—Basta, Manuel, por favor, no puedes tratarme como me tratas. Quiero vivir, lo necesito, siento que estoy muerta en vida, estoy harta de que lo único que importe sean tus cosas. Necesitas un médico, estás enfermo.
Él no la escuchaba, seguía golpeándola como si con cada golpe descargara en ella todas sus frustraciones.
—¡Te odio, Manuel, te odio! ¡Me has arruinado la vida!
Paula le gritaba desde el suelo, a la vez que intentaba zafarse de las patadas que su esposo le propinaba. Cada una se hundía en sus costillas y en sus piernas y ella gritaba, se quejaba, pero en la casa, como siempre, nadie parecía escucharla.
Ese día no era igual que otras veces. Paula no se limitó a cubrirse y a esperar que su furia acabase; estaba cansada de los malos tratos, intentó defenderse y desde el suelo le sostuvo las piernas e incluso le tiró una lámpara por la cabeza, que Manuel esquivó muy bien.
****
Minutos antes de que se desatara la incontrolable ira del senador Manuel Wheels nada hacía presumir que todo terminaría así.
Habían cenado juntos en el lujoso y exclusivo tríplex de Park Avenue. Hacía tiempo que, por una cosa u otra, no compartían una cena en el hogar conyugal. Él parecía de buen humor, ella se interesó por la campaña y Manuel comenzó a hablar con vehemencia; sin duda, Paula sabía cómo relajarlo, pues ése era su tema de conversación preferido, así podía vanagloriarse de sus logros y de todo lo que estaba dispuesto a conquistar. Ambicionaba llegar a la cima, y Paula sabía que no cabía la posibilidad de que se detuviese ante nada. Le informó de que debía acompañarlo a la inauguración de un hospital pediátrico, y la idea de hacer algo por esos niños necesitados la sedujo de inmediato, aun sabiendo que nada de lo que él hacía era sincero, cosa que la frustraba. Pero se mostró interesada, representó el papel que mejor se le daba. Incluso se ofreció a pedir donaciones, así podrían entregarlas juntos y su imagen mejoraría aún más.
A Manuel le pareció una gran idea, pues verla a ella involucrada en su campaña era lo que más deseaba. Paula hacía otras actividades en su nombre, pero que la gente viera que eran un matrimonio sólido y que se apoyaban en todo era lo que más le importaba, pues daba una maravillosa apariencia a su imagen.
Pensó que ella parecía entenderlo, que por fin había comprendido que ésa era su función a su lado. Siguió calculando que las obras de caridad le iban bien, así que aprovecharía su imagen en este sentido.
«Si está dispuesta a aguantar a esos mocosos, que lo haga, yo no me opondré, y tampoco me opondré a que siga yendo a la iglesia para ayudar a los apestosos de sida. Eso es buena prensa para mí.» Manuel calculaba los beneficios.
Tras la cena, se sentaron en el salón para continuar con la charla y con los planes. El senador se mostró relajado y muy amable con ella. Paula cogió el mando a distancia del equipo de sonido y puso Nabbuco, de Giussepe Verdi, concretamente el Va, pensiero, * que era una de las piezas favoritas de su esposo. Le sirvió una copa de brandy y buscó uno de los habanos que tenía reservados para los momentos en que necesitaba relajarse. Se lo puso en la boca y se lo encendió; a Manuel le gustaba deleitarse con una buena ópera, fumando un habano y bebiendo brandy.
Paula le ofreció una franca sonrisa y cuando él se sacó el cigarro de la boca tras una profunda calada que disfrutó con todos los sentidos, ella se acercó y le dio un beso en la nariz, un sutil beso con el que trató de ser muy tierna y poner todo de su parte, probó también una torpe y temerosa caricia por la mejilla. Hacía tanto tiempo que no se acercaba a él que comprendió que ya casi no recordaba cómo hacerlo; pero estaba dispuesta a un último intento, ansiaba ser con su esposo lo que alguna vez habían sido. Manuel se rio triunfante, la agarró de la muñeca y la obligó con un gesto de supremacía a que se volviera a inclinar, tomando su boca por asalto.
