lunes, 29 de febrero de 2016
CAPITULO 52
Maldijo por no haber ido con su coche y haber permitido que Agustin lo pasase a buscar. No quería ir a su casa, sabía que se agobiaría allí, donde guardaba recuerdos vividos con ella, necesitaba despejarse.
Levantó las solapas de su chaqueta para resguardarse del frío, que de todas formas se coló sin permiso.
Era una gélida noche en Nueva York y una ráfaga de viento lo azotó en la cara; como si los golpes que había recibido no hubieran sido suficientes, el viento insolente le arreboló las mejillas y empujó su cuerpo. Se sentía pulverizado, sin fuerzas, Paula con sus palabras lo había atravesado, como un torero atraviesa con el estoque al toro, y lo había herido de muerte.
Una voz que surgía de sus entrañas, sin embargo, le gritaba: «Resiste, levántate, brama y embiste con la furia con que lo haría un toro acorralado con un par de banderillas clavadas en el morrillo».
Inspiró con fuerza; no obstante, su resolución no hallaba calma, sentía terribles punzadas en las sienes y las palabras no cesaban de repetirse en su cabeza: «Lo siento, Pedro. Manuel ha cambiado, ya no es el que era. Que yo me alejase le hizo darse cuenta de cuánto me ama, y he decidido darle otra oportunidad a nuestro matrimonio».
Miró hacia el firmamento, nubarrones grises amenazaban con una lluvia inminente, metió las manos en los bolsillos de su pantalón y caminó por Park Avenue hasta conseguir un taxi.
—¿Adónde lo llevo, señor? —le preguntó el taxista con acento extranjero.
Se quedó mirándolo unos instantes, porque en realidad no sabía hacia dónde ir.
—¿Adónde va? —repitió aquel hombre para sacarlo de la sumisión en que estaba.
—Al Connolly’s de la Cuarenta y Cinco. ¿Sabes dónde queda?
—¿Quién no conoce el Connolly’s?
—Eres inmigrante, ¿verdad?
Se puso a charlar con el taxista, necesitaba que los sonidos dentro del automóvil se metieran en su cerebro para dejar de pensar en ella.
—Sí, señor.
Lo notó tímido al darle la información.
—¿Dominicano?
—Salvadoreño, señor. William Javier Mena Rojas, para servirle.
—¿Tienes tus papeles en regla?
—Sí, claro.
Pero la forma escueta en que ese hombre contestó le dio a entender a Pedro que no era así.
—¿Estás casado?
—Así es, tengo dos hijos y mi esposa está embarazada.
—Supongo que sabes que aunque ahora vayas a tener un hijo estadounidense, eso no cambia tu estatus de inmigrante.
El salvadoreño lo miró por el espejo retrovisor.
—¿Es usted policía?
—El lugar adonde te he pedido que me lleves me ha delatado, ¿verdad?
El hombre asintió con la cabeza mientras elevaba las cejas.
Pedro sacó un bolígrafo y una tarjeta personal y garabateó en el anverso. Se la pasó cuando se detuvo en su destino, de pronto sintió la necesidad de ayudar a ese hombre; ya que no podía ayudarse a sí mismo, decidió hacer algo por un semejante que también sufría, aunque su padecimiento no pudiera compararse con el de Pedro.
—Toma, William, ve a Inmigración y pregunta por Thomson Bloomberg, dile que vas de mi parte y entrégale esta tarjeta. Él te ayudará a ti y a tu familia con la documentación.
También le dio el dinero del trayecto.
—Oh, señor, muchas gracias. No me debe nada, descuide, el viaje corre por mi cuenta.
—Toma, hombre, es tu trabajo y debes pagar el alquiler del coche. Con este frío no debe de haber muchos pasajeros, así que supongo que no será una buena noche.
—Gracias, señor —leyó la tarjeta— Alfonso.
Pedro le hizo una seña con el pulgar hacia arriba y bajó del automóvil ágilmente.
—Que Dios lo bendiga.
El detective entró en Connolly’s y se dirigió a la barra, donde no tardaron en atenderlo. Pidió una cerveza Guinness negra.
Miró en torno al recinto, que estaba casi a tope a pesar del clima. Siempre era así; entre asiduos clientes y turistas no era extraño que ese bar de estilo irlandés, regentado por un
exmiembro del Departamento de Policía de Nueva York, se encontrase a rabiar. Al realizar su escrutinio, Pedro halló algunas caras conocidas, pues al igual que él muchos colegas preferían ese lugar para relajarse y pasar un agradable momento entre amigos.
