lunes, 29 de febrero de 2016
CAPITULO 52
Maldijo por no haber ido con su coche y haber permitido que Agustin lo pasase a buscar. No quería ir a su casa, sabía que se agobiaría allí, donde guardaba recuerdos vividos con ella, necesitaba despejarse.
Levantó las solapas de su chaqueta para resguardarse del frío, que de todas formas se coló sin permiso.
Era una gélida noche en Nueva York y una ráfaga de viento lo azotó en la cara; como si los golpes que había recibido no hubieran sido suficientes, el viento insolente le arreboló las mejillas y empujó su cuerpo. Se sentía pulverizado, sin fuerzas, Paula con sus palabras lo había atravesado, como un torero atraviesa con el estoque al toro, y lo había herido de muerte.
Una voz que surgía de sus entrañas, sin embargo, le gritaba: «Resiste, levántate, brama y embiste con la furia con que lo haría un toro acorralado con un par de banderillas clavadas en el morrillo».
Inspiró con fuerza; no obstante, su resolución no hallaba calma, sentía terribles punzadas en las sienes y las palabras no cesaban de repetirse en su cabeza: «Lo siento, Pedro. Manuel ha cambiado, ya no es el que era. Que yo me alejase le hizo darse cuenta de cuánto me ama, y he decidido darle otra oportunidad a nuestro matrimonio».
Miró hacia el firmamento, nubarrones grises amenazaban con una lluvia inminente, metió las manos en los bolsillos de su pantalón y caminó por Park Avenue hasta conseguir un taxi.
—¿Adónde lo llevo, señor? —le preguntó el taxista con acento extranjero.
Se quedó mirándolo unos instantes, porque en realidad no sabía hacia dónde ir.
—¿Adónde va? —repitió aquel hombre para sacarlo de la sumisión en que estaba.
—Al Connolly’s de la Cuarenta y Cinco. ¿Sabes dónde queda?
—¿Quién no conoce el Connolly’s?
—Eres inmigrante, ¿verdad?
Se puso a charlar con el taxista, necesitaba que los sonidos dentro del automóvil se metieran en su cerebro para dejar de pensar en ella.
—Sí, señor.
Lo notó tímido al darle la información.
—¿Dominicano?
—Salvadoreño, señor. William Javier Mena Rojas, para servirle.
—¿Tienes tus papeles en regla?
—Sí, claro.
Pero la forma escueta en que ese hombre contestó le dio a entender a Pedro que no era así.
—¿Estás casado?
—Así es, tengo dos hijos y mi esposa está embarazada.
—Supongo que sabes que aunque ahora vayas a tener un hijo estadounidense, eso no cambia tu estatus de inmigrante.
El salvadoreño lo miró por el espejo retrovisor.
—¿Es usted policía?
—El lugar adonde te he pedido que me lleves me ha delatado, ¿verdad?
El hombre asintió con la cabeza mientras elevaba las cejas.
Pedro sacó un bolígrafo y una tarjeta personal y garabateó en el anverso. Se la pasó cuando se detuvo en su destino, de pronto sintió la necesidad de ayudar a ese hombre; ya que no podía ayudarse a sí mismo, decidió hacer algo por un semejante que también sufría, aunque su padecimiento no pudiera compararse con el de Pedro.
—Toma, William, ve a Inmigración y pregunta por Thomson Bloomberg, dile que vas de mi parte y entrégale esta tarjeta. Él te ayudará a ti y a tu familia con la documentación.
También le dio el dinero del trayecto.
—Oh, señor, muchas gracias. No me debe nada, descuide, el viaje corre por mi cuenta.
—Toma, hombre, es tu trabajo y debes pagar el alquiler del coche. Con este frío no debe de haber muchos pasajeros, así que supongo que no será una buena noche.
—Gracias, señor —leyó la tarjeta— Alfonso.
Pedro le hizo una seña con el pulgar hacia arriba y bajó del automóvil ágilmente.
—Que Dios lo bendiga.
El detective entró en Connolly’s y se dirigió a la barra, donde no tardaron en atenderlo. Pidió una cerveza Guinness negra.
Miró en torno al recinto, que estaba casi a tope a pesar del clima. Siempre era así; entre asiduos clientes y turistas no era extraño que ese bar de estilo irlandés, regentado por un
exmiembro del Departamento de Policía de Nueva York, se encontrase a rabiar. Al realizar su escrutinio, Pedro halló algunas caras conocidas, pues al igual que él muchos colegas preferían ese lugar para relajarse y pasar un agradable momento entre amigos.
El barman le acercó su cerveza y Pedro se la terminó de un trago, miró fijamente a los ojos al camarero y le pidió otra mientras le extendía el dinero para pagar.
Cuando llegó su segunda Guinness, a diferencia de la primera, se quedó mirando el contenido mientras estudiaba la pinta, pasó el dedo por el contorno del recipiente y apoyó un codo sobre la barra.
Lo enfurecía que Paula, con aquellas palabras, tuviera el poder de devastarlo como lo había hecho.
Dominado por la violencia, volvió a beberse la pinta de un tirón.
«Debo sacarla de mi cabeza, debo olvidarla —se exigió, y supo al instante que sería imposible, porque ella estaba fundida en su piel y en su alma como nunca lo había estado otra mujer; balbuceó un insulto por sentirse así—. Es increíble que justo haya decidido abrir mi corazón a la única mujer que no puedo tener.»
Sus pensamientos no tenían justificación ni sosiego, parecía imposible alejarla de sus recuerdos y se atormentaba pensando en ella. Se acordaba una y otra y otra vez del momento en que la vio de pie al final del salón, aún no sabía que era Paula Chaves. Sonrió a desgana, con una mueca incrédula, elevando apenas las comisuras de los labios: ella era la hermana de su mejor amigo, qué ironía,
¿cómo era posible que no lo hubiera sabido?
«Es simple, ninguno de los dos habló de nuestras familias, y nos respetamos.»
De pronto la sonrisa cínica del senador Manuel Wheels tomó posesión de sus recuerdos y se presentó con frenesí en su memoria, exacerbando mucho más esa veta furiosa que se había apoderado de él.
Rememoró el instante en que asió a Paula por la cintura y eso le agrió mucho más el humor, a niveles exorbitantes.
«Bastardo.»
Se preguntó si acaso sabía lo que había entre él y ella.
Repasó en el resto de la conversación mantenida con él, rebuscó algún indicio entre las palabras y llegó a la conclusión de que no. Ese malnacido le hablaba amigablemente, aunque quizá con astucia había escondido sus verdaderos sentimientos; después de todo era un zorro y, aunque se asemejaba a otros, tenía la total percepción de que éste además escondía muchos secretos.
Se maldijo y se arrepintió por no haberle advertido de que si la volvía a golpear, le clavaría una bala en el medio de los ojos, pero rio de manera inconsciente y se preguntó con qué derecho, si Paula ya había elegido.
«Paula, Paula, Paula», repitió varias veces su nombre en silencio para acostumbrarse a llamarla así.
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Quiero maas! Por favor que tensión!
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