jueves, 18 de febrero de 2016

CAPITULO 15






Llegaron al apartamento de Pedro. La ayudó a bajar del coche guiándola por la cintura. Paula estaba tambaleante, tenía mal aspecto y parecía extenuada; sentía cada vez con mayor intensidad los golpes en su cuerpo.


Alfonso giró la llave en la cerradura y abrió la puerta de entrada, con un ademán y una sonrisa muy sincera la invitó a entrar, cerró de un puntapié y sin soltar a Paula la guio hasta el sofá, donde le ofreció ayuda para sentarse. No podía creer que finalmente hubiera accedido.


—Gracias —dijo ella.


—Gracias a ti por aceptar venir a mi casa. —Se acuclilló frente a ella y le cogió las manos—. Buscaré una manta, estás temblando.


—El ambiente aquí es cálido, pronto se me pasará.


—¿Quieres beber algo? —Ella negó con la cabeza—. En ese caso, iré a buscar la manta, antiséptico para curarte el corte de la boca y traeré hielo para que te pongas en el moretón. También me preocupa cómo respiras, temo que puedas tener alguna costilla rota, necesitas que te vea un médico.


Paula volvió a negar con la cabeza. Pedro fue por una manta y la arropó.


—Te propongo algo, sólo te pido que me escuches. —Resignada, sobre todo por la forma en que se lo pedía, lo escuchó—. Una persona muy cercana a mí es doctora, así que si lo que quieres es que nadie se entere de esto, te prometo que será muy discreta y te atenderá sin que quede registrado en ninguna parte. Sabes que necesitas un médico, seguro que eres una persona inteligente.


Paula asintió con la cabeza, no le salían las palabras. Luego hizo un esfuerzo y habló: —Pedroyo te agradezco... No quiero parecer tonta, ni que pienses que... es que... tú no sabes... no sabes nada.


—Sé lo suficiente; no te pongas nerviosa y no llores, por favor.


—Sí supieras el calvario que es mi vida... No tengo derecho a implicarte en ella, soy un estorbo, eso es lo que soy para todo el mundo. Déjame marchar, no está bien que haya venido a tu casa. Intentó ponerse de pie, pero el dolor era tan fuerte que no pudo hacerlo, y de su boca salió un quejido prolongado y agudo.


—Maite, reconoce por favor que necesitas ayuda. Te aseguro que nadie se enterará.


—¿Lo prometes? Es que todo empeoraría, tengo miedo, Pedro, siento vergüenza de lo que soy, de lo que me han hecho, y mucha pena de mí misma.


—Chist, yo te cuidaré. Chist, tranquilízate, no llores.


Le secó las lágrimas y le dio un tierno beso en la mejilla. El contacto fue mágico, en ambos cuerpos se desataron chispazos y cosquilleos, y tanto Paula como Pedro se sintieron confusos. Las sensaciones que se despertaron mutuamente fueron abrumadoras. Alfonso tuvo deseos de abrazarla, de contenerla, de darle seguridad con los brazos y el cuerpo, pero no era el momento; se contuvo.


«Dios mío, cuán dañada está esta mujer. Jamás lo habría creído cuando la vi por primera vez.
Ahora comprendo por qué se fue disparada ese día, pero... ¿quién será el desgraciado que la tiene en este estado de desamparo? ¿Quién puede ser tan cobarde para tratarla de este modo?»


Dejando a un lado sus interrogantes volvió a insistir: —Déjame llamar para que te atiendan.


—¿Me prometes que no quedará rastro en ninguna parte? No quiero que me encuentren, no quiero que me convenzan para regresar, y soy tan débil... tan tonta.


«Dios mío, qué estarás pensando de mí, te suplico que no me tengas lástima, aunque sé que es lo único que inspiro», se dijo Paula.


—Basta, ya basta —Pedro le besó las manos—, no te agobies más. —Decidió dejar de lado la pena y se centró en darle seguridad—. Si lo que te preocupa es eso, te doy mi palabra de que no te encontrarán.
Lo primero es que te vean esos golpes, luego... —hizo una pausa—, yo me encargaré de todo, déjame a mí.


Pedro se puso en pie para hablar por teléfono. Mientras tanto no dejaba de hacer conjeturas. Por otra parte, le costaba creer que la tuviera allí, junto a él, sentada en el salón de su casa.


