domingo, 14 de febrero de 2016

CAPITULO 3




Sonó la alarma de su móvil y Pedro se despertó en el apartamento de Agustin. A su lado, acurrucada sobre su pecho, descansaba una rubia de infarto. La apartó con cuidado —era muy temprano y no quería despertarla— y se sentó en la cama con los pies apoyados en el suelo; sintió que le dolía un poco la cabeza pero quería espabilarse e irse. A desgana, se pasó la mano por el pelo y se frotó la cara, luego se dio la vuelta para admirar a su acompañante una vez más, y lo recorrió con la vista mientras sonreía y recordaba lo bien que lo habían pasado. La rubia había demostrado tener mucha flexibilidad, pues la había puesto en posiciones en las que realmente era necesaria; se había enterrado una y otra vez en ella de la forma que había querido. La escultural modelo continuaba durmiendo, ajena a todo. Le pasó la mano por la espalda a modo de despedida y se puso de pie para vestirse: las ropas de ambos estaban desparramadas por la habitación, ya que habían llegado con bastante prisa.


Buscó sus bóxeres hasta dar con ellos y se los puso, al igual que el resto de sus prendas, reunió los preservativos que había usado durante la noche y los tiró en el cesto del baño. 


Antes de irse se asomó a la habitación de su amigo: Agustin y su acompañante aún dormían; admiró el culo de la morena que estaba a su lado, sonrió mientras hacía una mueca de aprobación y cerró la puerta del dormitorio con cuidado para no despertarlos; más tarde lo llamaría. Antes de abandonar el apartamento de su amigo, pasó por la cocina y cogió una lata de refresco de la nevera.


Caminó unos metros por la desolada calle de Manhattan y detuvo un taxi en la esquina de la 67 con la avenida Columbus. Se dejó caer el asiento, molido, y le indicó al chófer la dirección de su casa, adonde iría a cambiarse de ropa antes de empezar su servicio a las 8.00.


Tras un corto viaje, Pedro llegó a su apartamento de la calle 59, se dio una ducha rápida y se vistió adecuadamente para ir a trabajar. Con una camisa azul, un traje gris oscuro y corbata azul parecía de nuevo el correcto detective Pedro Alfonso. Se colocó el arma en la pistolera axilar, fijó la placa en el cinturón y salió de su casa hacia el garaje.


—Buenos días, señor Alfonso—lo saludó el encargado.


—Hola, Mauricio, ¿todo en orden?


—Sí, todo en orden, señor. Que tenga un día productivo, ojalá atrape a muchos delincuentes.


—Gracias, Mauricio.


Pedro sonrió y le hizo un gesto con el pulgar en alto.


Al llegar al departamento de policía fue directo a su escritorio, donde tenía una pila de informes que redactar. Intentó ponerse manos a la obra, pero le fallaba la concentración; la noche estaba pasándole factura. Se levantó de su asiento, se encaminó hacia la máquina de café que estaba al fondo y se sirvió uno doble. Al regresar vio que su compañera ya había llegado.


—Hola, Eva.


Le dedicó una irresistible sonrisa. Aunque estaba cansado tenía un aspecto increíble, como siempre: con su metro ochenta y cinco, delgado, de espalda ancha, cabello castaño claro y ojos de color miel, era imposible no estar perfecto.


—Hola, Pedro. Parece que no dormiste mucho anoche.


—Es cierto, fui a una fiesta con un amigo.


—Detective Alfonso, tienes una pinta horrible hoy, pero me alegro de que tengas vida social.


—Gracias por el cumplido.


Eva se carcajeó. En ese preciso instante, el capitán asomó por la puerta de su despacho y los llamó.


—Alfonso, Gonzales; a mi despacho.


Entraron.


Pedro, cierra la puerta y las persianas.


Al detective le extrañó la petición pero obedeció. El capitán les expuso el nuevo caso al que los había asignado, completamente confidencial, pues al parecer había un infiltrado en el departamento y ellos serían los encargados en descubrir quién era. Les explicó lo que sospechaba, les expuso las pocas pruebas que tenía en su poder y les confesó que había frenado a los de Asuntos Internos para que no intervinieran; no obstante, si no descubrían pronto quién era el infiltrado, la intervención de aquéllos sería inevitable y todo el personal de aquella unidad de la policía de Nueva York sería acosado con investigaciones. Eva y Pedro no estaban muy felices con la tarea asignada, ya que no era muy agradable sentirse un soplón, pero si alguien estaba haciendo las cosas mal no importaba de quién se trataba, si era uno de los de ellos o un extraño: el deber siempre era el mismo, descubrir y sacar de las calles a toda persona que atentase contra la ley y el orden de la ciudad; además, si el capitán se lo había ordenado, no quedaba otra opción.


—Al mismo tiempo os asignaré otro caso, para no levantar sospechas. ¿Os veis capaces?


—Por mí no hay problema. —dijo Eva muy confiada.


—Por mí tampoco —contestó Pedro, apoyando a su compañera.


Les entregó los expedientes de ambos casos y salieron del despacho. Pedro terminó el último sorbo de su café y arrojó el vaso desechable en la papelera, cogió su chaqueta del respaldo de su silla y se la puso.


—¿Vamos, Gonzales? El deber nos llama.


