domingo, 13 de marzo de 2016
CAPITULO 91
Con toda la información proporcionada por la detective Gonzales, que daba datos específicos del lugar donde Montoya se escondía, elaboraron una táctica de asalto mientras estudiaban los datos de campo. Ya había técnicos con equipos de alta tecnología que estaban en las cercanías intentando, con contramedidas, desactivar las alarmas de la guarida de Aristizabal Montoya. La arrepentida detective les había facilitado también la información del perímetro de detección con que el lugar contaba, pero preferían comprobar que nada hubiera sido modificado.
El equipo de Rescate de Rehenes con base en Quantico, Virginia, en conjunto con los miembros del equipo SWAT del FBI, habían convergido en Austin para esta misión. Los helicópteros tácticos estaban listos para partir desde el aeropuerto de Austin; una vez se hubieran elaborado todas las estrategias, trasladarían a los efectivos junto a sus equipos especiales y sus armas al núcleo que se proponían atacar.
Albuquerque era el destino, por fin Pedro se estaba enterando. Él iría en uno de los coches de asalto blindados que llegarían por tierra y que ya estaban preparados en la ciudad de Nuevo México a la espera de los agentes que los ocuparían.
Paula se esforzaba para no entrar en pánico, sabía que debía permanecer fuerte para poder razonar.
Después de que la cambiaran de coche, prestó atención a las voces que la rodeaban y llegó a la conclusión de que sólo eran dos hombres los que ahora la trasladaban en el nuevo vehículo; iban por un camino que evidentemente no estaba en buenas condiciones, ya que el bamboleo hacía notorias las depresiones del pavimento. Desesperada por encontrar una solución que revirtiera su situación, intentaba prestar atención a todos los sonidos. En el momento en que la habían manipulado para hacer el cambio de transporte había entendido claramente que los demás se despedían, así que ésa era su oportunidad.
Comenzó a luchar denodadamente para conseguir quitarse la venda de los ojos, frotó su rostro contra el interior del maletero hasta que, finalmente, logró liberar uno de sus ojos.
Sentía que se estaba clavando algo en la espalda, pero lo más importante era dar con la forma de liberar sus manos, cosa que por supuesto no sería tarea fácil. Pero el amor que sentía por Pedro y las ganas de vivir que él le transmitía bien valían hasta el último de sus esfuerzos.
La música en el habitáculo sonaba con el volumen bastante alto, así que eso disimulaba los ruidos que ella pudiera hacer.
Como era delgada, y el maletero bastante amplio, había podido moverse para posicionarse de forma tal que intentaba despegar con las manos los plásticos que lo recubrían. Las muñecas se le clavaban de forma perversa, y a ratos el dolor la conminaba a parar, pero era consciente de que su tiempo se reducía cada vez más, así que se armó de valor y se puso a trabajar en su cometido.
Intentaba apartar el dolor que la circundaba mientras se deshacía en esfuerzos.
De pronto, comenzó a sentir las manos húmedas, sabía que estaba lastimándose porque las notaba pegajosas y todo le hacía suponer que esa humedad era su sangre. De todas formas, no hizo caso a las heridas, ya que la adrenalina que había comenzado a surcar su cuerpo aplacaba el dolor.
Siguió concentrada en arrancar los plásticos. Al cabo de un rato de luchar denodadamente, logró comenzar a quitarlo por pedazos para por fin acceder a la chapa que estaba por debajo de la cubierta. Con el filo de la misma, frotó la brida hasta que creyó que no lo lograría, pero aunque se encontraba exhausta, desanimada y llorosa, no abandonaba la única oportunidad que se le presentaba.
Pensaba en Pedro, en sus besos, en sus caricias, en su sonrisa, en lo feliz que se sentía a su lado, y eso era suficiente para encontrar fuerzas donde ya no las tenía.
Tras intentarlo bastante, estaba descorazonada, había sido un magro intento de escape y quiso renunciar, darse por vencida; no obstante, en el mismo segundo en que lo pensaba, la brida cedió.
«¿Y ahora qué?», se preguntó entre sollozos, no quería pensar en el dolor que sentía en las muñecas.
Se quitó rápidamente la mordaza de la boca, y por completo la venda de los ojos. A oscuras, valiéndose de sus manos, que ahora estaban libres, intentaba dilucidar lo que había a su alrededor. La posición no era cómoda, por lo que la tarea se hacía más difícil; se topó de pronto con un extintor, lo reconoció por la forma y supo que era lo que minutos antes se le clavaba en la espalda; en aquel momento empezó a trazar un plan en su cabeza.
«Debo intentarlo, aunque no resulte debo hacerlo», se exhortó en silencio, mientras comenzaba a patear el asiento trasero.
Sus captores en el interior del coche se burlaban de ella sin saber lo que intentaba hacer.
—Detente, güey —exigió el hombre que iba de acompañante—, chinga su madre, le enseñaré a esta pinche vieja que se esté quietecita.
—Déjala que se canse, güey, sube el volumen de la música y no le prestes atención, no perdamos el tiempo, que quiero llegar.
