lunes, 22 de febrero de 2016

CAPITULO 27




Un teléfono sonaba insistente en uno de los cajones del escritorio de Wheels, pero él estaba enterrado en Samantha, a punto de conseguir un orgasmo, y aunque no quería parar sabía que si intentaban comunicarse con él a través de esa línea era por algo importante.


A regañadientes salió del interior de la joven.


—Vístete y márchate —le dijo.


—¿Qué?


—Que te pongas la ropa y salgas de mi despacho —ordenó casi gritándole.


—Pero...


—¿En qué idioma hablo que no entiendes?


Él ya se había subido los calzoncillos y los pantalones y se preparaba a atender la llamada.


—¿Qué sucede? —contestó tajante.


Se quedó escuchando lo que le decían, su rostro se transformó de inmediato y la ira en él fue claramente palpable.


—Un momento. —Tapó el altavoz y fulminó con la mirada a su amante—. Te he dicho que te des prisa, mueve el culo y lárgate de una vez.


La mujer se marchó de la oficina con un gesto obsceno, estaba que se la llevaban los demonios.


—Prosigue —ordenó furioso, dispuesto a seguir escuchando lo que le decían.


Después de oír algo que evidentemente no le gustó, pegó un puñetazo en el escritorio y el lapicero que estaba apoyado cayó, haciendo que todos los bolígrafos quedaran esparcidos en el suelo.


—Mantenme al tanto y no pierdas de vista el objetivo, en cuanto tengas noticias me avisas.


Colgó la llamada y tiró de malos modos el móvil en el cajón, que golpeó al cerrar, como si el mobiliario fuese el culpable de lo que le habían dicho. Se agarró la cabeza con las manos mientras intentaba poner en orden los pensamientos, pero estaba tan furioso que serenarse era imposible; por primera vez sentía que su imagen política estaba verdaderamente en juego. Dejó caer sus brazos y los apoyó sobre el escritorio, necesitaba sostener con ellos el peso de su cuerpo; con los puños cerrados se apoyó en la mesa haciendo presión, como si quisiera traspasar la madera. En aquel preciso instante, su vista se centró en el retrato que descansaba sobre su mesa, una fotografía de Paula y él.


La cogió entre las manos y la contempló por unos instantes: un rapto de ira incontenible se apoderó del correctísimo senador Wheels y, descargando su furia, la arrojó contra la pared.



*****


—Me muero de hambre —le dijo Pedro a Paula.


Estaban en la habitación principal, abrazados en la cama con dosel entre la seda de las sábanas; acababan de hacer el amor.


—Te recuerdo que has renunciado a la atención del personal doméstico; yo en la cocina no soy muy buena y por lo que sé tú tampoco, así que te propongo que nos levantemos y veamos qué hay en el congelador, porque más que un bistec y una ensalada, hum, no creo que pueda preparar nada.


—Un bistec y una ensalada suena perfecto, yo te ayudaré.  —Rodó sobre su cuerpo y la aprisionó con el suyo mientras le acariciaba la cara—. Te aseguro que no me importa que no sepas cocinar, eres una excelente amante y eso lo compensa todo; además, siempre podemos coger el teléfono y pedir comida a domicilio.


Mientras le hablaba reseguía sus pómulos y la angulosidad de su rostro angelical; delimitó con el pulgar su perfecta boca rosada y admiró sus ojos almendrados de largas pestañas; por último se inclinó y besó el lunar que Paula tenía casi donde comienza la línea nasolabial.


—Pero eso no es sano, nada como la comida casera.


—Tú no eres sana para mi salud mental ni física y no me resisto, tampoco me quejo, así que la comida —hizo un movimiento despreocupado con la mano— es un pequeño detalle en mi organismo.


Ambos se rieron. Él le mordió el labio y le plantó un besazo. Luego se levantó para meterse en la ducha.