«Es obvio que teme a una persona con recursos, por eso quiere ocultarse. ¿Quién demonios será?»


—Perdón por la hora, Nadia, soy Pedro.


Pedro, ¡¿cómo estás?! ¿A qué se debe esta sorpresa? Qué raro que me llames.


—Lo siento, sé que es tarde.


—No hay problema, estoy de guardia.


—Perfecto, porque necesito pedirte un gran favor. —Fue al grano, sin rodeos. Se alejó hacia la cocina fingiendo que iba a buscar hielo a la nevera—. Se trata de una amiga. Creo que su marido la golpea, en este momento la tengo en mi casa, pero está atemorizada y no quiere que se sepa que la ha atendido un médico. Nadia, creo que tiene costillas rotas.


—Pues tráela, ¿a qué esperas?


—Una cosa más: ella no sabe que soy policía, no quiero que se asuste. Te repito que tiene mucho miedo, aunque aún no sé a quién ni a qué le teme.


—Entiendo, vas de héroe. —Pedro hizo una mueca—. No te preocupes, seré muy discreta. ¿Has llamado a mamá? Creo que la semana próxima viene a Nueva York.


—Sí, me lo ha dicho.


—A ver si encuentras un rato para que podamos cenar en mi casa, en familia. ¿Te parece, hermanito?


—¿Y soportar al idiota de tu novio?


Pedro... no entiendo por qué no te llevas bien con Emilio. ¿Cuándo dejarás de ser un hermano celoso?


—Tú nunca dejarás de ser mi hermana, así que eso jamás cambiará.


En realidad, Pedro sabía un secretito de Emilio, de la época en que acababa de conocer a su hermana: lo había pillado ligando con una amiga, y eso había hecho que su cuñado siempre le suscitase desconfianza, aunque su hermana se veía feliz a su lado y él nunca había podido demostrar ninguna de sus sospechas.


—En un rato voy para allá, te busco en urgencias.


Pedro se acercó a Paula, que se había dejado caer en el sofá, muy dolorida. Se sentó a su lado para aplicarle hielo en los golpes.


—Todo está arreglado, nos esperan. Déjame contarte algo para que te quedes tranquila: quien te atenderá es mi hermana, así que no debes preocuparte, ella hará lo que yo le pida. Sólo voy a pedirte un favor, y no puedes negarte. —Lo miró sorprendida, no podía creer que un desconocido le estuviese brindando tanta ayuda. Asintió con la cabeza—. Tienes que dejar que Nadia tome fotografías de las heridas que tienes. —Paula lo miró horrorizada—. No te asustes, no las usará nadie, sólo las guardaremos por si alguna vez te decides a denunciarlo.


—No quiero que me haga fotos.


—Maite, por favor, estoy ayudándote y es lo único que te pido. Te prometo que las fotos las guardarás tú.


—¿Por qué haces esto por mí, Pedro?


—Porque necesitas que alguien te demuestre que no eres un objeto, Maite: eres un ser humano que siente y piensa. No es lástima, no me malinterpretes, es solidaridad, es ética y otras cosas, pero ahora no es momento para hablarlas.


Se miraron a los ojos por unos instantes. Paula no podía creer que ese hombre fuera tan bueno; habría querido abrazarlo, hundirse en su cuello, pero no tenía fuerzas y tampoco era lo más adecuado. Él podría pensar que lo utilizaba o que ella era una mujer ligera, pero lo cierto era que esa mirada le infundía otra cosa, y aunque era inaudito estar sintiendo aquello, así era.


Pedro también contenía sus ansias; le habría encantado tomarla entre los brazos y que sintiera que no estaba sola. Acababa de conocerla, pero no estaba dispuesto a apartarse de ella, esa mujer lo había encandilado desde el primer instante en que la había visto en el bar y ahora entendía que no se había equivocado: además del deslumbramiento que le provocaba, era evidente que lo necesitaba.


—Vamos, Maite, vayamos al hospital.


Se subieron al coche. Paula sintió pena por haberle mentido dándole un nombre falso para preservar su identidad, pero Pedro se había mostrado tan humanitario que ahora se sentía apenada.