El barman le acercó su cerveza y Pedro se la terminó de un trago, miró fijamente a los ojos al camarero y le pidió otra mientras le extendía el dinero para pagar.
Cuando llegó su segunda Guinness, a diferencia de la primera, se quedó mirando el contenido mientras estudiaba la pinta, pasó el dedo por el contorno del recipiente y apoyó un codo sobre la barra.
Lo enfurecía que Paula, con aquellas palabras, tuviera el poder de devastarlo como lo había hecho.
Dominado por la violencia, volvió a beberse la pinta de un tirón.
«Debo sacarla de mi cabeza, debo olvidarla —se exigió, y supo al instante que sería imposible, porque ella estaba fundida en su piel y en su alma como nunca lo había estado otra mujer; balbuceó un insulto por sentirse así—. Es increíble que justo haya decidido abrir mi corazón a la única mujer que no puedo tener.»
Sus pensamientos no tenían justificación ni sosiego, parecía imposible alejarla de sus recuerdos y se atormentaba pensando en ella. Se acordaba una y otra y otra vez del momento en que la vio de pie al final del salón, aún no sabía que era Paula Chaves. Sonrió a desgana, con una mueca incrédula, elevando apenas las comisuras de los labios: ella era la hermana de su mejor amigo, qué ironía,
¿cómo era posible que no lo hubiera sabido?
«Es simple, ninguno de los dos habló de nuestras familias, y nos respetamos.»
De pronto la sonrisa cínica del senador Manuel Wheels tomó posesión de sus recuerdos y se presentó con frenesí en su memoria, exacerbando mucho más esa veta furiosa que se había apoderado de él.
Rememoró el instante en que asió a Paula por la cintura y eso le agrió mucho más el humor, a niveles exorbitantes.
«Bastardo.»
Se preguntó si acaso sabía lo que había entre él y ella.
Repasó en el resto de la conversación mantenida con él, rebuscó algún indicio entre las palabras y llegó a la conclusión de que no. Ese malnacido le hablaba amigablemente, aunque quizá con astucia había escondido sus verdaderos sentimientos; después de todo era un zorro y, aunque se asemejaba a otros, tenía la total percepción de que éste además escondía muchos secretos.
Se maldijo y se arrepintió por no haberle advertido de que si la volvía a golpear, le clavaría una bala en el medio de los ojos, pero rio de manera inconsciente y se preguntó con qué derecho, si Paula ya había elegido.
«Paula, Paula, Paula», repitió varias veces su nombre en silencio para acostumbrarse a llamarla así.
CAPITULO 51
Pedro se metió por el pasillo. No le costó descubrir las cámaras de seguridad que pondrían al descubierto a quien las vigilase que estaba introduciéndose allí, así que caminó esquivándolas.
En aquel preciso momento Maite y Paula salían de la habitación de ésta, y se toparon con Pedro, que iba decidido a encontrarla aunque tuviera que abrir cada una de las puertas. Las dos se pararon en seco, él clavó su mirada adusta cargada de rencor, reproche y cuestionamientos en Paula, y arremetió como un toro de lidia, furioso, en su dirección.
—Tranquilízate, Pedro.
Maite intentó detenerlo, pero sus palabras ni siquiera fueron tenidas en cuenta.
Alfonso cogió a Paula de un brazo, por la altura del codo, y la metió nuevamente en la habitación de donde la había visto salir. Maite entró tras ellos.
Sin poder refrenar su ira, la arrinconó contra la pared, mirándola de forma acusadora. Paula temblaba, jamás lo había visto en ese estado, él siempre había tenido buenos modales y mucha paciencia con ella.
—Me has mentido, me has usado, esperaste a recuperarte y me tuviste como tu enfermero personal y resulta que ahora vuelves con...
Ni siquiera podía pronunciar su nombre del asco que le daba. Le hablaba muy de cerca, su aliento no la acariciaba como otras veces, por el contrario, la golpeaba en la cara, la acicateaba con ferocidad.
Parecía una fiera, un tigre de Bengala asediando a su presa y mostrándole los dientes. Ése era un lado que ella no conocía en él, un lado animal que la asustaba. Cerró los ojos, no quería pensar así; «Pedro no es como Manuel», se repetía para desechar esos pensamientos dolientes que le oprimían el pecho. Maite lo agarró desde atrás y quiso apartarlo.
