domingo, 6 de marzo de 2016
CAPITULO 70
Su cabeza, en el momento de acostarse, se había convertido en un hervidero de pensamientos.
Ella, sin embargo, dormía gracias a los calmantes. Pedro se acostó a su lado, y aunque su mente y su cuerpo estaban exhaustos, no podía dejar de observarla. No conseguía perdonarse a sí mismo por haberla dejado en aquella casa, se consideraba responsable del estado en que Paula se encontraba.
«Tendría que habérmela llevado mucho antes de Nueva York y podría haber evitado la tremenda paliza que ese cabrón le ha dado. Dios, ¿en qué estaba pensando para dejarla en sus manos, expuesta de esa forma?»
Se preguntaba una y otra vez por qué se había dejado convencer aquella mañana. ¿Por qué le había permitido que regresara a esa casa?
El miedo de Paula, el de Agustin y el de Maite no eran excusa; él había obrado de forma poco profesional. Tendría que haberse atenido a lo que sabía por norma, como procedimiento ante las pruebas que tenía en sus manos.
Conocía la respuesta y la eludía, pero aunque no la dijera, era una verdad.
Saberla lo enfadaba mucho más: se había cegado por la ira y los celos de haberla visto en la fiesta con Wheels, de que le hubiera permitido que pusiera sus manos en su cuerpo, pavonearse con ella ante todos; Pedro había decidido castigarla por mentirle, por haberlo apartado de su lado, por no haber confiado en él, y ahora las consecuencias estaban ante sus ojos.
Era el único culpable, la verdad le atizaba como un mazazo en la espalda. Deseaba tener la oportunidad de poder cobrarse cada uno de esos golpes que ella había recibido para aplacar su culpa, que no tenía perdón. Hablaría con C.C.; de una forma u otra él debía tener esa posibilidad.
Por los ventanales se colaba la iluminación nocturna que iluminaba tenuemente la habitación. Pedro continuó mirándola en silencio, contrariado, descolocado y presa de las sensaciones que Paula conseguía arrancar de él. Se removió en la cama y se quedó boca arriba, colocó los brazos tras la nuca y miró a su alrededor, y de pronto, en esa habitación, se sintió como un completo desconocido.
Suspiró.
Él, un hombre pragmático, rígido, de pensamientos sólidos, se volvía dubitativo ante esa mujer.
Siempre había renegado de sus orígenes, y ahora por el amor de Paula era capaz de dejar a un lado todo su orgullo y mostrarse vulnerable y maleable; había olvidado todos sus principios y creencias, sentía que por primera vez tenía la felicidad entre sus manos. Ella le hacía olvidar todo, los
tiempos de infelicidad inconsciente en que nada de lo hecho parecía ser suficiente para sentirse colmado, el desprecio e inexistencia de su padre y los días de soledad infinita que le habían moldeado un talante resentido y amargado. No obstante, aunque la vida le ponía a esa mujer en su camino y le daba una oportunidad para ser feliz, su contienda emocional en esa casa estaba levantada en armas y no le daba paz. Se preguntaba por qué, si su amor por un lado le hacía tanto bien, por otro le hacía sentir que estaba perdiendo el honor.
En esa casa, su pasado, su historia, sus recuerdos más dolorosos estaban impregnados, pero paradójicamente, ahí se erigían los más bellos que formaban parte de su presente, esos días que había pasado con Paula allí constituían el deseo de una vida apacible junto a ella.
Con la mente llena de cuestionamientos, un impulso lo llevó a levantarse de la cama. Pau se rebujó, pero continuó durmiendo. Alfonso salió de la habitación y bajó la escalera, y aunque era tarde llamó a su madre. No sabía cómo iniciar aquella conversación, pero su conciencia le decía que era
preciso hacerlo.
Ana se asustó por recibir una llamada a esas horas:
—¿Qué pasa, hijo? ¿Estás bien, le pasa algo a tu hermana?
—Nada, mamá, no te alarmes. Perdona la hora pero necesitaba hablar contigo; estoy en Austin — comenzó diciendo.
Frustrado por no poder abandonar la lucha entre sus sentimientos y su conciencia, comenzó a explicarle todo lo que sentía, le habló como nunca antes lo había hecho, se desintegró y se despojó de sus angustias; necesitaba que su madre le diera su aprobación, sentía que le estaba fallando.
—Tesoro de mi corazón, ¿cómo puedes pensar así? ¿Cómo puedes creer que me estás ofendiendo? Mira, voy a decirte algo: sabes que en esa casa fui muy feliz con tu padre, en ella pasé los momentos más dichosos de mi vida, y creo que también los más amargos, pero... —Pensó en decirlo todo, pero no era apropiado hacerlo por teléfono, así que, hundida por una nueva oportunidad perdida, se avino a decirle a Pedro lo que éste ansiaba escuchar—. Aunque la historia entre él y yo no acabó bien, me hace ilusión que la tuya con Paula sí sea una historia con un buen final. Tesoro, vive
tu vida, sé feliz y no mires atrás.
Olvida el pasado y céntrate en vivir el presente, en vivir tu amor, en hacerla dichosa, en ser feliz.
Pedro, no importa cuándo, dónde ni cómo, sólo se trata de aprovechar el momento.
»Hijo querido, creo que la vida te está dando, a través de Paula, la oportunidad de reconciliarte con tus orígenes; ella ha venido a quitarte ese agobio que no te deja disfrutar de lo que por naturaleza te pertenece.
—Pero...
—Pero nada —lo cortó en seco—, déjate de nimiedades estúpidas y de culpabilidades.
