martes, 16 de febrero de 2016
CAPITULO 7
Cruzaron el puente de Queensboro hasta Brooklyn y tras recorrer unas cuantas calles llegaron a The Counting Room, en el número 44 de Berry Street, cerca del parque McCarran.
Era un lugar bastante informal, moderno, muy íntimo gracias a una iluminación tenue. Entraron en el salón y se acomodaron en una mesa alejada. En el ambiente sonaba una música ecléctica exquisita, con el volumen justo para permitir una conversación muy amena, y en la decoración preponderaba la madera clara, el ladrillo y unas exóticas lámparas de vidrio que colgaban agrupadas.
En el local se podía comer o, si se prefería, beber en las plantas de arriba y el sótano.
Paula miraba a su alrededor, sin querer perderse detalle de nada. Su corazón palpitaba desbocado después de tanto tiempo sin hacer algo sólo por el hecho de sentirse bien.
—Creo que tenías razón, debería haberme puesto unos vaqueros. Habría pasado más inadvertida, todos visten de forma muy informal en este lugar.
—Yo también lo creo —le dijo Maite—, pero ahora es tarde para lamentos, y de todas formas en tu armario no había ninguno, así que disfruta y olvídate un rato de todo.
—Sí. Hoy somos May, Ed y Pau, los de siempre, los de antes, los amigos inseparables que siempre hemos sido. Hoy eres Paula Chaves.
Eduardo le guiñó un ojo y Paula le ofreció a cambio una sonrisa, un suspiro y un asentimiento de cabeza. Intentaba relajarse y procesar en su cerebro las palabras dichas por sus amigos.
Pidieron unos sándwiches de salmón ahumado y unas tapas que acompañaron con una Brooklyn Lager. Recordaron anécdotas y Paula sintió que el alma le sanaba por un instante, sintió añoranza pero no se permitió que la angustia la invadiera: se había propuesto disfrutar del lugar y del momento. Después de comer, sus amigos comenzaron a insistir para bajar al sótano a tomar unas copas, allí estaba el bar y también se podía bailar. Paula finalmente aceptó.
Se sentaron a la barra y pidieron un Prosecco. Algo más animada y un poquito envalentonada por el alcohol, Paula salió a la pista junto a sus amigos: se sentía libre, feliz y extasiada por las notas musicales del clásico de los ochenta Old time Rock &Roll.
Desde la barra, Pedro no había podido dejar de admirar la belleza inusual de esa mujer, que resaltaba en el lugar. Por cómo iba vestida se notaba que pertenecía a otra clase social; iba demasiado formal para contonearse de aquella manera.
Bebió un sorbo de su Salt & Ash sin dejar de recorrer con la vista a Paula, sonreía entretenido viendo cómo ella se estaba divirtiendo. La siguió estudiando a conciencia, pues aquella mujer le recordaba a alguien pero no podía averiguar a quién: era sofisticada y frágil, sexy pero formal, todo en su justa medida. Llevaba el pelo bien arreglado, estaba claro que de peluquería, y la piel de su rostro se notaba muy cuidada, lo mismo que sus manos; cuando levantaba los brazos se veía que llevaba joyería cara en las muñecas, así como una alianza de matrimonio, lo que la convirtió de pronto en doblemente tentadora.
Pedro pensó que hacía tiempo que no se tiraba a una mujer casada y sintió correr por su cuerpo la misma adrenalina que cuando perseguía a un delincuente, sólo que en ese momento su presa era esa mujer desconocida, que como estímulo extra no era libre.
«Vamos, Pedro, inténtalo —se animó en silencio—. ¿Qué puede buscar una mujer casada sino una aventura en un lugar como éste? Se nota claramente que el hombre que va con ellas en verdad no está con ninguna, ¿o sí? —Dudó, pero siguió observándolos para ver a cuál de las dos se acercaba más, finalmente concluyó que parecía muy familiar con ambas—. ¿Se tratará acaso de un triángulo amoroso?»
Siguió observando con detenimiento las señales que emitían y decidió que la rubia parecía más atrevida con el hombre, así que consideró que eran pareja.
Bebió de un tirón lo que quedaba de su copa y se puso de pie con resolución para ir hacia la pista y acercarse a esa enigmática mujer desplegando sus encantos de conquistador. Pero en ese instante ella dejó de bailar y les dijo a sus amigos algo que hizo que todos se acercaran hacia la barra. Como caída del cielo, Paula se situó justo al lado de Pedro, cuya entrepierna palpitó al instante al oler su perfume; tenía muy buen olfato y reconoció perfectamente el aroma a Jasmin Noir de Bvlgari. Las notas dulces, resinosas y algo avainilladas con sensación de jazmín floral lo extasiaron de la misma forma en que lo había hecho esa mujer. Se rebujó en el taburete, su erección de pronto se tornó incómoda y se sintió algo descolocado: hacía tiempo que una mujer no le provocaba una erección espontánea.
Pensó en su nombre, imaginó unos cuantos en su cabeza pero se dio por vencido: supuso que ella debía de llamarse de una forma poco común, pues no era una mujer corriente.
Llamó al camarero y pidió un cóctel Pale Flower, exótico y con clase, como esa mujer. Le indicó que se lo entregara en su nombre.