—Por favor, Pedro, te arrepentirás, no actúes como un troglodita, no hagas que ella termine viéndote de la misma forma en que lo ve a él.
Maite parecía haber leído los pensamientos de Paula, pues era un poco la voz de su conciencia; muchas veces sabía lo que su amiga pensaba antes de que lo dijera, le bastaba con verla para imaginar lo que estaba sintiendo. No obstante, apenas pronunció esas palabras le invadió el arrepentimiento por haber dicho aquello de ese hombre: Pedro no tenía nada que ver con el bárbaro de Wheels.
Alfonso, mostrando un atisbo de raciocinio, se apartó de Paula, se agarró la cabeza y profirió un insulto.
Paula permanecía contra la pared tiesa, muda, no podía articular una palabra, por más que lo intentaba ni siquiera se sentía con derecho a llorar.
—Hace semanas que has vuelto con él, hace semanas que te burlas a diario de mí, inventando una mentira tras otra para que me conforme. ¿Hasta cuándo pensabas seguir mintiéndome? ¿Hasta cuándo me ibas a ver la cara de estúpido? El bueno y comprensivo de Pedro, necesito tiempo, me dijiste... tiempo...
¿para qué necesitabas tiempo? No te entiendo, te traté como a una reina, dejé mi orgullo de lado por ti, fui tu títere, te burlaste de mí.
Golpeó la pared a escasos centímetros de ella.
Y en ese momento, se le formó una mueca más sombría, la miró a los ojos y la detestó. Se asustó por sentirse así, pero fue lo que experimentó al darse cuenta de todo lo que había dejado a un lado por ella, se sentía humillado en todos los sentidos, asqueado, sin fuerzas; por ella había traspuesto el umbral al mundo de su padre, a una parte de su vida que siempre había detestado.
—Paula, ¡explícaselo, por Dios! —rogó Maite.
Se sentía trastocada por la desesperación de Pedro: como él decía, no era justo.
Pero Paula no podía y tampoco quería revelar nada, no iba a exponer a su hermano: el mismo Pedro podía ser quien lo encerrara por mantener tratos con el narcotráfico.
—Lo siento, Pedro, o Maximiliano, no sé cómo debo llamarte.
Él la miró letalmente.
—Como más te guste, ambos nombres son míos, no voy por la vida inventándome identidades falsas.
Paula cogió aire antes de volver a hablar.
—Manuel ha cambiado, ya no es el que era. Que yo me alejase le hizo darse cuenta de cuánto me ama, y he decidido darle otra oportunidad a nuestro matrimonio.
Maite no daba crédito a lo que decía su amiga, que parecía haberse vuelto loca. La miraba pasmada.
Las palabras de Paula provocaron en Alfonso un efecto destructor, dejó caer las manos a los costados del cuerpo y se sintió más humillado aún, más insultado, abochornado, herido en su amor propio. Había vuelto con su esposo, eso era lo único cierto. Entonces, pensó en el rol que él desempeñaba y se preguntó desorientado si alguna vez había ocupado un verdadero lugar en su vida; se dijo que no, que tan sólo había sido un objeto de uso.
«Eso es lo que Maite ha hecho conmigo: usarme.» Sonrió con desánimo, ultrajado; en su inconsciente seguía llamándola Maite.
—Falsa, sin escrúpulos, eso es lo que eres, una mujer que sólo toma lo que necesita para su bienestar, un fiasco en todos los sentidos, Paula Chaves, o debo decirte Paula Wheels, porque creo que ése es el apellido que te gusta llevar.
Le tiró en la cara una tarjeta personal, pero antes escribió rápidamente en el anverso.
Línea directa de violencia doméstica de la ciudad de Nueva York (las 24 horas) 1-800-621— HOPE (4673)
—Suerte, quizá a su lado consigas lo que anhelas.
Lapidario, preciso, y sin moderar su cinismo, le lanzó esas palabras filosas antes de girar sobre su cuerpo; con un movimiento rápido su chaqueta se batió en el aire del ímpetu con el que se contorsionó, y casi llevándose por delante a Maite salió de la habitación dando un portazo.
No podía quedarse en ese lugar, así que regresó al salón y buscó a Agustin. Lo encontró apartado de la crème de la crème, y aunque no tenía ánimos, una sonrisa deslucida asomó por la comisura de sus labios: su amigo no perdía la oportunidad e intentaba seducir a una de las camareras, que preparaba una bandeja de blinis, unas tortitas finas de origen eslavo a base de harina, huevos, leche y levadura, acompañadas con crema de limón y caviar.
