domingo, 13 de marzo de 2016
CAPITULO 92
Los primeros rayos de sol la sorprendieron dormida en un lado de la ruta; se despertó aturdida, dolorida y tiritando; muerta de frío, miró a su alrededor y no había nada más que pastizales secos.
Recordó que había caminado hasta que sus fuerzas se habían agotado, pero estaba tan abrumada que no se acordaba del instante en que el cansancio había prevalecido y se había quedado adormilada.
No sabía dónde se encontraba, no tenía idea de su paradero y ni siquiera había carteles de señalización. Se puso en pie con gran esfuerzo, le dolía todo el cuerpo, tenía la boca seca y ahora que era de día, podía ver claramente las laceraciones que tanto le dolían en las muñecas. No parecía ser una carretera muy transitada, pero a algún lado la conduciría, así que era preciso hacer un último esfuerzo y seguir caminando.
Habían requisado toda la propiedad, y efectivamente Paula no estaba ahí. Intentaban obtener información entre los detenidos, pero todos eran reacios a darla. El senador Wheels seguía sosteniendo que no sabía cómo y cuándo la llevarían, y su amante tampoco parecía saber demasiado.
En el asalto a la fortaleza erigida a los pies de las montañas de Sandia, tras una corta reyerta, Montoya había logrado escapar, pero lo habían vuelto a capturar cuando intentaba abordar una avioneta que le facilitaría el cruce de la frontera.
La detención del Jefe significaba un duro golpe al
narcotráfico, y los organismos oficiales estaban más que felices. Ahora sólo restaba esperar a que sus secuaces accedieran a colaborar para obtener una reducción de penas y seguir desbaratando la red de poder del cártel.
Cuando habían ideado el operativo, jamás habían pensado que era posible que no encontraran a Paula en el lugar, pero todos los pronósticos, increíblemente, habían fallado.
Pedro estaba en la habitación de un hotel de Albuquerque bajo la ducha. El agua golpeaba con fuerza su espalda, proporcionándole un poco de alivio a sus músculos tensos.
No se había demorado mucho, tan sólo una ducha rápida.
Estaba abatido, Paula seguía sin aparecer y cada minuto que pasaba era más desesperante; si quienes la retenían se enteraban de que ellos habían irrumpido en el lugar, sin duda alguna la matarían.
Salió del baño, llevaba una toalla alrededor de su cintura y con otra se secaba el pelo. Se sentó en el borde de la cama y se preparó para llamar a Agustin e informarlo de las últimas novedades.
Su teléfono sonó en ese instante, era un número desconocido.
—Por favor, mi amor, ven a buscarme, Pedro, por favor.
—Paula, ¿eres tú?
Ella lloraba, no podía hablarle.
—Paula, por favor, dime dónde estás.
Pedro se había quitado la toalla y la había arrojado sobre la cama, mientras buscaba ropa interior en su bolso para vestirse.
Tan sólo unos minutos atrás, una camioneta Nissan Frontier de color negro se había acercado a ella en el camino.
Aunque se encontraba reticente y con miedo, Paula se había animado a hacerle señas para que se detuviera, parecía su oportunidad más palpable para salir de ese lugar.
El conductor se detuvo y fue una suerte, la observó desde el interior y con cautela bajó la ventanilla del lado del acompañante, mientras se percataba de las laceraciones y el mal estado general que Paula presentaba.
—Necesito ayuda, por favor, sólo necesito que me permita hacer una llamada para que vengan a buscarme —le rogó al conductor—. Mi nombre es Paula Chaves, me secuestraron y me he escapado, mi pareja es detective del departamento de Nueva York. —Hablaba de manera atropellada entre hipos y sollozos—. Se lo ruego, tenga piedad de mí, por favor.
—Cálmese, la ayudaré, señora, lo haré.
Él hombre sacó su teléfono y se lo acercó a través de la ventanilla. Por suerte, Paula se sabía el teléfono de Pedro de memoria.
—¿Dónde estás, Pau? Dime dónde estás para ir por ti, mi vida.
—No sé. —Lloraba desconsolada—. Ha sido horrible, todo horrible.
—Paula, cálmate, ¿desde qué teléfono me estás llamando? —Mientras hablaba con ella, Miller luchaba para ponerse la ropa.
—Una camioneta ha parado, y el señor que es muy amable me ha dejado su teléfono. No sé dónde estoy. —Lloraba y a Pedro le costaba entenderle—. Ven por mí, te lo ruego, ven a buscarme.
El desconocido, que ya había bordeado la camioneta, abrió la puerta del acompañante y la ayudó a que se sentara, luego le solicitó el teléfono, ella estaba muy alterada y lloraba tanto que no le daba datos certeros a Pedro.
—Buenos días —se presentó con su nombre—, soy Max Phyton, estamos en Osage Rd. Canyon en Texas, camino a la I40 a la altura de Amarillo. La señora está algo magullada y se la ve un poco asustada, pero aquí lo esperaré con ella hasta que venga, creo que en general está bien.
—Por favor, le prometo que lo recompensaré, pero no la deje sola, ya salgo para allá, soy oficial de policía, volveré a comunicarme con usted en un rato para informarle de cuánto tardaré en llegar al lugar.
—Perfecto, me alegro de poder ayudar. No se preocupe, me quedaré con ella, le paso con la señora.
—Pau, mi vida, quédate tranquila, todo ha terminado y ya voy a buscarte.
Pedro la tranquilizó bastante, y luego cortó la llamada. A medio vestir, aporreó la puerta de la habitación contigua a la suya, que estaba ocupada por Christian. Éste abrió sobresaltado por los golpes que él le atizaba a la puerta, Pedro le explicó lo ocurrido y Crall, a toda velocidad, consiguió medio de transporte para desplazarse hasta el lugar.
Obtuvieron un vuelo que los trasladó hasta el aeropuerto de Amarillo; allí los esperaba una Chevrolet Suburban del FBI para llevarlos hasta donde Paula se encontraba. En el viaje avisó a Agustin para que todos se quedaran tranquilos.
Desde lejos, avistaron la camioneta Nissan y Alfonso se llenó de ansiedad, le dolía el pecho de tanto contener el aliento. No esperó a que aparcara, Paula ya había descendido, pues el conductor que la había ayudado había advertido por el espejo retrovisor que la Chevrolet se acercaba y la había avisado.
Anhelantes, corrieron para encontrarse y se fundieron en un abrazo interminable y necesitado, que acompañaron con miles de besos. Paula se aferró a él desesperadamente y Alfonso la acunó entre sus brazos, se quitó el abrigo y se lo colocó encima; ella estaba tiritando de frío. La lengua se le había pegado al paladar y el corazón le latía desbocado.
—Luché como me pediste —no podía parar de llorar—, lo hice, me defendí por ti, por nuestro amor. Creí que me matarían y que nunca más volvería a verte, y eso me dio fuerzas para luchar. —Le hablaba entre hipos.
—Tranquila, ya ha pasado todo y nadie más podrá hacerte daño.
La apartó de él y le quitó el pelo de la cara para hablarle mirándola a los ojos. Se la veía exhausta, pero Alfonso sabía que su chica era una guerrera y muy pronto estaría repuesta.
—Los hemos pillado a todos, estás a salvo, mi amor.
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