiasmada, como si fuera una colegiala haciendo novillos.
—Creo que será mejor que vayamos a algún restaurante alejado, en las afueras de la ciudad y nada muy rimbombante, para que no reconozcan a Pau—propuso Maite.
—Me parece perfecto —dijo Eduardo—. Conozco el lugar ideal.
CAPITULO 5
Eva y Pedro se dirigían al aparcamiento del departamento de policía, habían terminado el turno.
—Hasta mañana, Pedro —dijo ella. Él se quedó mirándola, sin devolverle el saludo—. ¿Pasa algo?
—Se me ha ocurrido que tal vez podríamos ir a tomar algo, te invito al Grand Central.
—Lo siento, Pedro, es el cumpleaños de mi sobrina y quiero ir a saludarla.
—Sí, no te preocupes, sólo ha sido una invitación estúpida.
Ella le apoyó la mano en el hombro.
—Me encantará aceptar esa invitación estúpida otro día. —Pedro le dedicó una sonrisa increíble —.Tengo una idea mejor: ven conmigo y luego arreglamos para cenar.
—Acepto, me parece perfecto.
Acordaron que él la seguiría con su coche todo el camino.
En un semáforo quedaron uno al lado del otro y se sonrieron a través de la ventanilla; él le guiñó un ojo y ella, divertida, enarcó una ceja.
Se rebujó en su asiento, mientras se mordió un dedo, y entrecerró los ojos, mientras se daba cuenta de que aquella sonrisa no se la conocía; a pesar que pasaban muchas horas juntos jamás le había sonreído de esa forma seductora y cómplice. Ello la llevó a mirar a Pedro como nunca se había permitido mirarlo. Éste, ajeno a las cavilaciones de su compañera, se remangó despreocupado e indiferente las mangas de su camisa y volvió la vista al camino.
Aprovechando su distracción, Eva no pudo dejar de mirar sus anchos antebrazos, de venas destacadas y músculos prominentes. Era fornido y atlético; lo siguió recorriendo con la mirada y ascendió hasta su rostro, y se dio cuenta de que tenía una boca muy apetitosa. De pronto, un bocinazo del automóvil que estaba tras ella la sacó de su ensimismamiento, e incluso se llevó un insulto.
Levantó el dedo corazón y se lo enseñó al conductor de atrás, devolviendo el agravio. Alfonso vio la escena, divertido; la espontaneidad de ella le había hecho mucha gracia.
Finalmente llegaron al número 45 de Coolidge Road, Maplewood, en New Jersey, y estacionaron uno tras el otro.
Pedro bajó de su coche y, mientras ella tomaba su chaqueta del asiento trasero, él se apresuró para abrirle la puerta y ayudarla a que bajara. Le ofreció la mano caballerosamente y Eva se la aceptó mientras le regalaba una franca sonrisa. Le gustó el gesto, aunque la pilló por sorpresa, pues en el trabajo tenían un trato siempre muy distante, cosa que ella agradecía. Pedro siempre la había tratado de igual a igual, nunca la había hecho sentir menos idónea por ser mujer.
—Gracias, Pedro. —Él sonrió, sin intención alguna de soltarla.
Eva descendió del Toyota Camry negro y sin apartar la mano de la de Pedro abrió el maletero del coche. Dentro había un enorme paquete envuelto para regalo y ambos, sin querer soltarse, se agacharon para cogerlo, sus cabezas terminaron chocando y les provocó carcajadas. Pero entonces el silencio se instaló entre ambos y clavaron las miradas el uno en la otra, con intensidad, intentando encontrar cosas que jamás habían advertido. Ella se ruborizó y él le guiñó el ojo. Eva, perturbada por lo que estaba sintiendo por su compañero, bajó la vista y soltó tímidamente la mano para recoger el regalo, y de esa manera terminó con la incomodidad del momento.
Entraron por la parte trasera de la casa, donde una gran cantidad de niños correteaban en el jardín; al verlos llegar, una niña con la misma sonrisa que la de Eva se acercó corriendo a ellos. Era Maggie, la cumpleañera.
—¡Tía, has venido!
—Por supuesto, princesa Rapunzel.
—No, tía, hoy no soy Rapunzel, hoy soy Maggie. Es mi cumpleaños y si me llamas de otra forma no me darán los regalos a mí porque creerán que se han equivocado.
—Entiendo, Maggie. En ese caso, toma, esto es para ti. —La niña rasgó rápidamente el envoltorio y descubrió un traje de Rapunzel; se alegró muchísimo—. ¿Te gusta, era el que querías?