—Pedro, ¿dónde te habías metido?
—Lo siento, Agustin, sabes que te aprecio y por eso accedí a acompañarte, pero este ambiente de víboras adineradas no es lo mío. Me voy.
Ni siquiera le permitió esgrimir una súplica para que se quedara un rato más. Pedro se marchó dejándolo con la palabra en la boca.
CAPITULO 50
En la sala, Paula se encontró con sus padres. Benjamin Chaves le dio un beso en la frente y la agarró de los hombros mientras la admiraba unos instantes, a la vez que deslizaba la mano por el brazo hasta cogerle la suya:
—Me alegra que te hayas puesto el brazalete que te regalamos.
—Gracias, papá, por hacerlo llegar con anticipación para que pudiera lucirlo esta noche.
—Hija querida, estás bellísima —dijo su madre, Geraldine Mayer, mientras abría los brazos para estrecharla.
Paula se rebujó en ella esperando encontrar la contención que necesitaba, se aferró a su cuerpo con ímpetu y desesperación, mientras cerraba los ojos para profundizar en su abrazo.
—Bueno, bueno, no nos arruguemos la ropa, Pau.
Se separó sin poder ocultar su desilusión, bajó la vista y se lamentó por haber tenido la osadía de arruinarle a su madre el modelo de Cavalli. Geraldine la miró escudriñándola de pies a cabeza y sin percatarse del gesto contrito de su hija le dijo:
—Esos pendientes y ese collar no te los había visto. Manuel... —Miró a su yerno y aseguró—: Apuesto por el buen gusto que éste es tu regalo.
—Acierta, suegra —le dijo mientras se aferraba a la cintura de Paula y la pegaba a su cuerpo—. Se ven preciosas estas joyas en mi joya, ¿verdad? —La besó detrás de la oreja y Paula sintió una náusea en el estómago y un repelús en todo el cuerpo.
—¿De qué diseñador son? —se interesó Geraldine con insistencia.
—Diamantes de Le Vian, querida.
Manuel contestó con una postura claramente jactanciosa; no se apartaba de Paula y permanecía con una mano en el bolsillo del pantalón.
Continuaron conversando, la campaña política fue el tema por excelencia, sólo se apartaron unos instantes de la conversación para hablar de los negocios de la familia Mayer-Chaves. Los camareros, a petición del senador, sirvieron champán y algunos bocadillos que todos dejaron de lado. Paula se decantó por un zumo natural de frutas, ella rara vez bebía alcohol y como ese día estaba tan apática, lo rechazó de plano; además, beber champán significaba integrarse en el festejo, y ella no tenía nada que festejar.
Al cabo de un rato, los invitados comenzaron a llegar.
Políticos de las altas esferas, economistas, funcionarios del gobierno con sus esposas, prestigiosos periodistas de los medios más influyentes y poderosos empresarios, entre otros, se dieron cita en la mansión neoyorquina.
Quien no conocía el tormento que significaba para ella esa reunión habría dicho que Paula se mostraba entusiasmada, sólo bastaba con verla para afirmarlo, porque en su rostro se veía una sonrisa que tenía ensayada al dedillo y que no desvelaba en absoluto el desdén y el agobio que sentía.
De pronto, vio entrar a Maite y suspiró aliviada: por fin iba a dejar de sentirse desubicada y como un pez fuera del agua. Se pegaría a ella y pasaría el resto de la noche junto a su amiga del alma.
—Pau, mi vida, ¡feliz cumple! —Se abrazaron con efusividad. Desde la otra punta de la sala Wheels las miró con fastidio, no la soportaba y no podía disimular—. Amiga mía, toma tu regalo, me lo querían quitar en la entrada pero yo deseaba dártelo en mano. Joder con el protocolo estúpido de tu marido; con tal de llevarle la contraria, lo haría mil veces más.
Paula la miró con dulzura, amaba la espontaneidad de su amiga y lo mucho que siempre la hacía sentir querida.
—Gracias, May. Ven, vayamos allá sobre esa mesa, así lo abriré. Estás muy guapa, ese vestido de color natural te sienta muy bien, apuesto a que serás objeto de muchas miradas esta noche.
—No me interesa en absoluto, aquí sólo hay estirados y son todos de la misma calaña que el ogro. Para muestra, basta un botón.
Las dos se rieron a carcajadas, el humor de Paula había cambiado considerablemente. Se retiraron unos metros hacia una mesa que estaba junto a una de las contraventanas y Paula abrió el obsequio con ilusión.