Continuaron el viaje y subieron el volumen para acallar los golpes, mientras Paula seguía intentándolo. De pronto, las trabas del asiento cedieron y se inclinó hacia delante, y ella emergió en el habitáculo profiriendo gritos y rociándolos con el extintor. El momento fue de pesadilla, la carga del extintor se acabó y entonces empezó a golpearlos de forma enloquecida en la cabeza con el artefacto, el conductor perdió el control del vehículo y terminaron volcando.
Fueron minutos, segundos extensos, que parecieron interminables. Sus captores habían perdido la consciencia, ella por milagro aún la conservaba.
Aunque estaba magullada, aturdida y con un fuerte dolor en el muslo, permanecía decidida a salir de ahí, su instinto de supervivencia la llevaba a valerse de un último esfuerzo.
Buscó el extintor y con él terminó de romper la ventanilla; cuando estaba saliendo, uno de los secuestradores, que había reaccionado, la agarró por el tobillo y la arrastró hacia el interior nuevamente. El hombre estaba atrapado entre los hierros retorcidos del malogrado coche, pero estaba dispuesto a no dejarla ir. En el forcejeo, y mientras le oprimía con sus grandes manos la garganta, ella divisó la pistola que llevaba en su pistolera axilar y la aferró casi sin pensarlo; con el arma, comenzó a golpearlo en la cabeza con la culata.
En ese momento, en su enloquecida defensa que llegaba a su punto máximo, el arma se disparó, provocando que se iniciara una llama en el automóvil.
Paula lloriqueaba, pero no estaba dispuesta a dejarse vencer, no después de todo lo que había intentado y logrado.
El delincuente la había liberado, y ahora pretendía desencajar sus piernas de los hierros para escapar del fuego, eso le dio tiempo a alejarse. Arrastrándose, usó el mismo hueco por el que antes había querido salir.
El olor a gasolina era nauseabundo, y cuando se había arrastrado por el pavimento, su ropa se había impregnado con la misma. Era necesario ponerse en pie, porque debía alejarse cuanto antes.
Aniquilada, consumida por el esfuerzo, parecía que su cuerpo no respondía a la prisa que la gobernaba. Corrió con las últimas fuerzas que le quedaban, trastabilló, cayó sobre el pavimento, pero se volvió a levantar; finalmente, y con gran arrojo, se alejó lo suficiente antes de que el coche se incendiara por completo.
Se cubrió los oídos, porque los gritos del hombre que se quemaba vivo eran desgarradores y ella no soportaba oírlos. Temblaba, no podía estarse quieta, no daba crédito a la violencia de la que había sido partícipe en aquel lugar. Gritó, exhalando hasta el último aliento, hasta sentir que la garganta se le desgarraba haciéndosele jirones; lloraba de impotencia, de rabia, de miedo.
Estaba libre, lo había conseguido, Paula había salvado su vida, pero su odisea no había terminado aún.
Se sentó a un lado del camino a ver cómo las llamas consumían el vehículo, y fue entonces cuando se permitió flaquear. El brillo del coche en llamas era lo único que iluminaba la espesura de la noche, y pudo distinguir entonces que se encontraba en un descampado en medio de una solitaria carretera.
La investigación llevada a cabo les indicaba que el senador Manuel Wheels ya estaba en aquel lugar, hacía pocos minutos que acababa de llegar y lo había hecho en un vuelo privado que había cogido en Houston y que había aterrizado en una pista clandestina que ya tenían identificada.
—Maldito desgraciado, asegurémonos de que nadie pueda llegar a esa pista de aterrizaje — sugirió Pedro, y Crall comenzó a desplegar a sus hombres.
Siempre era preferible un ataque nocturno, porque el factor sorpresa era más factible en ese horario.
Habían transcurrido más de doce horas desde que Paula había desaparecido, según los cálculos del equipo táctico, tiempo suficiente para cubrir el trayecto en coche, pero todo eran hipótesis, porque no habían podido rastrear por mucho tiempo el vehículo en el que la habían trasladado. Había llegado el momento de decidir el ataque, ya no podían esperar más puesto que su principal verdugo estaba en aquel lugar.
Tan sólo aguardaban información de última instancia para decidir el momento preciso.
La violencia con la que entrarían allí ya se podía anticipar en la calma de la noche.
Finalmente, una soga rápida para descender a rápel y granadas de humo para acceder rápidamente y neutralizar al objetivo fueron la táctica elegida por el HRT, ellos eran los encargados de asegurar el terreno en primera instancia. Los hombres que custodiaban el lugar casi no habían tenido oportunidad, puesto que todos los sistemas de alarma habían sido deshabilitados.
El ataque había sido casi silencioso, los miembros de la fuerza de élite se destacaban por sus técnicas para doblegar e inutilizar al enemigo. Cuando recibieron la orden, entraron los otros grupos tácticos. Pedro iba en el mismo grupo que integraba Christian, se ayudaban, como tantas otras veces en las que les había tocado trabajar juntos. Vestían trajes de camuflaje con chalecos ciras y empuñaban subfusiles H&K MP5.
