lunes, 22 de febrero de 2016
CAPITULO 29
Los demonios de Paula aún permanecían al acecho, pero Pedro, con su inmensa paciencia y bondad, había logrado que se calmara. Le infundía confianza y la ayudaba a creer que una nueva oportunidad para ser feliz era verdaderamente posible a su lado. Pero aún no se sentía confiada ni preparada para enfrentarse de lleno a su pasado; solamente pensar en el nombre de su exesposo le helaba la sangre y le encogía el corazón.
Estaba en la habitación terminando de vestirse, Pedro había bajado a beber un vaso de agua a la cocina. Lo hizo de un tirón y abrió el grifo del fregadero para enjuagar el vaso.
—Muchacho testarudo, deja eso, que bien puedo hacerlo yo.
—¡Josefina!—dijo espantado ante la aparición—. Casi me matas del susto.
Se acercó a besar a la mujer entrada en años que conservaba toda su elegancia. Sus ojos azules, con algunas marcas producto de la edad, lo miraban muy cariñosos. Alfonso le depositó un beso en la coronilla y la abrazó muy fuerte, demostrándole un gran afecto.
—Ni que fuera un espectro para que te asustes al verme. Estoy vieja, pero intento mantenerme. — Se tocó el cabello rubio.
—Estás hermosa, eres una viejecita muy guapa. Pero es que se suponía que no debías aparecer por aquí.
—¿Tan desagradable e impresentable es tu madrina? ¿Crees que sabiendo que estás en la casa no voy a acercarme a saludarte? ¡Como si te viera a menudo! Y no me llames vieja.
Le dio una palmada en el trasero.
—No seas protestona y no sugieras cosas que no son ciertas. No se trata de eso, es que la persona que me acompaña... no sabe que esta propiedad es mía.
—¿Y de quién se supone que es?
—De un amigo.
—¿Quién es esa mujer que te acompaña? Porque para que la hayas traído aquí y hayas roto tu promesa de no pisar nunca la casa de tu padre es obvio que se trata de alguien muy importante para ti.
—Mira que eres curiosa... Dime una cosa, que no me he enterado: ¿desde cuándo has cambiado de profesión? Que yo sepa el detective soy yo, pero parece que la investigadora eres tú.
—Mi Julián me ha dicho que es una mujer muy hermosa la que te acompaña, y que se nota además que es muy fina.
—Y no habrás tardado en llamar a mi madre para contárselo.
—Mira que eres bueno esquivando interrogatorios... No lo he hecho, no soy una chismosa. ¿No irás a ver a tu madre? Estás a un paso de Houston, y se apenará mucho cuando se entere de que has estado en Austin y no has ido a verla.
—No tiene por qué enterarse... —Arqueó una ceja mientras la miraba fijamente, en tono de advertencia.
—Aaah, no me pidas eso, yo nunca miento.
—Sé de sobra lo mucho que le mentías a mi padre para que no nos encontrara, y si mal no recuerdo, varias veces fue por expresa petición mía. ¿Acaso has olvidado las mentiras que le contaste cuando enfermó y comenzó con la búsqueda? El muy desgraciado intentaba lavar sus culpas.
Hipócrita, después de renegar durante años de mi existencia.
—Pero eso fue porque a ti nada puedo negarte —intentó justificarse. Pedro la miró de forma calculadora.
—Por esa misma razón no le dirás nada a mi madre y ahora mismo desaparecerás.
—Tramposo, cabezota y malcriado. Déjame al menos que os atienda durante vuestra estancia en Austin.
—Jamás. Que Julián y tú estéis en esta casa como caseros es porque os empeñasteis vosotros.
Aquí es donde siempre habéis vivido y no hay nadie mejor para hacerlo, pero consentir que me atiendas como una
sirvienta, ¡eso no lo permitiría ni loco!
Paula entró en la cocina guiada por el bullicio de las voces.
—Aquí estás... —Sonrió mientras se plantaba a su lado.