—Sí, tía, muchas gracias, ¡eres la mejor! Y tu amigo, ¿quién es?
Eva miró a Pedro, que permanecía atento a la escena con las manos metidas en los bolsillos y sonreía.
—Mi amigo se llama Pedro.
—Hola, Maggie. Estarás muy guapa con ese traje que tu tía te ha regalado. —Pedro se inclinó para saludar a la pequeña—. Te enviaré con Eva un regalo de mi parte; lo siento pero me he enterado a última hora de que era tu cumpleaños.
—No hay problema, Pedro, mi tía me lo traerá.
—Maggie, no seas interesada.
—No te preocupes, Eva, si es lo que yo le he dicho.
La niña salió corriendo dejándolos solos; sus amiguitas la llamaban desde el columpio.
—Ven, Pedro, sígueme, que te presentaré a la familia.
Eva le presentó a sus padres y luego a sus hermanos. Ella era la pequeña de cinco y la única chica.
También le presentó a sus cuñadas.
—Por fin te conocemos, Pedro. Eva nos ha hablado mucho de ti, nos ha contado que os complementáis muy bien en el trabajo y me alivia saber que su compañero es un caballero, pues cuando nos dijo a qué quería dedicarse nos asustó mucho. Nadie en nuestra familia ha tenido esta carrera, y para nosotros, como comprenderás, fue un poco traumático —explicó la madre de Eva.
—Señora Gonzales, la escucho y parece que estoy oyendo a mi madre. —Roberto, uno de los hermanos de Eva, les dio una Budweiser a cada uno—. Gracias. No debe preocuparse más de la cuenta, señora: nos entrenan para que sepamos cómo cuidarnos en las calles y le aseguro que sabemos hacerlo.
Piense que, aunque nuestro trabajo es atrapar a delincuentes, eso no nos pone más en peligro que al resto de los mortales, pues cualquiera puede salir a la calle y toparse con uno.
—Dicho así, parece de lo más natural. Mi hermana también lo ve de ese modo —dijo Esteban mientras tomaba a Eva de la cintura—. Pero nuestra vida no es como la vuestra, digáis lo que digáis: nosotros no vamos tentando al destino.
—No te esfuerces, Pedro, nadie de mi familia aprobará jamás la profesión que he elegido, no te entenderán.
—Es que habiendo tantas profesiones, hija, elegiste una que nos tiene con el corazón encogido.
—Señor Gonzales, le prometo cuidar de Eva siempre que me sea posible.
—¿De dónde eres, Pedro? —se interesó el otro hermano de la detective—. ¿Eres de Nueva York?
—No, Luis, soy de Texas.
—¿Y hace mucho que vives aquí?
—Pues ya hace unos cuantos años. Vine por trabajo, pues por mi antigua profesión era más cómodo vivir en la ciudad. Luego me compré un apartamento y me instalé definitivamente.
—¿En qué trabajabas antes, Pedro? —preguntó la madre de Eva.
—Era modelo, señora.
—¿En serio, Pedro? Nunca me lo habías contado. —Eva se mostró extrañada—. ¿Qué hacías exactamente?
—Hice anuncios y también desfilé en las pasarelas. En cuanto a marcas reconocidas, Armani y Dolce & Gabbana son las más importantes para las que trabajé.
—¿Conservas fotos de esa época? Juro que me muero por verte.
Pedro sonrió.
—Pues alguna debo de tener; si no, la que seguro que tiene es mi madre, ella era mi fan número uno y lo guardaba todo.
—Qué gran cambio... ¿Cómo es que te metiste en la policía?
—¿Cómo explicarlo? —Bebió de su cerveza—. La verdad es que me cansé de tanta frivolidad; necesitaba darle a mi vida un verdadero sentido, necesitaba sentirme realmente útil. Estaba harto de excesos, me refiero a ir de fiesta en fiesta, de noche y sin parar, sin orden. Mi vida era una juerga continua, de pronto todos empezaron a reconocerme y muchas veces era difícil decir que no.
—¿Eras famoso? Yo no te conocía, lo siento por tu ego —bromeó Eva.
—Yo creo haberlo visto en algunos anuncios —dijo una de las cuñadas de Eva. Pedro simplemente asintió.
—Continúa muchacho, continúa —interrumpió el patriarca de los Gonzales.