Estaba aclarando el jabón de su cabello cuando sintió que golpeaban la mampara de la ducha, se escurrió el agua de la cara y abrió los ojos: Paula tenía los labios pegados al vidrio y Pedro posó los suyos también para intercambiar un beso a través del cristal. Espontáneamente, Pedro agarró la
empuñadura de la puerta, abrió la ducha, y le dio la mano para invitarla a entrar. Paula llevaba puesta una camisa de él y lo miró titubeante, pues la tentación era demasiado grande.


—Vamos, ven a ducharte conmigo. —Ella negó con la cabeza y tragó saliva; por más deseos que sentía de meterse con él se mostraba indecisa y consideró al instante que no había sido una buena idea aparecer por el baño—. Vamos, prometo cuidarte mucho.


Le guiñó un ojo, tentándola aún más.


Temblorosa, Paula comenzó a desabotonarse la camisa, él sabía que suponía un gran esfuerzo y notó de inmediato lo tensa que se encontraba. Sintió angustia al verla tan indefensa y le dijo: —Sólo si lo deseas, no quiero que hagas nada que no te guste.


Pau inspiró hondo y cerró los ojos, descubriendo los hombros y dejando caer la camisa al suelo.


Tenía la respiración agitada y las piernas eran gelatina. 


Pedro seguía con la mano extendida, esperándola pacientemente, y ella, tras desnudarse, abrió los ojos y se concentró en ese hombre que la tenía obnubilada por completo, se aferró a su mano, que estaba dispuesta a ofrecerle seguridad, y entró en la ducha. Se quedó mirándolo mientras recibía de su parte una sonrisa increíble. Alfonso, con sus fuertes y torneados brazos, envolvió la desnudez de su cuerpo y la puso a su lado.


Bajo el chorro de agua, con sus expertas manos, le peinó el cabello hacia atrás mientras ella se dejaba llevar; luego la apartó por un instante para coger el jabón y comenzar a deslizarlo por la extensión de su maravilloso cuerpo, la mantuvo frente a él, esperando que ella se relajara, no intentó darle la vuelta y eso la tranquilizó. Luego cogió el champú y le lavó con paciencia y mucha ternura todo el largo de su pelo, finalmente la enjuagó y mientras ella mantenía los ojos cerrados él la admiró con ganas, recorriendo ese rostro que cada día le era más conocido.


—Creo que estoy sintiendo cosas importantes por ti —le soltó sin pensarlo. Paula abrió los ojos y los clavó en los suyos, escuchándolo con detenimiento—. Jamás he sentido esto por una mujer, así que creo que es amor.


A ella le encantó lo que estaba escuchando, le maravilló pensar que ese sentimiento que creía perdido podía ser posible.


—También creo que me estoy involucrando mucho; la intensidad de mis sentimientos cuando estoy contigo me hace pensarlo. En el instante mismo en que te acercas miles de mariposas recorren mi cuerpo, las siento tan sólo con que poses la mirada en mí. A veces ni siquiera es necesario que estemos juntos para experimentarlas, aparecen simplemente con pensar en ti.


Se besaron una vez más y, sin dejar de mirarse a los ojos, él acabó con la limpieza. Se sentía cuidada y protegida a su lado. Pedro era atento y delicado y la hacía sentir una princesa de cuento en todo momento, pero le gustaba que también tuviera su personalidad. Paula lo miró profundamente a los ojos y le dijo:
—Gracias por este baño tan tierno.


—Me ha encantado mimarte, la verdad es que es una faceta de mí que también estoy descubriendo.


Pedro no presagiaba siquiera lo que Paula había decidido. 


En aquel momento, cuando solamente pretendía que ella se sintiera confiada, se dio la vuelta para enseñarle su espalda.


El detective tragó saliva y cerró los ojos. Tenía aún la esponja en la mano y como acto reflejo la oprimió con furia, sintiendo en sus entrañas una impotencia infinita y, a la vez, una necesidad de hacer justicia. Era imposible ser escéptico, pues tenía ante sus ojos la comprobación absoluta de la flagelación que ese cuerpo había soportado.