—Sí, estaba hablando con la señora encargada del aseo de la casa, que muy gentilmente me estaba ofreciendo su ayuda. Maite, ella es Josefina, la esposa del señor que nos fue a buscar al aeropuerto.
—Encantada, señora.
—Le aseguro que el gusto es totalmente mío, señorita.
Le extendió la mano y Paula le devolvió el saludo con un cordial beso. Josefina, casi sin disimulo, la miró de arriba abajo, comprobando por sí misma lo guapa que era la mujer que acompañaba a su ahijado.
Le había caído muy bien de entrada y se notaba a simple vista que era una persona con mucha clase, pero también sencilla, humana y muy simpática.
Pau le ofreció una sonrisa verdaderamente generosa y le acarició el hombro para darle a entender que no se consideraba más que ella; eso terminó de conquistar a Josefina.
—Le estaba diciendo al señor que en realidad no me ocasiona ninguna molestia atenderlos.
Pedro se encubrió un poco tras la figura de Paula e hizo una mueca de desaprobación, amonestando en silencio a la mujer; esto fue suficiente para que ella entendiera; él entrecerró los ojos y movió la cabeza en señal de reprobación.
—No es necesario, Josefina —se adelantó—, solamente nos quedaremos unos pocos días y tengo planeado que Maite conozca el lugar.
Paula lo cogió del rostro y le dio un casto beso en los labios.
—Pedro, hace frío para salir de esta hermosa casa, tan sumamente acogedora. Para conocer el paisaje y admirarlo me conformo con comer aquí y luego sentarnos frente a la estufa de leña en el mirador, disfrutando de la vista del lago y las colinas. Desde que llegamos que se me ha metido esa idea en la cabeza... —Hizo un guiño y juntó las manos a modo de súplica—. Acepto tu invitación para salir esta noche a cenar, pero... —miró alrededor e hizo un ademán con la mano— esta finca es demasiado hermosa como para no disfrutarla los pocos días que estaremos. Sabes que la cocina y yo no nos llevamos bien, así que me parece que deberíamos reconsiderar el ofrecimiento de la señora Josefina y permitirle que mañana nos haga un fabuloso almuerzo.
Él la miró a los ojos y adoró la manera en que ella lo miraba.
Se sintió un elegido, su mirada era límpida, sincera y angelical; cómo negarse si se lo estaba pidiendo de una manera que era para comérsela a besos. En ese momento tuvo la indómita tentación de apoderarse de sus labios, pero si lo hacía, Josefina se horrorizaría por su lujuria y saldría corriendo a contárselo todo a su madre.
Aunque las cosas iban bien con Paula; sin embargo, todavía era muy pronto para presentarla, aún había muchos asuntos por resolver.
—De acuerdo, Josefina. Pero ustedes siéntense con nosotros a comer, como cuando está su jefe — dijo Pedro hablándole de usted para disimular delante de Paula.
—No, señor Alfonso, eso no. El jefe no está, así que no es necesario; además, no es ninguna regla insalvable.
—Oh, señora, de verdad no nos molestaría compartir la mesa con ustedes. Por lo que veo es la costumbre en la casa, así que... ¿por qué romperla? Mañana comeremos los cuatro juntos, y como la mesa del comedor es muy grande, mejor lo hacemos aquí, este lugar es más cálido.
—No, señorita, ¿cómo vamos a hacer eso?
—No hay discusión: o comemos los cuatro juntos o renunciaremos a su comida y nos iremos a un restaurante a almorzar solos. ¿Verdad, Pedro?
—Así es.
A Pedro le encantó la sencillez con que Paula contestó a su madrina y sonrió satisfecho. Le había gustado la manera en que se había impuesto; le puso la mano en la cintura ajustándola contra su cuerpo y le besó el pelo mientras con disimulo le guiñaba el ojo a Josefina, demostrándole lo orgulloso que la compañía de esa mujer lo hacía sentir.
—Gracias, señorita, ambos son muy amables. ¿Por qué no me orientan y me dicen qué les apetecería comer? Se lo prepararé gustosa.
