jueves, 3 de marzo de 2016

CAPITULO 62





El hastío y la soledad moraban en su cuerpo, la felicidad concebida semanas atrás se había esfumado y parecía una utopía imposible de alcanzar.


El recuerdo de Pedro y de sus caricias merodeaba por cada centímetro de su piel, y mientras las imaginaba sentía cómo le rasgaban el alma, porque se habían convertido en una mera quimera que la agobiaba. De todas formas, se obligaba a no borrarlas de su memoria, ya que formaban parte de lo mejor de su vida.


No obstante, consumida por la realidad inmediata, le resultaba muy doloroso pensar en aferrarse al recuerdo. Wheels nuevamente había encontrado la forma de hacer que se doblegara, obligándola a aceptar su voluntad. Una vez más se había convertido en su verdugo y en el dueño de su destino. Una espada de Damocles yacía sobre su cuerpo, una sombría y pérfida ilusión por conseguir la felicidad se esfumaba con tanta facilidad como partículas al viento.


Tumbada en su cama, miraba el techo despojada de toda esperanza; su mente sólo guardaba un rostro y una boca suntuosa y gallarda que le había dado los más dulces besos y a la que añoraba más de la cuenta, aunque se exhortaba a despreciarla por haber sido capaz de besar otros labios.


Llamaron a su dormitorio y el pomo de la puerta se movió. 


Maite asomó su rubia cabellera, sorprendiéndola y alejándola de sus tormentos. Paula se incorporó en la cama para recibir a su amiga; verla era siempre motivo de alegría, pues con ella se sentía acompañada.


La rubia le explicó que acudía a rescatarla de la soledad, sin embargo Pau, que ese día estaba muy desanimada, la escuchó con agobio. El buen humor de su amiga siempre se le contagiaba, pero esa vez no lograba seducirla, ya que el abatimiento y el derrotismo se habían instalado en ella. 


Estaba segura de que ni las miles de ocurrencias de su querida amiga y aliada podrían mitigar su pena.


—Venga, Paula, vamos, salgamos de este mausoleo.


—No tengo ganas.


—Pediremos comida y nos repantigaremos en el diván de la galería, para recordar viejos tiempos y oír música. ¿Qué te parece? ¿No es una buena idea?


—Estoy harta de vivir de recuerdos.


—Bueno, hoy recordamos y mañana dejas de hacerlo.


—Prefiero que sea hoy mismo. Te digo que no tengo ganas.


—¿Justo hoy se te ocurre dejarlos atrás? No seas aguafiestas, te he venido a buscar. Salgamos de esta jaula y construyamos juntas un momento que sirva para olvidarte de todos los problemas.


Costó convencerla pero finalmente lo hizo, Maite era muy pertinaz.


Había pasado una hora. Pedro esperaba dentro del coche impaciente, mirando su reloj a cada rato, cuando por fin sonó su móvil con un mensaje de Maite:
Prepárate, estamos saliendo para allá.


Gracias.




Las amigas, finalmente, entraron en la galería.


—Ve al altillo y pon música, yo mientras iré a la oficina a pedir comida por teléfono.


En cuanto Paula desapareció en la escalera, Maite salió por la puerta trasera para dejar entrar a Pedro.— Dame las llaves de tu coche y llévate el mío. Cuando Paula se vaya con el guardaespaldas sales tú, y que ella te indique cómo poner la alarma.


—Gracias.


—Ve y arregla el desaguisado, espero no arrepentirme de lo que estoy haciendo.


En cuanto terminaron de hablar Maite se marchó.


Paula sintió pasos en la escalera, y supuso que se trataba de Maite. Puso Unconditionally, * de Katy Perry, y se quedó delante del equipo de música seleccionando más canciones.


—¿Qué has pedido para comer? Yo no tengo mucho apetito.


Paula habló en voz muy alta para escapar de la amargura que la canción le producía, se dio la vuelta y al hacerlo no se encontró con su amiga. El cambio la dejó de una pieza y sin reacción: ahí estaba él, recorriéndola con la vista.



Se saborearon con la mirada.


Estaba ligeramente recostado contra el marco de la puerta, su cabeza despreocupada colgaba hacia un lado, en un claro gesto seductor. Apoyado con las piernas cruzadas, estaba sexy, tenía el cabello algo despeinado y vestía una camisa blanca con rayas azules y corbata roja. Llevaba su arma en la cintura, junto a la placa que lo identificaba como detective, y de abrigo lucía la chaqueta azul del traje y un sobretodo de cachemir negro.


Le dedicó una mirada lobuna y una sonrisa que hizo que el corazón de Paula trepidara. Su interior ardió, pues el deseo que ese hombre le produjo la envolvió en llamas y se estremeció. De pronto se sintió débil, sintió cómo el deseo abrazador la traicionaba, y aun en contra de lo que ansiaba expresar sólo pensaba en echarse en sus brazos y cobijarse en su pecho. El deseo era brutal, pues ella sabía muy bien lo que sentía cuando la abrazaba.