—Llegó un tiempo en que comencé a sentir que necesitaba hacer algo que verdaderamente me enorgulleciera, y me di cuenta de que lo que hacía no me satisfacía. Supongo que eso se debe a que lo de ser modelo llegó a mi vida por casualidad. Que quede claro que no menosprecio esa profesión, sólo es que para mí no era suficiente. Entré en ella sin proponérmelo; una vez acompañé a una amiga a una entrevista y un cazatalentos me planteó si me interesaba, pues al parecer tenía el perfil que en ese momento necesitaba. Así, sin pensarlo demasiado, después de oír la oferta económica, terminé por aceptar y fue como comenzó todo. Pronto conseguí buenos contratos, las grandes marcas terminaron interesándose en mí y se me presentó la posibilidad de comprarme mi apartamento.
—Guau, creo que hiciste bien en aprovechar esa oportunidad. Pero a la policía, ¿cómo llegaste? — preguntó Eva.
—Si no hacéis más que interrumpirlo, ¿cómo queréis que os lo cuente? —dijo la señora Gonzales, reprendiendo a su hija.
Pedro sonrió y volvió a beber de su cerveza antes de continuar.
—Para cualquiera, lo que yo tenía era una carrera en ascenso y ni loco la habría dejado. Viajé por todo el mundo: Roma, París, Londres, Egipto..., y todo parecía genial, inmejorable. Al principio así era, pero terminé hartándome de esa vida, y además acabé obsesionado con mi aspecto exterior. Así que comencé a dejar de disfrutar.
»Y entonces tomé la decisión de meterme en la policía...
Volvió a beber de su Budweiser. Todos lo escuchaban atentamente, pero Eva era la más fascinada, pues estaba descubriendo una faceta de su compañero que jamás había imaginado.
—Supongo que cuando uno es muy conocido se pierde privacidad. Debe de ser difícil.
—Sí, Roberto... Es curioso cómo llegó a mi vida la policía. —Asintió con la cabeza—. Un día estaba desayunando en Gorilla Coffee, en la esquina de Park Place y la Quinta Avenida (en realidad estaba tomándome un café bien cargado, la noche anterior había bebido mucho y hacía cuatro días que no dormía en casa, tenía una resaca que se empeñaba en no abandonarme, una sesión de fotos dos horas después, y necesitaba espabilarme como fuera). De pronto, una señora comenzó a dar gritos: le habían robado, el delincuente pasó corriendo a mi lado y sin pensarlo dos veces salí tras él, lo perseguí y recuperé el bolso. Fue entonces cuando comprendí que ésos eran los niveles de adrenalina que necesitaba en el cuerpo; de pronto me sentí útil, orgulloso de mí mismo. Así fue —concluyó y miró a Eva—. Y tú, ¿cómo te decidiste por esta carrera? Nunca me lo has contado.
—Pues lo mío es más simple, Pedro: soy la única mujer de la familia, crecí jugando con chicos. — Señaló a sus cuatro hermanos—. Creo que esto aclara el panorama y hasta contesta a tu pregunta, ¿no?
Todos rieron a carcajadas.
—Es decir —dijo Esteban—, que cada vez que nos quejamos de la profesión que ha elegido, nos responde que ha sido nuestra culpa.
Pasaron una tarde hermosa. Pedro se sintió muy a gusto con la familia de Eva, todos eran muy sencillos y cálidos y le habían hecho sentir muy bien.
CAPITULO 4
Era casi mediodía.
—Paula, ¿qué haces?
—Nada, ¿por qué?
—Voy camino a Delmonico’s y me he hecho un hueco en la agenda para comer con mi hermosa y adorada esposa. Dile a Dylan que te traiga.
—Está bien, me arreglo rápido y voy para allá.
—Ponte tu vestido burdeos; me gusta cómo te queda y vas muy correcta y elegante.
—De acuerdo, Manuel, me lo pondré.
Paula llegó al restaurante entusiasmada por la invitación, hacía tiempo que no salían a almorzar ni a ningún otro lado y sólo se mostraban juntos en actos políticos. Por eso no pudo por menos que sentirse ilusionada con el encuentro, pensó que quizá sí era cierto que estaba arrepentido y quería recomponer las cosas. Entró en el clásico y lujoso restaurante, donde el relaciones públicas la reconoció de inmediato y la escoltó hasta donde su esposo la esperaba.
Manuel se encontraba sentado a una mesa en el centro del salón, de modo que era casi imposible que no los vieran; todos los comensales que ese día estaban en el local depositaban la mirada sobre el reconocido senador Manuel Wheels y su esposa.
Éste, al verla llegar, se puso de pie para esperarla, cuando se acercó le dio un casto beso en la mejilla y aguardó a que se sentara para acercarle la silla.
—Estás muy guapa.
—Gracias —dijo Paula, sonriendo radiante.