Era un camafeo, una réplica da la famosa obra La primavera de Botticelli, el pintor favorito de Paula.
Ella lo admiró embelesada, conocía muy bien la pintura y la reproducción estaba muy bien lograda: copiaba casi a la perfección cada detalle del original. En ese mismo instante quiso quitarse el pesado collar de diamantes que llevaba puesto y colocarse ese camafeo.
—¿Te gusta? Es de un artista florentino del siglo pasado. El camafeo es de plata antigua y para pintarlo utilizó la misma técnica que el genio de Botticelli: temple de huevo.
—Es magnífico, me has dejado sin respiración.
—Qué bien que te guste. También estuve a punto de ir a comprar un frasco de tu perfume favorito para acompañar esto.
—May, ambas cosas me habrían encantado, pero esto habla de lo mucho que me conoces. Me has dejado sin palabras, amiga.
En ese momento vio con el rabillo del ojo que Agustin entraba en el salón. Se movió para tener una mejor visión de la entrada de su hermano, que parecía un dandi enfundado en un traje negro de Dolce & Gabbana. Era guapo por cualquier lado por donde se lo mirase, y traía un bronceado perfecto que sin duda había adquirido en las playas de Lisboa. Paula lo quería muchísimo, e iba a protegerlo pasara lo que pasase.
De pronto, sintió que el suelo se movía bajo sus pies, la boca se le secó de pronto y las piernas se le quedaron como un flan. Palideció hasta tal punto que Maite la cogió por el codo y le preguntó: — ¿Te encuentras bien? —Paula se dio la vuelta con ímpetu para esconder su rostro—. ¿Qué pasa, Pau?
—Vuélvete, no mires atrás —consiguió advertirle, y con un hilo de voz siguió hablando para poner al tanto a su amiga—. Agustin acaba de llegar, pero no ha venido solo, está con...
—¿Con quién? —Intentó darse la vuelta pero Paula se lo impidió.
—Con Pedro —susurró.
—¿Qué? ¿Estás de broma?
—¿Tengo cara de estar de broma?
—No, por supuesto que no, tienes cara de muerta, así que debe de ser cierto.
—No puede ser, no puede serlo.
—Tranquila, respira profundamente, no vaya a ser que te me desmayes aquí. Pensemos...
—¿Qué quieres que pensemos? Pedro cree que estoy en casa de mis padres, acaba de entrar con mi hermano y Agustin vendrá a saludarme y me lo presentará. ¿De qué coño se conocen?
—Dile: «Hola soy Paula Chaves» y listo.
—Maite, no es momento para bromas. Esto desatará la furia de Manuel, por Dios, las fotos de Agustin... —Se cubrió la boca—. ¿Qué voy a hacer?
—Jódete. Sí, no me mires así, con esa cara de cordero degollado: esto pasa por no haber hablado con Pedro cuando debiste hacerlo. Hazte cargo, no te queda otra opción. Yo te lo advertí en más de una ocasión.
—Pau, me están entrando ganas de hacer caca de los nervios.
—Ni se te ocurra dejarme sola —la miró a los ojos—, te lo haces encima, Maite, Paula cogió una fuerte inspiración, se aferró a la mano de su amiga y se dio la vuelta. Era en vano ocultarse, porque lo inminente estaba a la vista y el encuentro era impostergable e ineludible.
Sus padres detuvieron en el camino a Agustin, los momentos se hacían eternos.
Pedro todavía no la había visto; como ellas estaban al final de la sala permanecían ocultas tras la concurrencia.
Paula aprovechó para mirarlo bien. Estaba magnífico, sin temor a equivocarse podía asegurar que él también llevaba un traje de D&G —sabía reconocer el corte de tanto vérselo a su hermano— azul oscuro de tres piezas y con rayas finas, acompañado con una camisa blanca de cuello italiano y una corbata azul con rayas transversales; los zapatos, de cordones, eran de piel acharolada. La musculatura de sus piernas se marcaba visiblemente en los muslos, que se adherían al pantalón de corte perfecto.
Dio un respingo al ver la familiaridad que sus padres mostraban con él; Maite y ella no pudieron dejar de mirarse, absolutamente pasmadas por la situación. Benjamin Chaves parecía conocerlo muy bien, abrazaba a Pedro y le daba palmadas en la espalda con entusiasmo. Se apartó un instante pero le dejó una mano apoyada sobre el hombro mientras le hablaba, intercambiaron algunas palabras y sonrisas y pronto la madre señaló hacia el final del salón, en dirección a donde ellas se encontraban.