—Voy al baño. Espérame en el coche, que hoy te toca conducir.


—Lo recordaba. —Pedro le guiñó un ojo y salió de ahí.


Esperó a su compañera en el aparcamiento, sentado cómodamente en su coche, mientras hablaba por teléfono con Agustin.


—No estoy diciendo que nos vayamos de juerga a diario, solamente que lo repitamos más a menudo, señor detective aburrido e intachable.


Pedro sacudió la cabeza.


—Reconozco que lo pasamos bien, pero sabes que dejé de trasnochar hace tiempo. Hoy me está costando concentrarme en el trabajo.


—Déjate de historias, Pedro. No lo pasamos muy bien anoche; además, me ligo a unas chicas tremendas cuando voy contigo... —Se carcajeó—. Amigo, me traes suerte.


—La suerte está echada, Agustin, no creo haber hecho nada especial.


—No sé, pero a Nathalie hacía tiempo que me la quería tirar y no me daba ninguna oportunidad.


—Por cierto, esta mañana antes de irme me he asomado a tu dormitorio; ¡menudo culo el de Nathalie!


—Y no sabes lo apretado que lo tiene.


—Eres un maldito fanfarrón, Agustin. Tengo que trabajar y me estás distrayendo. Luego te llamo.


—Vale, amigo, estamos en contacto. Y repetiremos pronto, que pareces un viejo aburrido. ¿Qué te ocurre? ¿Es que no puedes con más de una chica a la semana?


—Nooo, no digas eso ni en broma. Es que mi profesión necesita orden.


—Pues vuelve a ser modelo y deja las calles. Te aseguro que conseguirías contratos muy jugosos y vivirías mejor que con el mugriento sueldo que te paga el Estado.


—Tú y yo sabemos que no es cuestión de dinero. Eres de los pocos que saben perfectamente que no es por eso.


—Sí, lo sé; sé perfectamente que eres el heredero de Industrias Alfonso, y que aunque te empeñas en vivir como un empleado del Estado, no lo necesitas. No hace falta que me lo recuerdes: aunque te obstines en mantener un perfil bajo y en que muy pocos sepan de tu verdadera posición económica, sé que eres un condenado primogénito y uno de los nuevos ricos de Nueva York.


—Me importa poco el dinero. Estás al tanto de que acepté esa herencia por mi madre; si fuera por el malnacido de mi padre, lo habría regalado todo.


—Sé perfectamente que estás loco de remate, recuerdo muy bien cuando querías donarlo a obras de caridad.


—Te dejo, que llega mi compañera y hoy me toca conducir. Luego te llamo y nos organizamos para salir a cenar.


—Uff, cómo me gusta tu compañera, ¿cuándo me vas a dar su teléfono? Ya que tú no estás interesado en tirártela, dale un poco de cebo a este pobre tiburón, que vive hambriento.


—Eva no es una mujer para tirársela y listo; además, no eres su tipo.


—¿Y cómo sabes eso? Deja de cuidar del coño de tu compañera y permite que eso lo decida ella.


—Adiós, Agustin, luego te llamo.


—Perfecto, amigo, cuídate. No olvides pasarme el teléfono de Tomb Raider y mantente alejado de las balas.


—Y tú también, cuídate, que esas chicas con las que sales son de infarto, y tan peligrosas como las balas con las que me pueda cruzar yo.


Mientras se despedía de Agustin, Pedro vio que Eva salía del edificio y caminaba directa hacia él, contoneándose, con una naturalidad que no parecía fingida. Él se quedó con la boca abierta, la mandíbula caída, completamente embobado. No era la primera vez que prestaba atención a las curvas de su compañera, pero ese día en particular ella parecía lo que había sugerido Agustin: una auténtica Lara Croft.


Silbó cuando se acercaba.


«¡Vaya caderas tan macizas para aferrarse a ellas!», se dijo.


Se colocó las Ray Ban para seguir admirándola tras los vidrios oscuros. Eva no sólo tenía unas caderas anchas, sino también piernas y brazos larguísimos, cintura estrecha y senos turgentes; era sofisticada, recia pero muy femenina. Pedro se encontró admirando a la pelirroja de ojos verdes con reflejos dorados.


«Joder, debo de haber estado ciego todo este tiempo. Pero tengo un lema: no mezclo el trabajo con el placer», pensó.


Eva llegó hasta el Chevrolet Caprice negro donde Pedro la esperaba, abrió la portezuela y se acomodó a su lado. Él la miró por encima de las gafas sin ningún disimulo.


—¿Ocurre algo, Pedro?


—No —dijo él poniendo el coche en marcha y fijando la vista en el camino. «Sólo que estoy pensando seriamente, en romper mis reglas.»


Eva se ajustó el cinturón de seguridad y Pedro trató de deshacerse de esas ideas: sabía que no era prudente ver a su compañera de esa manera, pues mezclar su trabajo con el placer era sinónimo de desconcentración. Sacudió la cabeza y sonrió, mientras se internaba en el congestionado tránsito de Manhattan.


Pasaron toda la mañana recabando testimonios. Iban tras la pista de un vendedor de drogas que al parecer estaba protegido por un policía. Ellos debían averiguar de quién se trataba.





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