—¿Qué le parece si nos hace estofado de cordero con patatas, como la última vez que estuve aquí?
No era cierto que Pedro había estado ahí, pero adoraba el estofado de su madrina y de pronto tuvo ganas de que Paula lo probase.
—Me encantará complacerlo. ¿A la señorita le apetece comer lo mismo? No tiene más que pedirme lo que desea, su paladar quizá está acostumbrado a otras comidas.
—Me parece perfecto, un buen estofado se aviene con este clima. Si me conociese sabría que soy muy sencilla, aunque debo reconocer que el único sabor que no sustituyo es el de mi café favorito.
—En la alacena tiene su café, ¿lo ha visto?
—Sí, muchas gracias.
—A mí no me lo agradezca, agradézcaselo a él, que nos pasó el dato para que tuviéramos cuando llegasen.
Ella le cogió el rostro entre las manos y mirándolo muy de cerca le dijo: —Gracias por el detalle de pensar en lo que me gusta. —Le besó la punta de la nariz.
Josefina supo al instante que el sentimiento que se profesaban era verdaderamente importante; se miraban con mucha ternura, más allá de sus ojos, porque cuando lo hacían se miraban el alma. Era la primera vez que veía a Pedro tan entusiasmado con una chica, desde jovenzuelo siempre había sido un gran conquistador, y cuando trabajaba de modelo mucho más; pero jamás lo había visto así con ninguna conquista. En cambio, esta mujer realmente lo tenía prendado, se notaba lo embobado que estaba con ella.
«A cada cerdo le llega su san Martín», pensó.
—Bueno, ¿vamos? O no conseguiremos mesa y tendremos que hacer cola.
—Que disfruten de la salida.
Ambos le dieron las gracias. Pedro le ofreció la mano a Paula y la guio hacia la puerta.
—¿Ya estás lista?
—Sí, ahora me pongo el abrigo.
—Déjame decirte que estás guapísima.
La apartó sosteniéndole la mano y la alentó para que se volviera. Llevaba unos pantalones de antílope de color marrón y una camiseta de manga larga a rayas, en color natural, que se ceñía a su cuerpo descubriendo claramente la voluptuosidad de sus formas. En el cuello llevaba anudado un pañuelo a cuadros del mismo tono y acompañaba su estilismo con unos botines marrones de tacón que la hacían que se viera muy esbelta y elegante.
Pedro la ayudó a colocarse una chaqueta de cuero y le alcanzó el bolso que había sobre el sillón.
—Gracias.
Paula le dio un beso en la boca, mientras lo apresaba del mentón de forma sugerente.
—No te comportes así —la miró entre las pestañas observándola al detalle y concluyó que era la mujer más hermosa que jamás había visto—, porque ahora mismo lo que me apetece es no salir por la puerta y subir la escalera para apoderarme de tu boca y de todo tu cuerpo y dejarte sin sentido.
—Es muy seductora su propuesta, detective Alfonso, pero necesito alimentar mi cuerpo para poder ofrecerle en la cama lo que usted se merece, pues me consta que es muy exigente... —se acercó a su oído —... y esta tarde me ha dejado sin fuerzas. —Se apartó de él mirándolo a escasos centímetros, al tiempo que calculaba su excitación al oír sus palabras; notó claramente cómo cambiaba el ritmo de su respiración, y le fascinó saber que era la causante de que sus emociones afloraran—. Lléveme a comer y prometo que cuando regresemos lo compensaré por todo.
—Te tomo la palabra, creo que cenaremos muy rápido, ya tengo ganas de regresar.
CAPITULO 28
Buscó en su interior las palabras que esa dañada mujer necesitaba y esperaba mientras continuaba sollozando apoyada en la corpulencia de su pecho.
—Llora todo lo que necesites, desahógate, saca toda esa angustia y deshazte de ella por completo.
Como te he dicho, en mis brazos también puedes llorar si es lo que necesitas para aliviarte, quiero demostrarte que a mi lado todo lo que anheles es posible.
