domingo, 6 de marzo de 2016
CAPITULO 72
Pedro, después de colgar con Agustin, se quedó revisando nuevamente el video que C.C. le había enviado. Aisló parte de las imágenes para separar los rostros de los que acompañaban al narcotraficante.
Los técnicos de su empresa de desarrollo electrónico, que habían estado por la mañana mejorando los sistemas de alarmas de la casa, habían encriptado la IP de su computadora y de su teléfono, y le habían provisto de otras medidas de seguridad como una línea fija de teléfono encriptada para que pudieran comunicarse con él cuando estuviera en Nueva York. Finalmente, Pedro había hecho acopio de su orgullo y había decidido usar los beneficios de Industrias Alfonso; Paula los necesitaba, se dijo para convencerse y no sentirse tan frustrado faltando a su palabra.
Metió las fotografías en un programa de identificación facial que utilizaban en el departamento de policía y se quedó a la espera de resultados.
Mientras tanto, cogió los mapas satélite de la región y empezó a buscar en ellos; su instinto le decía que si el encuentro había sido en Phoenix y Montoya se había hospedado en Mesa, su escondite no estaba tan lejos.
Los miraba sin saber por dónde empezar. Haciendo un repaso de la información que manejaba, y teniendo en cuenta las actividades de los sospechosos, asumió una suposición acerca de la forma en que podían llevar a cabo el acto delictivo, lo que lo llevó a pensar que, para transportar la mercancía, lo indispensable para ellos podía ser una pista clandestina de aterrizaje. Dedujo también que estaban casi en la frontera con México, y Montoya era mexicano.
Esto lo hizo incidir en la búsqueda de propiedades con esas características, pero debía establecer un lugar, así que, teniendo en cuenta posibles pasos entre una y otra frontera, buscó los que lindaban con el límite norte del desierto de Sonora. Recorrió el mapa de un extremo a otro, pero era como buscar una aguja en un pajar; era tarde y los ojos le ardían de fijar tanto la vista en la pantalla del ordenador.
Volvió la atención al software de reconocimiento facial, pero éste seguía en marcha sin arrojar resultados. Se tumbó en la
butaca para descansar su agarrotada espalda, sentía que su estado de ánimo se estaba agriando por no encontrar respuestas.
Cogió el informe del perfil psicológico de Montoya y lo releyó, esperando encontrar en él algo que le permitiera desentrañar dónde buscarlo.
«Se lo considera un hombre falto de sentimientos de culpa, angustia o remordimiento, con importantes carencias en el discernimiento de valores. Ventajista, peligroso criminal con desmedidos deseos de poder y un líder nato ante cualquier grupo. Se adapta medianamente a la sociedad y es manipulador y seductor en sus relaciones personales. Astuto para evadirse, muy peligroso por su rol de líder. Es un hombre ubicuo. No tiene objetivos definidos más que el poder que le otorga el dinero; por tal motivo, no tiene miramientos para buscar la forma de obtenerlo. Es inquieto y busca constantemente lo inalcanzable, no tiene límites de poder. No le gusta tener una vida rutinaria, por lo tanto no acata discernimientos establecidos, es poco paciente y sus caprichos y deseos deben tener una satisfacción inmediata.
»Establece muy escasas relaciones emocionales o lazos afectivos estables. No desarrolla un sentido de los valores sociales. No acata órdenes y cree que lo que hace lleva ganancias al país en donde se asienta, por esa razón se cree digno de vivir por encima de la ley, rompiendo las reglas. Los únicos ideales que persigue son lograr dinero y bienestar materiales, y controlar a otras personas para lograr satisfacciones inmediatas. Es egocéntrico, ordenado y perfeccionista, no acepta errores y jamás asume los propios.
»Según su anterior lugarteniente, Ramón Chávez, quien se alejó de sus filas para formar su propio imperio pero fue capturado, Mario Aristizabal Montoya tiene una especial fascinación por el oro y en la casa que habita en Juárez tiene grifos, duchas, llaves, picaportes y ornamentaciones de
este material precioso.»
Era primordial dar con el paradero de Montoya para poder ubicar de alguna forma al miserable de Wheels.
De pronto, un golpeteo en la puerta lo hizo salir de su abstracción. Se abrió una rendija y Ana se asomó por ella.
—¿Interrumpo?
—Tú nunca interrumpes.
Pedro cambió la pantalla del ordenador para que no viera lo que hacía.
—¿No piensas acostarte? ¿Quieres tomar un café?
Alfonso miró su reloj.
—No creí que fuera tan tarde, creo que mejor me iré a dormir —dijo estirando los brazos y cada una de las vértebras de su columna.
—Pareces cansado, hijo.
Pedro se puso en pie, dio la vuelta al escritorio y abrazó a su madre.
—Lo estoy. Pero tenía que atender unos asuntos del trabajo que mi jefe me ha pedido. —Puso una excusa para no revelar sus verdaderas investigaciones, no quería darle a su madre la oportunidad de que indagara—. Ahora me pregunto, ¿qué haces tú levantada a esta hora?
—Nos hemos quedado charlando con Maite para entretener a Paula y se me ha pasado la hora.
—¿Pau todavía está despierta?
—Con la sarta de estupideces que hemos dicho Maite y yo, creo que la hemos desvelado.
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