Paula cerró los ojos e intentó dejarse llevar por el momento, pero sintió asco, ganas de salir corriendo y de que él no la tocase nunca más; le asqueó el olor a cigarro que salía de su boca mezclado con brandy, pero aun así siguió probando, obligándose, pues no había nada que desease más que estar en paz con su marido.
Apartándose de ella, Manuel la miró con los ojos entrecerrados y le indicó que se sentara a su lado. Ella no se negó, necesitaba afecto y parecía que ese día su marido estaba dispuesto a dárselo.
—Tengo pensado dar una gran fiesta para homenajearte en tu cumpleaños, quiero que todos lo vean.
—¡Gracias, qué sorpresa!
Él la miró incrédulo y frustrado, ella seguía sin entender nada de lo que elucubraba con cada paso que daba.
Manuel no lo hacía por congraciarse, sino por dar una imagen adecuada. Paula parecía no darse cuenta de que entre ellos todo era una gran pantalla para su propio beneficio, y que solamente la tenía a su lado por su apellido.
Los Mayer-Chaves eran una familia reconocida de la industria naval, el padre era el director de unos de los astilleros más grandes de Florida.
—Será una fiesta que jamás olvidarás.
—Ya que quieres hacerlo, me encantaría ayudarte a organizarlo. Quizá Maite y Ed puedan echarme una mano.
—Ni lo sueñes. Si dejamos que lo organice tu amigo gay, el evento se convertirá en la jaula de las locas.
—No hables así de Euardo. Tiene muy buen gusto, su condición sexual no afecta a sus capacidades.
—Lo hará Samantha —dijo Manuel con voz firme—. Ella sabe cómo coordinar una fiesta perfecta, sobre todo a ojos de la prensa. Necesito que ese día estén las personalidades más importantes de la ciudad; por otro lado, tú no sabrías ni a quién invitar si lo dejo en tus manos.
A Paula se le pasó el entusiasmo; era su cumpleaños pero Manuel estaba decidido en convertirlo en un acto político.
Superando una vez más su desilusión, se aferró a su cuello y le habló muy cerca de él. —Perfecto, como tú lo consideres mejor. —Lo miró a los ojos con mucha dulzura—. He estado
pensando, y lo cierto es que me aburro demasiado todo el día en casa sola, así que creo que por las tardes comenzaré a ir unas horas a la galería.
—De eso nada.
Manuel se deshizo de su abrazo y se puso de pie. La magia se había esfumado.
—¿Por qué? Sólo serán unas pocas horas, me llevará y me traerá Dylan. Quiero clasificar personalmente todas las obras de arte nuevas que se han adquirido; son hermosas, tendrías que verlas, ¿te acuerdas de cuando me ayudabas a hacerlo?
—Estás hablando del pasado, un pasado ridículo donde tú y yo sólo nos conformábamos con estupideces.
—Pero éramos felices, Manuel. Y para mí no eran estupideces, teníamos proyectos en común. Añoro al hombre con el que me casé, el hombre que me enamoraba a diario.
—¿Añoras la miseria en que vivíamos? Me haces reír.
Paula lo escuchaba a medias. Le parecía que hablaba con un muro de cemento o con un témpano de hielo; sus palabras siempre se clavaban en ella como filosas navajas.
Pero siguió intentándolo...
—Te prometo que sólo serán unas pocas horas y luego me ocuparé de ser la esposa del senador Manuel Wheels. Buscaré donaciones en tu nombre, visitaré hogares, convocaré a la prensa; lo que me pidas, solamente quiero unas horas para mí.
—¡Te he dicho que no! Y no se hable más.
Fue categórico, pero ella no pensaba desistir.
—Por favor, Manuel, es un lugar decente, nadie lo verá con malos ojos.
Paula se había puesto de pie y estaba aferrada a su cintura, tratando de convencerlo.
—¿Eres tonta o te lo haces? —La apartó de un empujón.
—¡No me empujes!
Paula no estaba dispuesta a permitir que volviese a faltarle el respeto, de pronto se sintió envalentonada y hasta a ella le costó reconocerse cuando dio ese grito. Manuel la miró con furia, con rencor y desprecio, no iba a tolerar que su mujer se le enfrentase; si ella creía que podía hacerlo, estaba muy equivocada y se lo demostraría. Levantó la mano y, como un perfecto y certero castigo, le atizó un revés en el mentón que la dejó mareada.