—No tienes idea de todo lo que he pasado, nadie sabe las humillaciones que he tenido que soportar, ni siquiera mis mejores amigos lo saben, porque no todas las veces recurría a ellos; el terror que sentía en muchas ocasiones me paralizaba; por más que lo pienso y lo pienso, no entiendo por qué la vida se ensañó de esta manera conmigo. No es justo mirarme al espejo y que estas cicatrices me recuerden a cada instante el calvario que viví.
»He soportado insultos, humillaciones, siempre buscaba la forma para hacerme sentir insignificante a su lado. Me pegó con el puño cerrado, me dio bofetadas, patadas, me azotó con la hebilla del cinturón.
¡Dios! Parecía no existir forma de detenerlo, y se deleitaba de manera macabra golpeándome.
Cuando todo comenzó yo le suplicaba que parase, y entonces tomaba conciencia ante mis súplicas y paraba, pero... —hablaba de forma entrecortada, entre sollozos y espiraciones, mientras Pedro seguía abrazándola y conteniéndola en su abrazo—, pero en los últimos tiempos ya no había manera de detenerlo, solamente cesaba cuando veía que yo no tenía más aliento para suplicarle. Entonces me dejaba tendida, sin fuerzas, gimiendo de dolor, desgarrada por dentro y por fuera.
»El día que me encontraste —levantó la vista para hablarle mirándolo a los ojos; se sorbió los mocos —, ese día particularmente sentí el hedor de la muerte: pensé que me mataría, su rostro era mísero y perverso, más que otras veces. —Volvió a refugiarse en su pecho, tiritaba como una hoja mientras se lo contaba—. Si en ese momento su teléfono no hubiese sonado no sé lo que habría pasado... por eso me fui, porque me di cuenta de que si me quedaba quizá hoy no estaría viva.
Pedro cerró por un instante los ojos, imaginando lo que Paula le contaba, y cada vez era más grande su ansia por convertirse en su justiciero. De pronto tuvo miedo de lo que iba a preguntarle, porque entonces no podría esperar más para encontrarlo. Ella estaba muy receptiva y parecía
dispuesta a sincerarse de una vez.
—Contéstame con la verdad, no sientas vergüenza, por favor. —Le habló de una forma muy apacible, la cogió del mentón e hizo que lo mirase nuevamente—. ¿Te ha obligado a tener sexo? ¿Te ha violado alguna vez?
—No, te juro que no —contestó rápidamente sin dejar de mirarlo a los ojos—. Aunque cuando practicaba sexo con él era como si me estuviese violando —respiró fuerte y hondo—, ya no me tocaba más que para pegarme. Hacía varios meses que no practicábamos sexo —le ratificó para que no le quedasen dudas.
—Maite... eres mi princesa.
Alfonso le acarició el rostro sin poder evitar compadecerse de ella, pero a Paula no le importó; por el contrario, en ese momento lo agradeció.
—Realmente a tu lado me siento como tal, gracias. —Se besaron castamente—. Eres un hombre maravilloso, Pedro Alfonso, jamás creí que pudiera sentir lo que siento a tu lado. Me tratas siempre tan bien, me haces sentir tan bien, eres tan atento. No quiero pasar nunca más por todo lo que he tenido que pasar.
»Siento terror, Pedro, tengo mucho miedo... No quiero verlo, sé que es inmaduro actuar de esta forma y que en algún momento, tarde o temprano, tendré que verlo para resolver mi situación, pero no quiero hacerlo ahora, no me siento preparada en este instante. Necesito fortalecerme para no quedarme paralizada por el miedo cuando él vuelva a mirarme. —Paula hablaba deprisa y casi sin aliento; desesperada, indefensa, no se molestaba en ocultar sus verdaderos sentimientos—. Abrázame fuerte, Pedro, por favor, abrázame, no me dejes, no permitas que nada malo vuelva a ocurrirme.