Continuaron hablando largo rato, y Ana se interesó más en el estado de Paula. Alfonso intentó sincerarse todo lo que pudo, pero obviamente escatimó información.
Por último le manifestó su agobio por tener que regresar a Nueva York y dejarla allí. Su madre intentó calmarlo, alegando que la dejaba en buenas manos.
Estaba dormido profundamente. A altas horas de la madrugada por fin lo había conseguido.
—Pedro... Pedro... llaman a la puerta.
—¿Qué pasa, te encuentras mal?
—No te asustes, están llamando a la puerta.
Al ver que no contestaban, la persona desconocida abrió tan sólo una rendija y sin entrar ni dejar que se oyera su voz se metió en el dormitorio.
—Tesoro, despiértate.
Pedro, al oír esa voz, se sentó en la cama.
—¡¿Mamá?!
—Sí, tesoro, soy yo.
Volvió a cerrar la puerta para no invadir la privacidad de la pareja.
—¡¿Tu madre?! Oh, Dios, estoy horrible... —dijo Paula sin aliento.
—No te alteres, ella lo comprenderá.
—Cariño, os he traído el desayuno, he venido a mimaros —les dijo Ana desde fuera.
—¿Cómo ha sabido que estábamos aquí? —preguntó Paula.
—Anoche hablé con ella. No pensé que vendría, pero debí suponer que no se aguantaría. Voy a levantarme y le digo que no entre.
Pedro se puso en pie y se pasó la mano por su corto cabello para alisarlo, estaba en bóxer.
—Pero ¿cómo? Va a pensar que soy una desconsiderada y una mal educada. No es precisamente en el estado en que me habría gustado conocerla, pero ya está aquí.
—Te caerá bien... —Él la miró con ilusión mientras se ponía un pantalón de pijama—. Entra, mamá.
—He llegado y Josefina os estaba preparando el desayuno, así que he querido sorprenderos trayéndolo yo misma a la cama —dijo al tiempo que empujaba una mesa con ruedas.
—No tienes remedio.
Pedro salió a su encuentro y se abrazaron cálidamente mientras él la arropaba en sus brazos y le besaba la base de la cabeza. Paula, observando la escena entre madre e hijo, no pudo evitar sentir unas enormes ganas de llorar, pero logró contener las lágrimas; ese abrazo tan sentido entre ellos la había emocionado, se alegró de que su hombre fuera tan afortunado. Ella no recordaba haber recibido un abrazo así de su madre, y en ese momento lo necesitaba.
Desde su posición estudió a Ana a conciencia. Se la veía impecable, sencilla, con un corte de pelo escalado hasta la base de la nuca que le daba un estilo desenfadado y muy actual. Su rostro era rectangular, con pómulos marcados y labios medianos, del mismo tamaño, en armonía con el resto
de su cuerpo. Continuó observándola y finalmente llegó a la conclusión de que esa mujer tenía la mirada y la sonrisa más dulces que jamás había visto.
Pedro la cogió de la mano y la instó a acercarse a Paula.
—Hola, tesoro.
—Hola —contestó Pau tímidamente.
Ana se sentó en la cama con mucho cuidado, le cogió la mano y se la besó.
—Estoy horrible, lo siento. Ésta no es la forma en que imaginé conocerla, señora.
—No te preocupes por nada y llámame Ana. Como he dicho al entrar, he venido a mimaros.
Anoche Pedro me explicó lo que te ha ocurrido. —Buscó la mano de su hijo y aferró las de ambos—. Espero que no me consideres una entrometida, en realidad he dudado mucho si venir, pero noté a Pedro muy preocupado por tener que regresar a Nueva York y dejarte aquí. Entonces pensé que tal vez podría venir y quedarme a cuidarte para que mi hijo se sienta más tranquilo.
—Mamá, ¿harías eso?
—Por supuesto, ¿no ves que estoy aquí? Siempre y cuando Paula quiera que me quede; no deseo agobiarte —le dijo volviendo la vista a ella.
—Pero, Ana, usted tendrá sus cosas, y dejarlas de lado por mí no me parece justo.
—Uf —elevó los ojos al techo—, tengo tanto que hacer... Mi hijo me ha puesto personal para todo lo que antes hacía sola, tengo quien cuide de mis plantas y del parque, también a una persona que organiza las compras y la casa y que pasea y asea al perro; en fin, el tiempo me sobra y me paso el día leyendo, tejiendo, bordando o haciendo caridad en la iglesia, cosa que por supuesto me encanta, pero que por venir aquí y quedarme contigo no significa que no pueda seguir haciéndolo.
—Gracias, mamá. —Pedro le besó la mano.
—Muchas gracias, Ana, pero no quiero irrumpir en su vida como una carga.
—Quítate esos pensamientos de la cabeza, la verdad es que me sedujo la idea de que tú y yo podamos conocernos durante estos días en que te recuperes. ¿O es que no te interesa conocerme?
—Todo lo contrario, me fascina la idea.
Ana le dio una suave palmada en la mano y le ofreció una sonrisa franca y muy sincera.
—Además, tengo unos remedios caseros que acelerarán el proceso de desaparición de esos moretones —explicó—. Quiero cuidarte, quiero ayudarte a que cures esas marcas que te atormentan cuando te ves en el espejo, y también quiero poner mi granito de arena para que sanen las que están en tu alma y que no se ven.
De repente la emoción la embargó y Paula comenzó a llorar, se sentía sensible.
La consolaron entre los dos y, cuando se hubo calmado, Ana los dejó para que desayunaran; todo estaba enfriándose con tanta conversación. Se marchó, prometiendo volver luego con unas compresas de vinagre de manzana y agua para aplicarle en los moretones y que se desinflamara más pronto.
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