Se amonestó por pensar así, se reprendió por su debilidad y se exigió imaginarlo en la cama con aquella mujer cuyo rostro no había visto pero sí su desnudez. Recrear esa escena finalmente tuvo el efecto esperado: la hizo escapar de su ensoñación y la devolvió a la realidad, y la verdad era que eso la enfurecía, le hacía añicos el corazón. Sintió llagas en el pecho, y su cuerpo se encontró traspasado por una lanza dolosa que no pedía permiso y que se enterraba en su carne, anidándose muy hondo en sus sentimientos.


—¿Qué haces tú aquí?


Le pareció que sonaba sin convicción, aunque se empeñó en mostrarse fuerte. Paula se sintió débil frente a él, había querido manifestarse de forma iracunda y expresar su enojo, pero su cuerpo la traicionaba frente a ese hombre que la desarmaba; aun así, rebuscó en su interior fatigado y abatido y se aventuró a mostrarse soberbia y enojada, ansió lograrlo y no desfallecer en el intento.


—He traído comida y vino para que cenemos. —Le enseñó la bolsa con las provisiones.


—No pienso compartir nada contigo. ¿Dónde está Maite? ¡Me va a oír!


—Se ha ido, estamos tan sólo tú y yo.


«Tú y yo —repitió ella en su cabeza—. Nunca más seremos tú y yo, lo nuestro no tiene futuro,quizá nunca lo tuvo.»


—Necesito que hablemos —continuó Pedro muy tranquilo.


—Si tienes alguna novedad en tus investigaciones, con una llamada habría sido suficiente.


Pedro dejó las cosas que cargaba apoyadas sobre la encimera, se deshizo de su abrigo quedándose en camisa y también se despojó del arma y la placa. No hizo caso al estúpido comentario esquivo que ella había hecho. Mientras ella lo seguía con la mirada, se volvió para verla.Paula supo al instante que si permanecía allí, su cuerpo traicionero se vería expuesto al anhelo que Pedro le ocasionaba.


Cogió su bolso e intentó salir, dando un paso para irse, pero Alfonso la detuvo tomándola por la muñeca.


—No te irás, no lo permitiré, debemos hablar.


—Tú y yo no tenemos nada de lo que hablar. Es más, incluso puedes dejar esa maldita investigación, que nos conducirá a todos a la muerte.


Pedro la miró con firmeza, clavando sus ojos de color café en ella.


—¿Ahora me estás pidiendo que sea cómplice de un delito?


—No. —Se mostró rotunda—. Tan sólo te estoy pidiendo que te alejes de mi vida.


La cogió por la cintura y la atrajo con furia hacia él, sintiéndola temblar de deseo en sus brazos.


Dispuesto a no dejarla escapar, marcó territorio con su aliento, depositándolo en su rostro. Le indicó con su respiración entrecortada cuánto anhelo le producía su cercanía. Paula cerró los ojos, no podía sostenerle la mirada.


—Eres una mentirosa. Me deseas tanto como yo a ti.


Paula levantó los brazos e intentó apartarlo, pero Pedro empleó toda su fuerza y no se lo permitió, acometió contra ella y permaneció pegado a su cuerpo, acorralándola contra la puerta.


Paula sintió su erección apoyada en su estómago, palpó sus ansias por poseerla y creyó arder en su propio infierno.


Alfonso, embrujado, hundió el rostro en su cuello y la deseó, se impregnó de su aroma, y maravillado siguió aspirándola mientras sus fosas nasales aleteaban de necesidad y pasión.


—Te necesito —le musitó anhelante—, te echo de menos —ratificó con una voz cargada de erotismo y calor.


—No es cierto, ya me has sustituido en tu cama. Parecía muy relajada la pelirroja que dormía a tu lado, es obvio que te esmeraste por dejarla en ese estado.


—Por Dios, ¿cómo puedes pensar eso?


—Porque lo vi con mis propios ojos.


—Me habías apartado de tu vida. —Al tiempo que le lamía el cuello, Pedro abrió con la pierna las de ella para frotarse contra su pelvis. Le sostenía los brazos sobre la cabeza, y con la otra mano le apretaba las nalgas—. Cuando entré en la fiesta —le hablaba entre lametazos y jadeos—, cuando lo comprendí todo, te aborrecí por regresar con él. Luego tú dejaste que pusiera su inmunda mano en tu cadera —le mordió el cuello y le oprimió con más fuerza las nalgas—, y después me diste a entender que lo elegías a él. Exploté, me sentí traicionado, me habías mentido todo el tiempo.


—Tú también me has dicho muchas mentiras, me has llevado a Austin engañada, me has hecho creer otra cosa, tampoco has sido sincero. —Volvió a querer apartarlo, pero él se empecinó más en su agarre.


