miércoles, 2 de marzo de 2016

CAPITULO 58



Muy temprano, el senador Manuel Wheels cogió un vuelo a Washington acompañado por su asesora de imagen, la señorita Samantha Stuart. Necesitaba que todos creyeran que el suyo era estrictamente un viaje oficial. Aunque pasaría por el Capitolio para hacerse cargo de algunas de sus actividades como senador, su destino para el fin de semana era otro.


Llegaron al aeropuerto nacional Ronald Reagan de Washington, en el condado de Arlington, Virginia, el más cercano a Washington D.C.


Desde ahí se trasladaron al barrio Capitol Hill, a su oficina ubicada en el Hart Senate Office Building, donde pasaron toda la mañana y gran parte de la tarde atendiendo asuntos de Estado. A eso de las cinco, se trasladaron al hotel Jefferson, donde cada uno ocupaba una suite de lujo.


En el ascensor se separaron y Manuel le indicó a Samantha que estuviera lista para las ocho.


—Nos encontraremos fuera del hotel.


—Perfecto, ahí estaré.


—Recuerda todo lo que hemos hablado estos días y descuida, te prometo que lo pasaremos muy bien.A la hora prevista se encontraron. Samantha llegó primero y se saludaron con corrección, sin evidenciar el trato verdadero que entre ellos existía.


—¿Preparada?


—Sí, Manuel.


—Ya nos están esperando, así que pongámonos en marcha. Te aseguro que nos divertiremos mucho el fin de semana.


—No me cabe duda de que si es contigo, lo pasaré de fábula, quiero ser parte de todo tu mundo.


Caminaron hasta la esquina, donde los esperaba un Lincoln MKS de color negro con vidrios oscuros.


Quien los había ido a recoger les abrió la puerta para que se acomodaran en el interior y luego se ocupó de sus equipajes.


El viaje fue corto, llegaron al aeropuerto Ronald Reagan y en un vuelo previamente arreglado, partieron en un Learjet 70 a Houston, Texas, donde los aguardaba otro avión privado que abordaron de inmediato y que los trasladó hasta Albuquerque, Nuevo México.


Después de un tranquilo viaje, y alrededor de la una y media de la madrugada, aterrizaron en una pista privada donde los esperaba una Lincoln Mark de doble cabina en color negro. En ella se trasladaron hasta una villa de tres acres de estilo mediterráneo a los pies de las montañas de Sandia.


Era una verdadera fortaleza infranqueable. La casa relucía en medio del desierto, y la intensa actividad que en ella había no se correspondía con la hora que era.


Bajaron de la camioneta, y la persona que los había recogido en el aeropuerto se ocupó del equipaje.


—Tranquila, relájate, todo está bien. —Manuel cogió a Samantha de la mano y la besó en el cuello—. Recuerda lo que te dije en el vuelo: no llames a nadie por su nombre si no te lo indican.


Antes de entrar, otros dos hombres, con pistoleras axilares y conectados a un sistema de comunicación interno por medio de micrófonos inalámbricos que se divisaban tras su nuca, los revisaron con sensores, buscando micrófonos ocultos, y los cachearon.


—No te preocupes, esto es por nuestra seguridad; verás que sólo ahora te sentirás intimidada, pero te aseguro que te sentirás muy bien aquí.


Samantha sólo asentía y sonreía aferrándose a la mano de Wheels.


Una parte de la casa estaba ambientada con el mejor arte español, mientras que en la otra descollaban claramente las reminiscencias de México. Entraron en un vestíbulo circular donde preponderaba el estuco, las mayólicas españolas y el mármol travertino. Allí, un hombre muy hospitalario con aspecto de rudo los recibió con muy buen talante: el tipo medía no menos de metro ochenta, tenía una ancha espalda que revelaba un muy buen estado físico, pelo castaño peinado hacia atrás, mandíbulas marcadas, nariz aquilina y una barba no muy cuidada. Vestía ropa de marca y fumaba habanos, y hablaba inglés con muy mala pronunciación.


—¡Ha llegado mi querido diplomático favorito!


—¿Qué cuentas, Jefe? —Ambos se estrecharon en un abrazo—. Te presento a la señorita S.


—Un placer. —Aquel hombre le cogió la mano y se la besó mientras le recorría sin disimulo cada una de sus curvas—. Mi amigo siempre con tan buen gusto.


—Muchas gracias —contestó ella tímidamente, y Manuel la aferró de la cintura para darle confianza mientras le guiñaba un ojo al anfitrión.


—Aaah, siempre tan extravagante en tus gustos, mi querido senador, nunca una enchiladita, lo tuyo es la centolla o el caviar.


Los tres se rieron mientras ingresaban en la mansión. El mexicano, cuando hizo el comentario, acarició con el revés de la mano la mejilla de Samantha; ella se puso alerta, pero luego intentó serenarse.


—Como te habrá explicado nuestro amigo, no sabemos cuándo las paredes oyen aquí, así que debemos ser cuidadosos con la mención de nuestros nombres. —Samantha sonrió—. Pero tranquilos, todo está en orden —asintió con la cabeza—, Manuel, Samantha, el equipo de detección de micrófonos acaba de hacer una pasada previendo vuestra llegada y la casa está muy limpia.


—Muchas gracias, Mario, por la consideración —dijo Wheels mientras entraban en la lujosa mansión.


—Adelante, por favor, sentíos como en vuestra casa. Sabes que así es como debes sentirte en mi humilde morada, tu casa es mi casa, mi güey. —Una mujer en bata de seda apareció en la escena bajando la escalera muy sensualmente—. Aimara, cariño. —El mexicano estiró la mano y la escultural rubia de ojos azules se acercó a ellos; cuando la tuvo a mano, la besó escandalosamente en la boca frente a los recién llegados, le metió la lengua hasta la campanilla y le apretó las nalgas—. Les presento a la luz de mis ojos.


Era su nueva amante.


Tras los saludos se sentaron en la amplia sala y el atento personal de servicio trajo una cubitera con champán francés.





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