Nublado por el odio, en un primer momento solamente pensó en maldecir, tuvo ganas de romper todo, de exigirle que le dijese el nombre de su ex para buscarlo y hacerle pagar con sus manos cada una de esas cicatrices. Pero entonces, en un rapto de cordura, supo que debía encauzar su postura, que debía reaccionar. Su expresión era hostil pero no quería que ella lo notase, pues había sido muy valiente mostrándole lo que tanto dolor le causaba: se había deshecho de sus miedos para compartirlos con él.


Sacudió la cabeza sin que ella se enterase y le dio infinidad de besos en el hombro y en el cuello sin hacer ningún comentario. Paula permanecía con la vista fija en las baldosas de la pared mientras él pensaba: «Prometo que me cobraré cada una de tus marcas, juro que conseguiré justicia por ti».


Pedro cogió el jabón nuevamente para lavar esa parte de su cuerpo que antes había omitido para no incomodarla, se lo deslizó por la espalda intentando restarle importancia y esperando que ella se apaciguara. En silencio, continuó recorriendo cada estigma —porque eso era lo que representaban para ella esas cicatrices—, estigmas sobre su piel que le recordaban a cada instante lo que anhelaba olvidar.


Una cosa había sido verla con moretones, que tarde o temprano desaparecen, pero esas cicatrices eran un recuerdo constante de su dolor.


Prosiguió con la tarea de lavarla. Paula permanecía rígida, podía advertirse en la tensión de su musculatura lo incómoda que se sentía y el enorme esfuerzo que le suponía mostrarse así, desprotegida.


Cambiaba el peso de un pie al otro, evidenciando su indecisión de seguir ahí o volverse y que Pedro dejase de compadecerse de ella.


—Esta noche iremos a la ciudad a cenar, conozco un buen restaurante. Quiero que te relajes y que no pienses en nada, porque aquí nadie nos puede reconocer, así que puedes estar tranquila. De todas maneras —le dio la vuelta para que lo mirase—, a mi lado nada ni nadie podrá hacerte daño nunca más. Las palabras de Pedro desataron un estremecimiento en su cuerpo. Paula sintió claramente cómo se le crispaba la piel y él también lo advirtió. Levantó los brazos y se aferró a su cintura, palpando la musculatura de su físico y apoyando la mejilla en el pecho del detective, buscando el cobijo que le acababa de ofrecer con sus palabras. Pedro no dudó en ratificarle lo expresado, cerró su abrazo rodeándole el cuerpo y la apretó más contra sí. 


Entonces Paula no pudo contener más sus emociones, que se desataron como un huracán. Estalló en un llanto irrefrenable, mientras Pedro no cesaba de besarle el pelo y acariciarle la espalda e intentaba consolarla recorriendo con las manos su omóplato, como si intentase borrar con sus caricias las laceraciones impresas en su piel.


Las sensaciones del detective eran una maraña de sentimientos encontrados; en sus brazos ella se mostraba como un ser indefenso, devastado por la arrogancia y la malicia de un hombre que se había atrevido a humillarla de todas las maneras posibles, hasta el punto de hacerla sentir despreciable y sin derecho a nada.


Olvidando la sensatez de demostrarle protección y consuelo, en ese momento ansió, nuevamente y casi sin poder contenerse, agarrarla de los hombros y exigirle el nombre de su exmarido; su esencia así lo exigía, su puesto como detective de la policía de Nueva York debía garantizar la seguridad de los ciudadanos de acuerdo a las órdenes de las autoridades políticas, y Paula no sólo era una ciudadana del estado, también era su mujer, y las ansias por hacer justicia tenían un peso emocional inescrutable.


Anhelaba que de una vez por todas ella se sincerase, para poder ir en busca del desgraciado que la había flagelado de tal forma, sentía cómo se le revolvían los intestinos y se descubría ávido por hacer justicia.


«Hijo de puta, ya llegará tu hora. Y cuando llegue el momento, a ver qué valiente eres conmigo. Juro hoy ante esta mujer que tengo cobijada entre mis brazos que ese día llegará, y cuando me veas temblarás de miedo, sentirás tanto desasosiego como el que le has hecho sentir a ella. Ya veremos cuán hombre eres frente a un hombre de verdad.»





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