—Es diferente, sólo omití detalles de mi posición económica. —Ella esquivaba su boca, él intentaba sin éxito encontrarla mientras le hablaba—. Tú, en cambio —le mordió el hombro—, ni siquiera me habías dicho tu verdadero nombre, y yo me sentí el hombre más estúpido del mundo. En ese momento me sentí usado.


Golpeó la puerta con el puño mientras expulsaba todo el aliento contenido por la nariz. Paula se sobresaltó.


—No te asustes, jamás te haría daño. —Le acarició la cara.


Quiso besarla nuevamente, pero Paula siguió resistiéndose a él. Forcejearon, y Pedro buscó su boca con determinación; no iba a claudicar porque la deseaba, ansiaba probarla con desmesura.


Su dulce aspecto no concordaba con lo aguerrida que estaba siendo, pero Alfonso se mostraba soberbio, aventurado a conseguir lo que anhelaba, y no pensaba ceder. Hipnotizada por su sola presencia, Paula miró el brillo acerbo de sus ojos, que dejaba al descubierto su altivez, una altivez que la subyugaba porque tras ella encontraba el deseo vivo que despertaba en él. Maravillada por notar ese fuego, extasiada por sentir lo mismo, decidió dejar de luchar contra lo que ambos anhelaban, tímidamente entreabrió la boca y le dio paso, él la cogió por la nuca y arremetió con
coraje en su cavidad, hizo bailotear su lengua enredándola con la de ella mientras impulsaba jadeos incontenibles, que se perdían confundiendo sus alientos, ansiaba demostrarle el poder que tenían sus besos.


Paula no quería ceder, pero ya lo había hecho; odiaba perdonarlo tan pronto, pero no lograba resistirse, aborrecía sentirse sin dignidad como se sentía y que no le importase que él se hubiera desfogado con otra, por ira, por venganza o por lo que fuera. Estaba claro que su cuerpo, en brazos de Pedro, se resistía a actuar con criterio, se volvía insensato, imprudente, disparatado, y sólo se dejaba llevar por el deseo y el atrevimiento. Se apartaron agitados, se miraron a los ojos, y sus miradas llameantes e indecentes no lograban abandonarse. Entonces un cariz de virtud se apoderó de su cuerpo y Paula lo apartó.


—¡Me has defraudado, Pedro! —le gritó colérica, con la sola intención de no sucumbir ante él—. No puedo quitar de mi mente la imagen de ella durmiendo a tu lado, fui a explicártelo todo y me encontré con...


—¡¡¡¡Puta mierda!!!! No significó nada, tan sólo me desahogué. Me mentiste, me habías mentido durante semanas, me sentía el más estúpido, el más idiota de todos. Habías vuelto con él y era en lo único que pensaba, en querer olvidarte, en quitarte de mis pensamientos y de mis sentimientos... Tuviste miles de momentos para explicármelo todo y no lo hiciste.


—¡No tienes derecho a reprochármelo! —le gritó ella.


—¡Oh, sí, por supuesto que tengo todo el derecho! —Él gritó mucho más— Tú me lo otorgaste. Después de todo lo que me usaste, te atreves a decirme que no tengo derecho. Me dijiste que tu cuerpo había renacido a mi lado, me dijiste que te habías vuelto a sentir mujer con mis caricias, ¿o debo creer que en eso también me has mentido?


—Yo no te usé.


—¿Ah, no? Demuéstramelo entonces, demuéstrame que no he sido sólo un salvoconducto para ti, demuéstrame que lo que me has dicho es cierto.


—¡Como si te importase! ¡Como si tú sí hubieras sentido algo por mí!


—Tienes razón, no lo sentí: no hables en pasado porque mis sentimientos hacia ti no se han acabado.


—Mentira, mientes, eres un embaucador, me sedujiste, me enamoraste y luego ante el primer tropiezo te desfogaste con la primera que se te cruzó; no es cierto que me lleves en tu corazón.


—¿Y qué querías que hiciera? ¿Te olvidas de lo que me dijiste? Me revelaste que lo preferías, Paula, y hasta me resulta extraño llamarte por tu nombre.


—¡Todo lo hice para protegerte! —Gritó más fuerte liberando su enfado—. ¿No te has dado cuenta?
Yo sabía que Manuel estaba metido en cosas raras, siempre me golpeaba si pensaba que escuchaba tras las puertas. No quería inmiscuirte porque sabía que no te detendrías hasta descubrirlo todo, no podría soportar que te pasara algo, él es peligroso, lo hice por tu seguridad, mi amor...


Rota de dolor, se puso a llorar, se deslizó por la puerta arrastrando la espalda y se quedó en cuclillas.


Se agarraba la cabeza con las manos y se la veía desesperada.


—Tendrías que haber confiado en mí, yo sé cómo hacerlo caer, tengo los medios y estoy entrenado para eso. Sólo quiero protegerte, quiero ser el que te cuide, el que te haga sentir segura, quiero hacerte feliz. Me dolió mucho que no confiaras en mí, después de todo lo que habíamos compartido no me parecía justo tu engaño.





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