—He pedido una botella del Merlot que te gusta, quiero compensarte por mi exabrupto de anoche, lo siento —le dijo mientras se acercaba, hablándole en un tono muy bajo y arrullador.
—No te preocupes, Manuel, ya lo he olvidado.
No era cierto; los recuerdos de la paliza recibida le habían dificultado la tarea de ducharse; el agua caliente cayendo sobre su cuerpo le había hecho recordar uno a uno los golpes que él le había dado sin misericordia. Wheels estiró la mano, cogió la de ella y le besó los nudillos.
—Pero no vuelvas a escuchar tras la puerta —entrecerró los ojos mientras se lo decía—, ¿eh, querida?
Ella no contestó; se quedó mirándolo temerosa por la advertencia, sin poder evitar el temblor que esa mirada le causaba. Cogió el menú para no tener que dirigir la vista hacia su marido.
—Espera un momento, bebe del vino que he pedido para ti, estamos esperando a alguien —dijo Manuel.
—Pensaba que comeríamos solos.
—¿Solos tú y yo? —La miró con una cínica sonrisa. Sólo con una mueca lograba humillarla, la dejaba desprovista de palabras y la hacía sentir el ser más insignificante sobre la tierra—. Sería muy aburrido, no tendríamos de qué hablar —explicó dándole palmaditas en la mano—. Bebe, querida, bebe. Una mujer de infarto, de ojos verdes y cabello moreno, curvas despampanantes y una sonrisa que nublaba la vista, apareció en el restaurante. Manuel se puso de pie cuando ella se acercó y la saludó con un beso en la mano.
—Cielo, te presento a mi nueva asesora de imagen, la señorita Samantha Stuart.
—Encantada.
—El gusto es mío, señora Wheels. —Se saludaron con un beso.
La mujer se acomodó al lado de ellos, y Manuel se quedó de pie junto a ella para acercarle la silla de manera muy caballerosa. El senador, ante los ojos del mundo, era siempre correcto, gentil e intachable.
Muy pronto empezaron a hablar sobre la campaña política y Paula sintió que sobraba, como si no encajara en la conversación ni mucho menos en el lugar, frustrada una vez más; pero como siempre debía guardar las formas y esconder sus sentimientos en público, pues Manuel no le perdonaría que se mostrara desinteresada y mucho menos que alguien lo advirtiera; delante de la gente debía ser la esposa ideal, la más encantadora y la más feliz.
Sonrió en silencio y pensó con ironía en qué significaba para ella la felicidad. Miró a su alrededor y comprendió una vez más que los observaban, se sintió como una estatua de piedra mientras su esposo se dedicaba a ignorarla por completo. A ratos dejaba escapar una sonrisa para que todos creyeran que se interesaba en lo que allí se decía; era toda una experta en el arte de fingir en público.
Manuel y Samantha hablaban de trabajo y Paula se limitaba a escucharlos mientras comía. En cierto momento se llevó la copa de vino a la boca, sorbió un trago, y mientras degustaba la bebida recordó la época en que había conocido a su marido, cuando él estaba a punto de graduarse en Yale.
Poco después se convirtió en un abogado defensor reconocido, trabajando en uno los bufetes más prestigiosos de la ciudad. Estaba lleno de sueños y de planes para un futuro en el que ella siempre era lo más importante.
Lo observó con un profundo conformismo —Manuel hablaba de forma elocuente y era atento con su asesora— y siguió recordando, transportándose a los días en que lo ayudaba a preparar su tesis. «Ese título de abogacía también me pertenece en parte», se dijo. «¿Cómo se metió en política? Lo recuerdo bien. Llevaba el caso del diputado Lexington y se dio cuenta de que ésa era su pasión. Él le presentó a todos sus compañeros del partido y lo inició en la militancia política. Fue entonces cuando nuestra relación empezó a deteriorarse, llevábamos dos años de casados y yo había sufrido un aborto. Empezó a ausentarse más de casa, se olvidó de todas las promesas de amor que me había hecho y, ávido de poder, todo dejó de importarle, incluida yo; él se
transformó en el centro del universo.
»Si me animara, si pudiese dar un paso adelante y retomar mi vida, si pudiera encontrar el valor que necesito... Quizá May y Ed tengan razón, debería al menos retomar la galería... Pero ellos la llevan tan bien, ¿para qué hacerlo yo entonces? Manuel está en lo cierto, si tengo gente a cargo que se puede ocupar de todo, ¿para qué ir a perder el tiempo allí? Aunque es lo que me gusta, quizá me sentiría más útil de esa forma.
»Sí, si Manuel esta noche está de buen humor y tiene tiempo para escucharme se lo plantearé, buscaré la forma.»
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