Pensó en decir la verdad; sin embargo, en el instante en que iba a armarse de valor para hacerlo giraron en la calle Sesenta y Ocho y llegaron al Presbyterian Weill Cornell Medical Center. Pedro se apresuró a bajar para ayudarla a descender.


—Dios, no sabía que veníamos a este lugar, es un sitio muy famoso. No quiero bajar, Pedro —dijo casi como una súplica. «Me reconocerán», pensaba, pero eso no lo dijo.


—¿Qué temes, Maite? O mejor dicho, ¿a quién?


Se miraron por unos segundos a los ojos. Pedro estaba de pie, sosteniendo la puerta del coche y extendiéndole la mano. Ella se echó a llorar con gran desconsuelo.


—No quiero complicarte la vida, Pedro, es mejor que no sepas nada. Siento mucha vergüenza, perdóname.


Él se acuclilló a su lado e intentó calmarla.


—Chist, ya me lo contarás cuando te sientas segura, no sigas angustiándote. Si hay algo que no quiero que sientas a mi lado es angustia. Sé qué hacer para que nadie te reconozca.


La dejó unos instantes y sacó una chaqueta negra con capucha del maletero del coche; la llevaba siempre por si tenía que pasar desapercibido en alguna parte.


—Toma, déjame ponerte esto. Ocultarás la cara tras la capucha y yo llamaré a Nadia para que no nos hagan esperar.


Pedro la entró por urgencias en una silla de ruedas. Nadia, como él había asegurado, los estaba esperando.


—Hola, pasad. Soy la doctora Nadia William, hermana de Pedro. —Le extendió la mano a Paula y saludó con un beso a Pedro—. Pedro, ¿por qué no nos esperas fuera?


—Claro, ayudo a Maite a subir a la camilla y luego os dejo.


Antes de irse le hizo un ademán a su hermana y desde una rendija que dejó abierta en la puerta le pasó su teléfono.


—Saca fotos con mi móvil —le indicó—. Hazlas con el mío, no con el de ella, y que se le vea la cara. 


—Esto te saldrá caro.


—Gracias. —Pedro le plantó un besazo en la mejilla.


En cuanto él se fue, Nadia intentó charlar con Paula para ganarse su confianza. Le explicó que no llevaban el mismo apellido porque tenían diferentes padres. Cuarenta minutos más tarde, Pedro esperaba ansioso a que su hermana saliera y le dijese cómo estaba Paula.


—¿Por qué tarda tanto? —se preguntó en voz alta.


«En realidad no es tanto. Sé cómo es esto: primero seguramente ha hablado con ella para infundirle confianza, y con suerte hasta le ha sacado la confesión de quién es el hijo de puta que le pega sin piedad.
Debe de haberle hecho tomografías y placas para corroborar las lesiones, además de las fotografías que le pedí. De todos modos podría darse un poco de prisa, que yo estoy aquí
comiéndome las uñas.»


La puerta se abrió y Nadia le hizo un gesto para que entrara; antes le pasó el móvil con disimulo.


Solamente tuvieron que mirarse para saber que las fotos estaban ahí.


—¿Cómo está?


—Bien, ya le he explicado todo a Maite. Suerte que ha venido. Le he recolocado la costilla, si la observas ahora respira mucho mejor; tiene una pequeña fractura pero por suerte no ha comprometido ningún órgano, y tampoco hay riesgo de que lo haga. Eso sí, necesita hacer reposo.
Le he colocado un vendaje y lleva una prescripción de antiinflamatorios para contrarrestar el dolor; también debe aplicarse compresas de hielo para bajar la inflamación.
»Maite, nada de esfuerzos para que pueda soldarse; como te he dicho, tardará unas semanas y será bastante doloroso porque las costillas se mueven hasta cuando se respira, pero sólo queda tener paciencia.
Para dormir, te aconsejo que lo hagas semisentada, quizá sea más cómodo. Y cuídate mucho, por favor, verdaderamente hoy has tenido suerte.


Ella asintió con la cabeza.


—No te preocupes, yo me encargaré de que así sea, luego te llamo.


Paula no podía creer lo que escuchaba. Miró confundida a Pedro, que le acariciaba con suavidad el hombro mientras hablaba. No era la única extrañada: Nacary también se preguntaba por los actos de su hermano, a quien veía preocupado, solícito.






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