—No lo permitiré, tranquila, mientras yo permanezca a tu lado ten la plena seguridad de que te protegeré. Nadie volverá a tratarte mal, nadie volverá a hacerte daño. Debes tener más confianza en ti misma, porque estoy seguro de que en tu interior hay una gran luchadora que es capaz de resurgir de entre las cenizas. Eres inteligente, una mujer preparada, y quiero que sepas que me siento muy orgulloso de ti, porque eres muy valiente y que te fueras de su lado lo demuestra.
»Las cifras de mortalidad por violencia doméstica son verdaderamente escalofriantes, pero... ahora no quiero que te sigas angustiando, intenta alejar y dejar todo atrás, yo te ayudaré a que pases página. — Hizo una pausa, y sin poder contenerse más le preguntó—: Dame su nombre. —La miró
fijamente a los ojos. Ella se sintió aterrorizada—. Dame su nombre para que pueda hacer justicia por ti, por tantas mujeres que sufren como tú y no se atreven a decir basta.
—Nooo, no quiero, no quiero que intentes hacer nada, por favor, prométeme que no harás nada, te lo suplico, tengo miedo. —Lo cogió del rostro y lo llenó de besos en los pómulos y los labios, totalmente desesperada—. Prométemelo, Pedro, por favor, prométeme que te mantendrás alejado de él.
—Tranquila, hermosa, tranquila, basta de angustiarte, no debes tener miedo por mí.
—Sí lo tengo, y tú también deberías, él es... —casi lo soltó todo pero se detuvo— una persona con muchísimo poder.
—¿Quién es tu exmarido Maite, quién es?
Ella negó con la cabeza, no estaba dispuesta a pronunciar su nombre, no estaba dispuesta a poner en riesgo todo.
Se puso las manos en la cara y estalló en un llanto más profundo, estaba aterrorizada, temblaba desencajada imaginando las cosas que podían suceder. Alfonso decidió darle más tiempo y no seguir presionándola, la consoló nuevamente, la protegió de inmediato con un abrazo cerrado, la azuzó para que supiera que a su lado estaba segura, y así, entre caricias y tiernos besos, ella comenzó a encauzar sus sentimientos, encontrando en su detective amparo y seguridad.
Terminaron sentados en el suelo; él la había acogido y tenía su espalda apoyada en su pecho y la rodeaba con sus fuertes brazos, meciéndola como a un niño mientras el agua caía incesante sobre sus cuerpos, lavando las penas, escurriendo las amarguras y dejando el sabor de la posibilidad de que todo lo malo quedara en el pasado. Ella aún lloraba, pero no con la desesperación de instantes atrás; sus lágrimas se habían convertido en la única medicina al alcance de los brazos del detective, que parecían el lugar indicado para deshacerse de todos los malos recuerdos. Él la arrullaba con paciencia, ansiaba que se tranquilizara a su lado, le acariciaba los brazos, los hombros, el cuello, mientras su respiración se acompasaba. Con mucha ternura le peinaba el cabello, entendía que era necesario dejarla desahogarse, y ahí estaba él como una roca para ella, aunque por dentro solamente era un volcán a punto de entrar en erupción.
Alfonso percibía cómo el odio se acumulaba en su interior y en sus pensamientos, sólo ansiaba saber quién era el desgraciado que había dañado tanto a esa mujer, que ahora era la suya; le daría un tiempo más, sólo unos días, y si ella no se decidía a hablar buscaría datos por sus medios. No podía seguir con los brazos cruzados, no podía seguir sin hacer nada, porque ése no era él. Era consciente de que se lo había prometido pero todo tenía un límite y el de él estaba llegando a su fin.
—Ahora eres mi mujer y voy a tratarte como a una dama, de la única manera que mereces ser tratada. Te prometo que voy a resarcirte de todo y a hacerte muy feliz.
CAPITULO 27
Un teléfono sonaba insistente en uno de los cajones del escritorio de Wheels, pero él estaba enterrado en Samantha, a punto de conseguir un orgasmo, y aunque no quería parar sabía que si intentaban comunicarse con él a través de esa línea era por algo importante.