Agustin, esbozando una gran sonrisa, buscó entre los presentes hasta dar con Paula. Casi en el mismo instante Pedro la descubrió, y ella tuvo que aferrarse a la mesa para no caerse.
—Sonríe, sonríe... —dijo Maite entre dientes—. Manuel está pendiente de todo.
Agustin salió caminando, Pedro lo seguía.
—Allá está mi hermana, ven, que te la presento —le dijo mientras señalaba a las dos mujeres que permanecían de piedra, sin saber qué hacer.
Notó un gran escozor en los ojos, sintió cómo la vista se le nublaba, apretó la mandíbula y experimentó un gran dolor por la presión que ejercía: había descubierto a quien él creía Maite en la fiesta.
Cerró el puño y lo apretó con fuerza, intentando serenarse y encontrar su centro; sin embargo, respiraba de manera desacompasada y las aletas de la nariz se le agitaban, demostrando la furia que sentía; el efecto sorpresa lo había dejado tambaleando, percibió cómo cada músculo de su cuerpo se tensaba, cómo cada tendón se le anudaba, y entonces la ira se apoderó de todo su ser.
Para sumar más sorpresas a la que ya sentía y exaltar su contienda, Agustin no abrazó a quien él creía Paula, sino a quien él conocía como Maite.
—Hermanita de mi corazón, ¡feliz cumpleaños! —La cogió de una mano y la hizo girar—. Hola, Maite. —Le dio un beso en la mejilla a la rubia—. Vaya, debo reconocer que tú también pareces una dama de la alta sociedad de Nueva York, estás muy guapa con ese vestido.
—Siempre eres desagradable con tus comentarios —le contestó Maite sin disimular su fastidio.
—Algún día terminarás reconociendo que mis halagos te gustan.
Pedro no apartaba los ojos de Paula, estaba furioso.
—Os presento a mi gran amigo Pedro Alfonso. Maite es la amiga de mi hermana Paula —explicó.
Paula estiró tímidamente la mano y Pedro la sostuvo en la suya, mientras la saludaba con un movimiento de cabeza.
Ella había dejado de respirar, pero no se había dado cuenta.
—Hola, Pedro, encantada —dijo Maite con la clara intención de que separasen el contacto de sus manos. Se acercó a él y lo besó en el pómulo mientras aprovechaba para hablarle entre dientes—. Cambia esa cara, por favor —lo conminó—. Disimula.
Si algo no tenía Pedro eran ganas de disimular, quería coger del brazo a Paula y llevársela de ahí para que le diera una explicación.
«Me has visto la cara, ¿tan estúpido puedo ser para haber caído en tu juego?», pensaba mientras mataba con la mirada a Pau. En ese instante Manuel se acercó.
—Cuñado. —Agustin lo saludó con formalidad, con un correcto apretón de mano—. Te presento a un gran amigo, Maximiliano Alfonso, dueño y presidente de Industrias Miller en Texas.
Presentó a su amigo con todas las florituras y utilizó su segundo nombre porque él siempre bromeaba con que sonaba más importante, ya que se trataba del nombre del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y del rey de los romanos. Maite elevó una ceja y Paula de pronto comprendió muchas cosas.
Alfonso masculló un insulto por dentro, ante lo que Agustin había revelado.
—Amigo, te presento a mi cuñado, el senador Manuel Wheels.
Alfonso clavó la vista en ese asno e intentó por todos los medios dominarse, ya que en ese momento lo único que deseaba era desenfundar su Beretta y pegar un tiro entre ceja y ceja al desgraciado.
Wheels, después de saludarlo, aferró a Paula de la cintura y la pegó a su cuerpo. Pedro, sin poder disimular, miró con fastidio su mano apoyada en la cadera y creyó que estallaría.
—Toma, éste es tu regalo —señaló Agustin mientras sacaba una caja de joyería.
—¿Por qué no lo has dejado en la entrada? Es muy vulgar que Paula se ponga a desenvolver un regalo aquí —le recriminó Manuel.
—Cuñado, no te enfades por no seguir tu protocolo y pongámosle un poco de espontaneidad a la fiesta. Es el cumpleaños de mi hermana, no un entierro.