«Siempre sabe dónde pegarme para inutilizarme», pensó ella agarrándose al sillón.
Ese golpe fue el primero de una tanda de otros que parecían no tener fin. Paula terminó en el suelo intentando atajar la furia que con sus palabras había encendido, la furia incontenible de una persona que cada vez parecía tener menos piedad y nada de cordura, una persona que en un tiempo le había dado las más tiernas caricias, y le había enseñado todo lo que sabía del amor. Ahora era muy diferente, casi un desconocido; un ogro, como decía Maite, su verdugo personal.
El teléfono de Manuel sonó, y eso fue lo que la salvó para que la paliza no continuara.
Maldiciéndolo para sus adentros, se quedó en el suelo mientras mordía el polvo en su propia miseria.
Cuando él se alejó, se permitió ahogarse en su llanto, inmersa en una gran desolación.
Lo oyó irse y con gran esfuerzo se puso en pie. Le dolían mucho las costillas, y estaba segura de que algo dentro de su cuerpo no estaba bien: el dolor era insoportable, agudo como nunca, profuso hasta el punto de que le dificultaba respirar. Caminó apoyada en las paredes mientras que con la otra mano se agarraba el costado, y así entró en su dormitorio.
«Se terminó, Paula, ¿hasta cuándo vas a seguir esperando un milagro?», se dijo mientras se miraba en el espejo de su vestidor.
Tenía un corte en el labio, un moretón en el maxilar derecho y una gota de sangre saliendo de su nariz. Se sintió más devastada que nunca al ver su reflejo; jamás le había pegado con tanta saña y nunca antes la había dejado marcada de esa forma, al menos no en la cara. Maite y Eduardo tenían razón: ese hombre iba a matarla.
Con el ánimo consumido y la voluntad resquebrajada, cogió su bolso y el móvil que Maite había comprado a su nombre, con el que no podían rastrear sus llamadas. Se abrigó con muchísimo esfuerzo, se asomó al pasillo, donde no había nadie a la vista, y fue al despacho de Manuel para buscar la llave de los cajones del escritorio, los abrió y sacó sus tarjetas bancarias, las de las cuentas que Manuel le había quitado hacía algún tiempo. Con el mismo cuidado llegó hasta la puerta trasera que daba al jardín y eludió las cámaras de seguridad, había aprendido cómo hacerlo.
Finalmente logró llegar a la última, y cuando la cámara giró y dejó de apuntar a la puerta trasera, con apenas unos pocos segundos para pasar sin ser vista, muy dolorida y con su movilidad sumamente reducida, se apresuró para salir.
En la calle puso freno a su desesperación por escapar y se tomó unos minutos para pensar hacia dónde ir. Se llevó las manos a la cabeza, necesitaba ordenar sus pensamientos y hallar un lugar donde Manuel no pudiera encontrarla, pues no quería que la obligara a volver. Sin embargo, por más que buscaba y rebuscaba opciones no sabía adónde ir.
Decidió que lo mejor sería sacar efectivo de algún cajero automático y con eso empezar a moverse.
Se alejó de la casa, anduvo varias calles hasta dar con uno y allí extrajo todo el dinero que pudo.
Siguió caminando, no quería coger un taxi porque así podrían saber adónde había ido. Necesitaba alejarse cuanto antes, ya que cuando Manuel empezase a buscarla sería muy fácil atar cabos si dejaba muchas pistas.
Tenía una profunda sensación de soledad, miedo a no poder seguir adelante y a no ser capaz de enfrentarse a todo lo que se le avecinaba. Sintió pánico, no quería tener que regresar.
Cogió el móvil mientras se secaba las lágrimas, que en ese momento ya le habían encharcado todo el rostro. Pensó en llamar a Maite o a Ed para que la recogieran, pero no estaba bien que los siguiera mezclando en sus problemas; además, se empecinarían en llevarla con ellos y no quería depender de nadie para dar el paso que se había propuesto. Incluso con la fragilidad de sus sentimientos y a pesar de su indecisión, anhelaba rehacer su vida.
Estaba llena de golpes en el cuerpo y cicatrices en el alma, pero dispuesta a empezar de nuevo, y sabía que para lograrlo debía hacerlo sola.