A regañadientes salió del interior de la joven.
—Vístete y márchate —le dijo.
—¿Qué?
—Que te pongas la ropa y salgas de mi despacho —ordenó casi gritándole.
—Pero...
—¿En qué idioma hablo que no entiendes?
Él ya se había subido los calzoncillos y los pantalones y se preparaba a atender la llamada.
—¿Qué sucede? —contestó tajante.
Se quedó escuchando lo que le decían, su rostro se transformó de inmediato y la ira en él fue claramente palpable.
—Un momento. —Tapó el altavoz y fulminó con la mirada a su amante—. Te he dicho que te des prisa, mueve el culo y lárgate de una vez.
La mujer se marchó de la oficina con un gesto obsceno, estaba que se la llevaban los demonios.
—Prosigue —ordenó furioso, dispuesto a seguir escuchando lo que le decían.
Después de oír algo que evidentemente no le gustó, pegó un puñetazo en el escritorio y el lapicero que estaba apoyado cayó, haciendo que todos los bolígrafos quedaran esparcidos en el suelo.
—Mantenme al tanto y no pierdas de vista el objetivo, en cuanto tengas noticias me avisas.
Colgó la llamada y tiró de malos modos el móvil en el cajón, que golpeó al cerrar, como si el mobiliario fuese el culpable de lo que le habían dicho. Se agarró la cabeza con las manos mientras intentaba poner en orden los pensamientos, pero estaba tan furioso que serenarse era imposible; por primera vez sentía que su imagen política estaba verdaderamente en juego. Dejó caer sus brazos y los apoyó sobre el escritorio, necesitaba sostener con ellos el peso de su cuerpo; con los puños cerrados se apoyó en la mesa haciendo presión, como si quisiera traspasar la madera. En aquel preciso instante, su vista se centró en el retrato que descansaba sobre su mesa, una fotografía de Paula y él.
La cogió entre las manos y la contempló por unos instantes: un rapto de ira incontenible se apoderó del correctísimo senador Wheels y, descargando su furia, la arrojó contra la pared.
*****
—Me muero de hambre —le dijo Pedro a Paula.
Estaban en la habitación principal, abrazados en la cama con dosel entre la seda de las sábanas; acababan de hacer el amor.
—Te recuerdo que has renunciado a la atención del personal doméstico; yo en la cocina no soy muy buena y por lo que sé tú tampoco, así que te propongo que nos levantemos y veamos qué hay en el congelador, porque más que un bistec y una ensalada, hum, no creo que pueda preparar nada.
—Un bistec y una ensalada suena perfecto, yo te ayudaré. —Rodó sobre su cuerpo y la aprisionó con el suyo mientras le acariciaba la cara—. Te aseguro que no me importa que no sepas cocinar, eres una excelente amante y eso lo compensa todo; además, siempre podemos coger el teléfono y pedir comida a domicilio.
Mientras le hablaba reseguía sus pómulos y la angulosidad de su rostro angelical; delimitó con el pulgar su perfecta boca rosada y admiró sus ojos almendrados de largas pestañas; por último se inclinó y besó el lunar que Paula tenía casi donde comienza la línea nasolabial.
—Pero eso no es sano, nada como la comida casera.
—Tú no eres sana para mi salud mental ni física y no me resisto, tampoco me quejo, así que la comida —hizo un movimiento despreocupado con la mano— es un pequeño detalle en mi organismo.
Ambos se rieron. Él le mordió el labio y le plantó un besazo. Luego se levantó para meterse en la ducha.
Estaba aclarando el jabón de su cabello cuando sintió que golpeaban la mampara de la ducha, se escurrió el agua de la cara y abrió los ojos: Paula tenía los labios pegados al vidrio y Pedro posó los suyos también para intercambiar un beso a través del cristal. Espontáneamente, Pedro agarró la
empuñadura de la puerta, abrió la ducha, y le dio la mano para invitarla a entrar. Paula llevaba puesta una camisa de él y lo miró titubeante, pues la tentación era demasiado grande.