El encargado de la barra la abordó y le dio la copa mientras se lo explicaba. Paula se volvió tímidamente y él la notó temblorosa, cosa que le gustó. Tras la sensualidad que ella había mostrado en la pista, verla así indefensa lo acabó de cautivar: le gustaba llevar la voz cantante, le agradaba que la mujer se dejase conquistar y que no opusiera resistencia, y consideró que ella era de ésas.
Alfonso se sintió honrado por su mirada, pero muy pronto notó en las pupilas de ella un gesto de miedo.
Era un hombre muy perceptivo, por su trabajo estaba acostumbrado a estudiar a la gente y a descifrar rasgos de la personalidad a partir del lenguaje corporal. Le regaló su mejor sonrisa, la más seductora y la que raramente le fallaba con ninguna mujer, levantó su copa y se la enseñó, demostrándole que quería compartirla con ella. Sin embargo, Paula se dio la vuelta de inmediato y se acercó al oído de su amiga.
Cuchichearon entre los tres, el hombre sacó su billetera y dejó dinero suficiente para pagar las copas.
Se fueron del lugar.
Pedro no entendía nada, todo había sucedido tan rápido que sólo pudo quedarse mirando cómo se perdían por el hueco de la escalera. De pronto reaccionó, sacó la billetera y dejó dinero bajo su copa.
Subió los escalones de dos en dos, se dirigió a la salida y en la calle, con frenesí, intentó averiguar en qué automóvil partían.
Miró hacia la esquina y los vio subiendo a un Audi Q6 de color rojo que salió rápidamente del lugar.
Era detective, y sabía muy bien cómo memorizar una matrícula, pero por si acaso buscó su móvil en el fondo del bolsillo y la anotó.
—¡Hola, Pedro!
Se volvió para ver quién lo saludaba e intentó acordarse del nombre de la rubia despampanante que se le aproximaba.
Ésta lo agarró del cuello y le dio un beso bastante lascivo en la comisura del labio.— Hola, Kimberly.
—No creía que pudiera encontrarte hoy aquí, ¡qué sorpresa!
—¿Acaso hay un día estipulado para venir aquí? —contestó Pedro toscamente, estaba mosqueado por el rechazo de la mujer que minutos antes lo había encandilado y se le había escapado sin darle la oportunidad de presentarse siquiera. Se dio cuenta de inmediato de lo odioso que había sonado—. Lo siento, Kimberly, no pretendía ser grosero, es que no he tenido un buen día.
—Pedro, quizá yo sepa cómo hacer que tu día acabe mejor... —le susurró muy cerca de los labios, acariciándolo con el soplido de las palabras—. La última vez que estuvimos juntos creo que así fue...
—No me cabe duda de que podrías transformarlo, pero solamente he venido a tomar una copa y ya me iba. Mañana debo ir a trabajar muy temprano.
Se arrepintió al instante y pensó: «¿Por qué no aceptar la invitación de follar con ella?».
Entrecerró los ojos y la cogió de la barbilla para besarla, hurgó con la lengua en su boca, pero a diferencia de un rato atrás, su entrepierna se mostró adormecida, así que se apartó y la dejó casi en éxtasis.
—Tengo tu teléfono, nena, te llamaré.
—¿Lo prometes, Pedro Alfonso?
—Te doy mi palabra. Aún recuerdo lo bien que lo pasamos la última vez, y te aseguro que me apetece repetir, pero es que hoy tengo un día complicado.
No eran necesarias tantas explicaciones, pero le pareció adecuado dejar una puerta abierta para cuando tuviera ganas de saciar sus ansias sexuales.
Contrariado, y sin entender por qué se sentía de esa forma, dejó a la rubia que prácticamente se le había abierto de piernas en la calle y se alejó del lugar. Subió en su BMW Z4M Coupé azul metalizado y se marchó de ahí.
Llegó a su casa y se quitó la ropa a tirones para meterse en la cama. Buscaba una postura para dormirse, dando vueltas hacia un lado y hacia otro sin poder serenarse. Encendió la luz de la mesilla de un manotazo y se quedó mirando el techo con los brazos tras la nuca.
«Mierda, hoy me han rechazado dos veces, primero Eva y luego esa mujer, que no sé ni quién mierda es y que me ha puesto de un humor de perros. No entiendo por qué le doy tanta importancia, si sólo es una perfecta desconocida», se preguntó, desconcertado por sentirse así.
Era un testarudo y se conocía muy bien, cuando algo se le metía en la cabeza no podía parar por más que la razón le dijera que no debía seguir con eso. Se levantó, sabiendo que no podría dormir hasta encontrar al menos una respuesta.
Buscó su portátil y lo encendió, lo apoyó sobre la mesita baja
del salón e ingresó con su clave personal en el sistema de datos de la Policía de Nueva York.
Introdujo la matrícula del Audi.
Muy pronto obtuvo la información del propietario. El vehículo pertenecía a Eduardo Mitchell y estaba registrado en Nueva York. Obtuvo el domicilio del titular y su número de identificación, averiguó que se trataba del director general de la Clio Art Gallery.
Entró en otra base de datos e indagó en el sistema financiero de Eduardo Mitchell, quien tenía cuentas abultadas pero al parecer no provenían del sueldo que cobraba en la galería de arte, sino de una empresa familiar.
Investigó datos de la galería, pero no encontró nada de sus propietarios, sólo constaba como una sociedad anónima. Desde su ordenador no tenía acceso a otros archivos, así que se propuso seguir indagando desde el departamento de policía.
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