Estaban dentro, la adrenalina recorría sus venas y les aceleraba los latidos del corazón. Alfonso había olvidado por completo a sus compañeros, porque su único objetivo era encontrar a Paula; pero Crall, que sabía cuán desesperado estaba, no lo perdía de vista.
Tras abrir varias puertas, entraron en un dormitorio de la planta superior, y allí estaba.
El senador Wheels fue sorprendido con su amante debajo de él.
—Tranquilo, compañero —exhortó Christian a Pedro, pero éste ya no escuchaba.
Alfonso lo quitó de encima de la mujer empleando la fuerza que se necesitaba para levantar un papel. El senador lo reconoció de inmediato, y Pedro se abalanzó sobre él con la furia de un tigre, le rompió la boca de un trompazo y continuó golpeándolo. Wheels se quejó larga y prolongadamente.
—Vamos, defiéndete, demuestra lo valiente que eres frente un hombre, demuestra que no sólo eres capaz de pegar y forzar a una mujer. —Seguía atizándole golpes—. Hazlo, basura, nadie se meterá, esto es entre tú y yo, es algo personal.
El senador hizo un magro intento de defensa, pero eso enfureció más a Alfonso, que pareció recargarse de ira y de fuerza.
—Defiéndete, cobarde, pegas como un marica.
Pero el senador ya no se defendía y Pedro no tenía intenciones de detenerse. Christian lo tuvo que detener, para que no lo matara a golpes.
Mientras tanto, la mujer intentaba cubrirse y chillaba desencajada, y el senador, dando muestras de su cobardía, temblaba como un asno maloliente. Alfonso ahora lo apuntaba con su MP5, pero no formulaba una palabra; la furia en su rostro era evidente y verdaderamente temible. Lo recorrió con el cañón del subfusil desde los testículos hasta el punto justo entre ceja y ceja.
—Maldito hijo de puta, ¿dónde la tienes? —Cuando expresó las palabras, de su boca surgieron partículas de saliva, producto de su ira contenida. El senador, en el mismo instante en que temió por su vida, se orinó en la cama al comprender la furia desmedida de ese hombre, y Alfonso disfrutó el momento —. Es tu turno, infeliz, me vas a suplicar como tantas veces le has hecho suplicar a ella. Esto es perfecto —le enterró el cañón en la frente y Manuel cerró los ojos con fuerza mientras intentaba hablarle, pero las palabras no le salían, lloraba como un cobarde—. Voy a contarte algo, mira nuestro traje, abre los ojos — le ordenó, y Wheels preso del pánico que lo inundaba, sin poder contener el llanto, hizo lo que el detective le indicaba—. ¿Sabes por qué no llevamos esposas? Porque este equipo está entrenado para matar, no las necesitamos —estaba tan poseído que se creía parte de ese equipo y así se lo hacía saber—, sólo usamos balas para reducir a las mierdas como tú. Te he hecho una pregunta: ¡¿dónde la tienes?! —le gritó y hundió más el cañón.
—No ha llegado, por favor no me mates, te lo suplico, no me mates, por favor, ella no ha llegado aún, la están trayendo.
—¡Dice la verdad, se lo juro, señor, yo le diré todo lo que sé, pero no nos mate! —gritó Stuart, intentando conseguir indulgencia de su parte, ninguno de los dos paraba de llorar.
Christian tomó el cañón del arma de Pedro, y lo miró fijamente a los ojos.
—Dicen la verdad; vamos, Pedro, no vale la pena, ya es suficiente.
—Sabes que nada es suficiente, quiero matarlo.
—Pedro, ya lo tenemos.
Los otros dos agentes que los asistían permanecían atentos.
Pedro había bajado su arma, pero no le quitaba la mirada de encima al senador; antes de retirarse lo golpeó con la culata de la MP5 en los testículos.
—Eres muy cobarde, Wheels. Paula, ante tus golpes, demostró más resistencia que la tuya. Debería arrancarte los genitales por haberla violado, hijo de mil putas, no vivirás lo suficiente para arrepentirte de todo, te prometo que haré un infierno de tu existencia, juro que vas a pudrirte en la cárcel, basura, me encargaré personalmente de que tus días sean los peores y voy a ser tu verdugo diario de aquí hasta tu muerte. Te haré la vida tan imposible que le implorarás a Dios que se apiade de ti y te conceda la muerte.
Christian lo sostenía intentando sacarlo de ahí, pero Pedro estaba desencajado.
—Déjame matarlo, Crall, déjame vengarme.
—Amigo, tranquilo, lo que le espera es peor, la muerte sería un castigo muy rápido y tú no quieres eso, no vale la pena que te ensucies las manos con esta mierda.
Fuera, los pocos disparos que se habían efectuado ya habían acabado, lo que indicaba que todo estaba bajo control. Los mensajes que llegaban a sus auriculares también indicaban lo mismo: la operación había llegado a su fin.
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