Tuvo que detenerse por el profundo e intenso dolor que sentía en el costado izquierdo, cada vez más y más fuerte.
Estaba débil, miró a su alrededor mientras se agarraba nuevamente la cabeza, muy abotargada. Se dio cuenta de que increíblemente estaba frente al apartamento de Agustin, su hermano, pero rápidamente pensó que no era una buena opción para esconderse. No obstante, dudó un instante, porque la molestia que tenía en las costillas era casi insoportable, y evaluó nuevamente sus posibilidades, pensando que quizá su hermano sería capaz de entenderla y no la juzgaría. Además, él podría protegerla e incluso la apoyaría delante de sus padres.
Caminó unos metros más sosteniéndose de las paredes hasta que por fin llegó a la entrada del edificio.
Cuando estaba a punto de tocar el timbre un enorme arrepentimiento la invadió por completo, así como el miedo de no estar haciendo las cosas bien. En ese instante la puerta de entrada se abrió y Paula, por instinto, levantó la cabeza para ver quién salía. Las piernas comenzaron a temblarle.
Se había quedado muda, lo observaba avanzar y cuando por fin lo tuvo frente a frente dejó que una extraña sensación de miedo y ansiedad la avasallara. Sintió que caía, sintió que la tierra se abría y ella era devorada, pero también sintió unas manos que la aferraron con fuerza, con determinación y con prestancia. Se dejó sostener, se dejó arrullar por esas manos que en ese momento fueron sus salvadoras, las que no permitieron que terminase en el suelo y también las que le dieron seguridad.
Lo miró a los ojos, unos ojos tan extrañados como los de ella por la nueva coincidencia, un encuentro que parecía imposible de evitar. Se hundió en esa mirada café que la estaba traspasando y apartó la vista, pero esos labios rojos, carnosos, sugerentes, la extasiaron, y aunque quiso evitarlo no pudo dejar de mirarlos.
Paula sintió que se desvanecía. Su cuerpo exhausto se entregó al cobijo que los brazos de Pedro le ofrecían y se dejó sostener por él, y éste la asió con fuerza de las axilas y la afirmó contra su pecho, acunándola.
Era un desconocido, pero se sintió confiada y confortada.
Como una niña indefensa, comenzó a llorar hundida en su cuello.
—Chist, chist, tranquila. ¿Quién te ha hecho esto, preciosa? ¿Quién se ha atrevido a lastimarte de esta forma?
—Lo siento, discúlpame, estoy llenándote de lágrimas. No te preocupes, estoy bien.
De pronto se sintió muy avergonzada.
Ella comprendió que ese hombre era un perfecto desconocido y quiso apartarse, pero él no se lo permitió.
—Chist, no te angusties. —Le acarició la cabeza mientras le hablaba al oído rozándola con su aliento —. No te haré daño, te juro que soy de confianza. —Se apartó unos centímetros para mirarla, la cogió del mentón con delicadeza, mientras observaba las laceraciones y luego le habló muy cerca, con una voz calmada y arrulladora—. Me llamo Pedro —le ofreció una media sonrisa—, Pedro Alfonso
Paula vaciló antes de decir su nombre, luego con un hilo de voz le contestó: —Mi nombre es... Maite —mintió sin saber por qué.
—Estás muy herida, Maite.
Su proximidad lo descontrolaba, pero verla así indefensa mucho más.
—Lo sé, qué vergüenza.
—Vergüenza debería tener la persona que te ha hecho esto.
—No quiero hablar de esa persona, por favor.
—Como prefieras, pero déjame decirte que podemos denunciarlo y meterlo en prisión.
—Tú no sabes...
Claro que no sabía, denunciar a su esposo era impensable para Paula, algo que no tenía lugar en ninguno de sus planes. Entraría por una puerta y saldría por otra, siempre se lo decía cuando la golpeaba.
—Además, ¿por qué supones que ha sido un hombre? —agregó con un hilo de voz.
—Maite... no hace falta que me lo digas. —Hizo una pausa—. Lo sé, simplemente lo sé.