—Vamos, ven a ducharte conmigo. —Ella negó con la cabeza y tragó saliva; por más deseos que sentía de meterse con él se mostraba indecisa y consideró al instante que no había sido una buena idea aparecer por el baño—. Vamos, prometo cuidarte mucho.
Le guiñó un ojo, tentándola aún más.
Temblorosa, Paula comenzó a desabotonarse la camisa, él sabía que suponía un gran esfuerzo y notó de inmediato lo tensa que se encontraba. Sintió angustia al verla tan indefensa y le dijo: —Sólo si lo deseas, no quiero que hagas nada que no te guste.
Pau inspiró hondo y cerró los ojos, descubriendo los hombros y dejando caer la camisa al suelo.
Tenía la respiración agitada y las piernas eran gelatina.
Pedro seguía con la mano extendida, esperándola pacientemente, y ella, tras desnudarse, abrió los ojos y se concentró en ese hombre que la tenía obnubilada por completo, se aferró a su mano, que estaba dispuesta a ofrecerle seguridad, y entró en la ducha. Se quedó mirándolo mientras recibía de su parte una sonrisa increíble. Alfonso, con sus fuertes y torneados brazos, envolvió la desnudez de su cuerpo y la puso a su lado.
Bajo el chorro de agua, con sus expertas manos, le peinó el cabello hacia atrás mientras ella se dejaba llevar; luego la apartó por un instante para coger el jabón y comenzar a deslizarlo por la extensión de su maravilloso cuerpo, la mantuvo frente a él, esperando que ella se relajara, no intentó darle la vuelta y eso la tranquilizó. Luego cogió el champú y le lavó con paciencia y mucha ternura todo el largo de su pelo, finalmente la enjuagó y mientras ella mantenía los ojos cerrados él la admiró con ganas, recorriendo ese rostro que cada día le era más conocido.
—Creo que estoy sintiendo cosas importantes por ti —le soltó sin pensarlo. Paula abrió los ojos y los clavó en los suyos, escuchándolo con detenimiento—. Jamás he sentido esto por una mujer, así que creo que es amor.
A ella le encantó lo que estaba escuchando, le maravilló pensar que ese sentimiento que creía perdido podía ser posible.
—También creo que me estoy involucrando mucho; la intensidad de mis sentimientos cuando estoy contigo me hace pensarlo. En el instante mismo en que te acercas miles de mariposas recorren mi cuerpo, las siento tan sólo con que poses la mirada en mí. A veces ni siquiera es necesario que estemos juntos para experimentarlas, aparecen simplemente con pensar en ti.
Se besaron una vez más y, sin dejar de mirarse a los ojos, él acabó con la limpieza. Se sentía cuidada y protegida a su lado. Pedro era atento y delicado y la hacía sentir una princesa de cuento en todo momento, pero le gustaba que también tuviera su personalidad. Paula lo miró profundamente a los ojos y le dijo:
—Gracias por este baño tan tierno.
—Me ha encantado mimarte, la verdad es que es una faceta de mí que también estoy descubriendo.
Pedro no presagiaba siquiera lo que Paula había decidido.
En aquel momento, cuando solamente pretendía que ella se sintiera confiada, se dio la vuelta para enseñarle su espalda.
El detective tragó saliva y cerró los ojos. Tenía aún la esponja en la mano y como acto reflejo la oprimió con furia, sintiendo en sus entrañas una impotencia infinita y, a la vez, una necesidad de hacer justicia. Era imposible ser escéptico, pues tenía ante sus ojos la comprobación absoluta de la flagelación que ese cuerpo había soportado.
Nublado por el odio, en un primer momento solamente pensó en maldecir, tuvo ganas de romper todo, de exigirle que le dijese el nombre de su ex para buscarlo y hacerle pagar con sus manos cada una de esas cicatrices. Pero entonces, en un rapto de cordura, supo que debía encauzar su postura, que debía reaccionar. Su expresión era hostil pero no quería que ella lo notase, pues había sido muy valiente mostrándole lo que tanto dolor le causaba: se había deshecho de sus miedos para compartirlos con él.