Con manos temblorosas, Paula abrió el obsequio y quedó pasmada ante lo que halló: era la nueva versión del Rolex Oyster Perpetual, que conjugaba materiales preciosos con un engastado de ensueño; la caja y el brazalete eran de oro de 18 quilates y estaban enaltecidos por un bisel y eslabones que contenían de forma maravillosa incrustaciones de deslumbrantes diamantes.
—Mira lo importante que eres para mí, hermanita, que me he gastado todo el salario de la campaña que he ido a hacer a Lisboa, y más también —dijo Agustin fanfarroneando; quien lo conocía sabía que siempre bromeaba así.
Paula pensó en ese momento de dónde provendría en realidad ese dinero, de dónde lo habría sacado Agustin para comprar una joya tan costosa.
—Y esto es para tu estudio. —Le extendió una bolsita—. Sabes que de cada lugar que voy siempre te traigo un souvenir. Éste es el Gallo de Barcelos, símbolo de Portugal —explicó.
—Gracias, Agustin.
A pesar de que había tenido la lucidez necesaria para elucubrar la procedencia del dinero de Agustin para el regalo, la mirada cetrina y mortífera que Pedro le destinaba hacía que sus pensamientos perdieran peso y razón.
Manuel no se había percatado del intercambio, porque estaba concentrado en el embajador de Colombia, que acababa de llegar con su esposa. Miraba hacia la entrada.
—Ven, querida, déjale eso a Maite y acompáñame, quiero presentarte a alguien.
Manuel la arrancó del círculo y ella caminó como pudo, intentando clavar los pies en el suelo.
—Voy a buscar algo para beber —dijo Agustin.
—Tranquilízate, Pedro, sé que estás que se te llevan los demonios, pero te aseguro que hay una explicación para todo —intervino Maite.
—La verdad es que no sé si quiero oír alguna explicación, lo que he visto me basta y me sobra.
Sus ojos desprendían rencor.
—No es lo que crees. —Maite quiso tranquilizarlo.
—¿Ah, no? ¿Y qué debo creer, según tú?
—No me corresponde explicártelo a mí.
—¿Sabes qué? —le dijo acercándose de manera intimidatoria y hablándole en un tono que hizo que Maite temblara—. Ya me habéis tocado demasiado las pelotas con las explicaciones que tú no me puedes dar y con las que tu amiga nunca me dio. Me importa una verdadera mierda lo que tenga que decirme, me he hartado de que me veáis cara de idiota, M-a-i-t-e —expresó su nombre de forma despectiva.
—Bueno, tú tampoco eres ningún santo. Por lo que he oído también tienes tus secretitos; ¿no eras detective y te llamabas Pedro?
—Ése soy yo —afirmó de forma categórica sin molestarse en dar más explicaciones.
—Agustin no te ha presentado de ese modo.
Agustin llegó con copas y una botella de champán y Benjamin Alfonso se acercó en ese momento.
—¿Cómo va esa empresa, muchacho? Espero que te hayan servido mis consejos para decidirte y hacerte cargo de todo.
—Aprecio su ayuda, señor Chaves, pero tengo a gente muy idónea dirigiéndola.
—Déjame decirte que no deberías ser tan confiado; a un capital tan grande como el que tú posees no es bueno quitarle el ojo. Es increíble que tu compañía sea la que me provee la tecnología de seguridad durante tantos años.
—Los negocios y ese mercado tan complejo no son lo mío.
—No me digas que no son lo tuyo, si sé muy bien que estudiaste ingeniería; deberías retomar tu carrera y alejarte de tu oficio de detective. No puedo creer que con el imperio que amasas hayas sido compañero de este badulaque y ahora seas un funcionario público.
Pedro estaba realmente fastidiado, todo su pasado había sido expuesto ante Maite, que lo miraba de forma inquisitiva..
—¿Interrumpo? —dijo Manuel acercándose por detrás de Benjamin. Había quedado intrigado con el hombre con el que su cuñado había llegado.
—Mi querido yerno, tú nunca interrumpes —dijo Chaves—. Aquí estoy, hablando de negocios con mi proveedor de ingeniería electrónica; su empresa es la que nos pone todos los circuitos de seguridad y los de los ordenadores de los barcos que construimos.
—Muy interesante. ¿Sólo se especializa en lo que mi suegro destaca, señor...?
—Alfonso. —Pedro le indicó de manera pedante que lo llamase por su apellido.
Maite, al ver que Paula miraba la escena desde lejos sin atreverse a acercarse, se apiadó de su amiga y fue a hacerle compañía.
Pedro le refirió muy por encima lo que su empresa hacía.