No quiso decirle que por su trabajo estaba acostumbrado a ver a diario mujeres golpeadas por sus maridos, ni quiso decirle a qué se dedicaba, pues temió espantarla, Sabía que muchas mujeres víctimas de violencia doméstica huyen ante un oficial de policía, pues intentan cubrir al malnacido que las flagela, que las domina, que las hace sentir el ser más insignificante sobre la faz de la tierra.
Es difícil comprender por qué una mujer actúa de esa forma tras haber sido tan brutalmente golpeada, pero con el tiempo Pedro lo había comprendido. La psique de la víctima va deteriorándose a diario con cada humillación, quien las domina va haciendo un trabajo muy fino, que las lleva a creer que no hay otra salida para ellas más que quedarse a su lado, las transportan a un estado de indefensión en el que creen que jamás podrán hacer nada por sus propios medios, incluso llegan a cubrirlos, a protegerlos, porque en el fondo necesitan creer en su arrepentimiento y en que ésa será la última vez. Anhelan aferrarse a la ilusión de que esa persona las quiere, de que esa persona volverá a ser la que alguna vez fue, la que las enamoró.
Paula se sintió mareada y Pedro la aferró con fuerza. Ella se quejó, el dolor era evidente en su rostro e imposible de ocultar.
—Dios, también te ha golpeado en el cuerpo.
Pedro intentó contener la furia que sentía, quería saber quién le había hecho eso, agarrarlo con sus propias manos y hacerle pagar cada uno de los golpes que le había atizado a Paula.
—No es nada.
—Déjame llevarte al médico, permíteme que esto quede documentado en algún lado, es lo correcto.
—No, por favor, no, déjame ir.
—Tranquila, Maite, tranquila, sólo haré lo que quieras que haga, pero permíteme ayudarte de alguna forma.
—¿Por qué quieres ayudarme? Si no me conoces.
—Sí que te conozco, ya te he visto... con esta, tres veces. —Ella sonrió—. Eres hermosa cuando sonríes. Sí, así deberías estar siempre, feliz como el día que te conocí, irradiabas felicidad por cada uno de tus poros. —Pau se ruborizó—. ¿Vives aquí? —Ella negó con la cabeza— ¿Adónde ibas? —Se encogió de hombros sin contestar—. ¿Acaso pensabas regresar a...?
—No sé, Pedro, no quiero volver, pero no tengo adónde ir —le confesó sin pensar lo que decía.
Se apartó de él quejándose del dolor que tenía en las costillas, metió la mano en su bolso, sacó el dinero hecho un bollo y se lo enseñó.
—Tengo dinero. Si pudieras ayudarme a conseguir un hotel, algo decente y económico, te lo agradecería.
—Te ayudaré en lo que me pidas —Pedro cogió el dinero y lo guardó de nuevo en el bolso—, pero necesitas a alguien que te cure esas heridas. ¿Te duelen mucho las costillas?
Ella hundió la cara en el suelo.
—Maite, por favor, te pido que confíes en mí. Te juro que soy decente, no quiero hacerte daño, sólo pretendo ayudarte.
De pronto, Paula se dio cuenta de que estaban frente a la casa de su hermano Agustin, y de que si Manuel salía a buscarla, ése sería uno de los lugares adonde sin duda iría.
Así que atemorizada por sus pensamientos, empezó a temblar, Pedro se quitó la chaqueta y se la puso en los hombros.
—Hace frío, no te quites la chaqueta por mí —dijo ella.
—Si no quieres ser la culpable de la gripe que me dé, acompáñame al coche, está allí. —Señaló su BMW.
Paula dudó, pero no podía seguir allí. Por otra parte, no tenía fuerzas, necesitaba sentarse y descansar, y sin saber la razón, sentía que Pedro le infundía confianza.
—Maite, sé que suena raro y si no aceptas podría entenderlo, soy consciente de que no sabes quién soy, pero... mi casa no queda muy lejos de aquí.
—¿No vives en este edificio?
—No, sólo he venido a traer a un amigo que ha bebido de más y no estaba en condiciones de conducir.Maite, no quiero que te quedes sola, si quieres... y espero realmente inspirarte confianza — dudó antes de proseguir, temía que ella lo malinterpretara, así que pensó cada palabra antes de decirla — tengo un sillón bastante amplio. No es lo ideal, pero si aceptas te lo presto.
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