Sacudió la cabeza sin que ella se enterase y le dio infinidad de besos en el hombro y en el cuello sin hacer ningún comentario. Paula permanecía con la vista fija en las baldosas de la pared mientras él pensaba: «Prometo que me cobraré cada una de tus marcas, juro que conseguiré justicia por ti».
Pedro cogió el jabón nuevamente para lavar esa parte de su cuerpo que antes había omitido para no incomodarla, se lo deslizó por la espalda intentando restarle importancia y esperando que ella se apaciguara. En silencio, continuó recorriendo cada estigma —porque eso era lo que representaban para ella esas cicatrices—, estigmas sobre su piel que le recordaban a cada instante lo que anhelaba olvidar.
Una cosa había sido verla con moretones, que tarde o temprano desaparecen, pero esas cicatrices eran un recuerdo constante de su dolor.
Prosiguió con la tarea de lavarla. Paula permanecía rígida, podía advertirse en la tensión de su musculatura lo incómoda que se sentía y el enorme esfuerzo que le suponía mostrarse así, desprotegida.
Cambiaba el peso de un pie al otro, evidenciando su indecisión de seguir ahí o volverse y que Pedro dejase de compadecerse de ella.
—Esta noche iremos a la ciudad a cenar, conozco un buen restaurante. Quiero que te relajes y que no pienses en nada, porque aquí nadie nos puede reconocer, así que puedes estar tranquila. De todas maneras —le dio la vuelta para que lo mirase—, a mi lado nada ni nadie podrá hacerte daño nunca más. Las palabras de Pedro desataron un estremecimiento en su cuerpo. Paula sintió claramente cómo se le crispaba la piel y él también lo advirtió. Levantó los brazos y se aferró a su cintura, palpando la musculatura de su físico y apoyando la mejilla en el pecho del detective, buscando el cobijo que le acababa de ofrecer con sus palabras. Pedro no dudó en ratificarle lo expresado, cerró su abrazo rodeándole el cuerpo y la apretó más contra sí.
Entonces Paula no pudo contener más sus emociones, que se desataron como un huracán. Estalló en un llanto irrefrenable, mientras Pedro no cesaba de besarle el pelo y acariciarle la espalda e intentaba consolarla recorriendo con las manos su omóplato, como si intentase borrar con sus caricias las laceraciones impresas en su piel.
Las sensaciones del detective eran una maraña de sentimientos encontrados; en sus brazos ella se mostraba como un ser indefenso, devastado por la arrogancia y la malicia de un hombre que se había atrevido a humillarla de todas las maneras posibles, hasta el punto de hacerla sentir despreciable y sin derecho a nada.
Olvidando la sensatez de demostrarle protección y consuelo, en ese momento ansió, nuevamente y casi sin poder contenerse, agarrarla de los hombros y exigirle el nombre de su exmarido; su esencia así lo exigía, su puesto como detective de la policía de Nueva York debía garantizar la seguridad de los ciudadanos de acuerdo a las órdenes de las autoridades políticas, y Paula no sólo era una ciudadana del estado, también era su mujer, y las ansias por hacer justicia tenían un peso emocional inescrutable.
Anhelaba que de una vez por todas ella se sincerase, para poder ir en busca del desgraciado que la había flagelado de tal forma, sentía cómo se le revolvían los intestinos y se descubría ávido por hacer justicia.
«Hijo de puta, ya llegará tu hora. Y cuando llegue el momento, a ver qué valiente eres conmigo. Juro hoy ante esta mujer que tengo cobijada entre mis brazos que ese día llegará, y cuando me veas temblarás de miedo, sentirás tanto desasosiego como el que le has hecho sentir a ella. Ya veremos cuán hombre eres frente a un hombre de verdad.»
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