—Ofrecemos servicios de ingeniería electrónica, básicamente diseñamos y desarrollamos partes o equipamientos electrónicos, completos o no. Nos encargamos del diseño, del ensamblado y a veces hasta de la producción de los mismos. Realizamos prototipos específicos para un medio determinado, software, hardware, microcontroladores; en fin, la ingeniería electrónica y sus ramas son muy extensas, y en nuestra empresa simplemente nos ajustamos a las necesidades de cada uno de nuestros clientes.
—¿Diseñan circuitos de detección perimetral?
—También lo hacemos.
—¿Circuitos que detecten hasta el vuelo de una mosca?
—No sé cuáles son los requerimientos a los que se refiere exactamente y la finalidad y las necesidades del proyecto, conviniendo esas necesidades es que nuestros ingenieros lo trazan para que abarque el rango requerido.
—Debería dejarme su teléfono, porque resulta que tengo un amigo que tiene una constructora y está buscando esta tecnología punta en materia de seguridad. Necesita que sea un circuito sin fallos, que le garantice protección segura y sea impenetrable. Si mi suegro dice que su empresa es de confianza, seguro que es la indicada para el trabajo.
A Pedro le extrañó que una empresa constructora necesitase de tantas medidas de seguridad, pero como no quería desatar un escándalo, no se detuvo demasiado en el análisis de las palabras de ese payaso.
Su voz lo enardecía, y se estaba conteniendo de no romperle la cara ahí mismo, aunque si pensaba en las mentiras que Paula le había dicho su ira se disparaba por otro lado.
—Después te daré los teléfonos y te indicaré con quién debes hablar —le dijo el viejo Chaves a su yerno; a Pedro le agradeció su orientación dándole un apretón en el hombro.
—Perfecto, Benjamin, esta semana espero todos los datos.
El detective no sabía hasta cuándo iba a poder contener sus impulsos, todas sus emociones eran una maraña de desprecio, sus entrañas se revolvían con cada palabra, con cada gesto, estaba furioso y al igual que un depredador, sólo quería salir a la caza de ese ser que le repelía.
Desde una distancia considerable, Paula observaba.
—Me van a estallar el corazón y la cabeza; acompáñame al baño.
Paula y Maite se alejaron del salón. Pedro, atento a todo, vio por dónde se escapaban y comprendió que era el momento perfecto para abordarla.
—Necesitaría ir al baño —Alfonso se excusó ante los presentes.
—Por ese pasillo —le indicó Agustin, que estaba aburrido y no se molestaba en disimularlo.
Cuando se quedaron solos, su padre aprovechó para ofrecerle una retahíla de reproches, los mismos de cada vez que se veían. Manuel, cuando vio de qué iba la cosa, así que se retiró sin que lo advirtieran.
—No entiendo por qué te empeñas en seguir viviendo la vida loca cuando podrías estar haciendo una gran carrera, o al menos empapándote de los negocios de la familia.
—No empieces, papá, por favor. —Agustin se bebió todo el contenido de la copa de champán de una vez—. Cuándo te enterarás de que no seré nunca lo que tú quieres que sea, porque... —Frenó sus palabras, no quería que todo terminara en una discusión, como siempre que se veían, y estropearle el cumpleaños a su hermana.
—Termina la frase, ni siquiera tienes la hombría suficiente para hablar sin tapujos.
—Papá, no es el lugar ni el momento. Te aseguro que hombría me sobra, y aunque no me dedique a vivir la vida como tú pretendes, eso no me hace menos digno. Pero claro, tus estándares sólo se adaptan a tu dogma de empresario y ceguera moralista como miembro de la high society. Eres un hipócrita que sólo se preocupa por el qué dirán y vives tu vida vacía de sentimientos. No sabes cuántas veces Paula y yo necesitamos un abrazo tuyo y de mamá en vez de un sobre con dinero como regalo de cumpleaños, que además, como nos despertábamos tarde, lo traía nuestra niñera, porque vosotros ya no estabais en la casa.
»Y encima vas de predicador, cuando toda la vida has tenido a tus amantes trabajando para ti. Y mi madre... cuando no es el chófer, es el jardinero, o el entrenador personal... Por favor.
Aunque se había querido contener, la locuacidad había aflorado de su boca, y esta vez, además, había dicho más de lo que otras veces se habría atrevido. Agustin se apartó y se fue al patio trasero a fumarse un cigarrillo, necesitaba endemoniadamente una dosis de tabaco para apaciguar su ira.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)