viernes, 11 de marzo de 2016

CAPITULO 85






El detective Alfonso, esa mañana, tenía muchos asuntos pendientes, y no le sobraba el tiempo precisamente. Se levantó de la cama, divisó por la ventana que no había grandes vientos y se quedó por unos instantes admirando el paisaje; la escarcha pegada a la tierra evidenciaba que el invierno estaba muy próximo. Estiró su musculatura y se volvió, tan sólo cubierto por los bóxer, para mirar a Paula, que dormía calma y serena. Admiró una vez más su belleza, su fragilidad. Aunque tenía deseos de despertarla para hacerle el amor, refrenó sus ansias y se encomendó a lo que debía resolver.


Bajó a la cocina, donde los aromas del desayuno lo recibieron. Iba con prisa, así que tan sólo aceptó un café negro y un cruasán y le pidió a Julián que le preparase uno de los automóviles para salir cuanto antes.


Tras resolver lo que tenía más rápida resolución, regresó a la casa. Paula, sin embargo, continuaba durmiendo, de modo que volvió a marcharse.


Recorrió en coche la distancia hasta llegar a la entrada del Cementerio Memorial Park de Austin, aparcó, y después de hacer algunas averiguaciones en la oficina se dirigió a donde le habían indicado que quedaba la tumba de su padre. No le costó trabajo encontrar la lápida, el sepulcro estaba cuidado y con flores; supuso que Harrison era quien se encargaba de que lo mantuvieran arreglado. Se quitó las gafas de sol, abrió ligeramente su cazadora de cuero y las colgó del cuello de su camiseta. De pie, separó ligeramente las piernas y se afirmó a la tierra frente a la sepultura. Cruzó las manos por delante entrelazándolas y fijó la vista en la lápida: «Brandon Alfonso 1952-2012», leyó en silencio.


Habían pasado dos años desde que había muerto, y era la primera vez que se dignaba pisar su tumba.


Alfonso, durante esas semanas, había pasado por varios estados de ánimo: furia, desesperación y actualmente se encontraba en un estado de melancolía. Aunque prefería volver al primer estado, su corazón traicionero se empeñaba en no hacerlo. Frente a la tumba de su padre sintió una vez más que nunca podría perdonar a su madre por haberle arrancado la posibilidad de conocerlo, pero también se dividió en la disyuntiva que lo volvía indefenso al estar tanto tiempo lejos de ella. Se pasó las manos por el pelo, humedeció los labios con la lengua y metió una de las manos en el bolsillo del pantalón, de donde extrajo un pañuelo. Se arrodilló, retiró el polvillo que recubría la lápida, acarició el nombre de su padre con la yema de los dedos y fue la primera vez en su vida que estuvo orgulloso del apellido que portaba.


Se sintió desmembrado, indefenso, él en ese momento era un hombre en el cuerpo de alguien desconocido, porque no estaba acostumbrado a flaquear por nada.


Esa semana, la muerte de Eva lo había hecho recapacitar acerca de muchas cosas, y su alma permanecía aterida por el solo hecho de imaginar las cosas pendientes que habían quedado entre su padre y él; supo en ese mismo instante que la vida era eso, un cúmulo de circunstancias que uno no planea, que uno no calcula, porque vive el día a día sin pensar en lo que pueda suceder.


También se dijo que bajo ningún concepto aquellos asuntos quedarían pendientes con su madre.


Ella se había equivocado sin calcular el daño que les había hecho, pero ¿quién era él para juzgarla?


Comprendió asimismo que su padre la había perdonado, así que si su padre había podido hacerlo, quizá él también podría, sin esperar hasta que no quedara tiempo para decidirse.


Ineludiblemente le dolió saber del tiempo que le había faltado con su padre: jamás podrían contentarse, jamás podrían conocerse. Se secó las lágrimas que habían escapado de sus ojos y suspiró


—Lo siento —le habló a la tumba—, no soy muy creyente, pero muchos dicen que existe otra vida después de la muerte. Quizá nuestro tiempo esté ahí, en esa otra vida. —Expresó las palabras sin mucha convicción—. Tal vez si no hubiera sido tan orgulloso... pero creo que eso lo he heredado de ti. Así que llevo mi orgullo con honra, porque son tus genes los que me regalaron tu carácter.


Lo envolvió el silencio del lugar y el trinar de algunos pájaros que se posaban sobre otras lápidas cercanas. Hundió la cabeza.


—Papá —pronunció esa palabra por primera vez y le dolió que se perdiera en el aire, así que la dijo nuevamente—: Papá. —Se desmoronó—. Perdón, papá, por no haber sentido piedad por ti, incluso al saber que estabas muriendo.


Estaba en cuclillas, se sostuvo la cabeza y lloró amargamente. Se permitió llorar a su padre como nunca creyó que lo haría.


Un sentimiento de alivio se apoderó de él. Al dejar que salieran de su alma todos esos resquemores que anidaban ahí desde que él tenía uso de razón. No podía volver las cosas atrás, aunque lo ansiara no podía, pero no iba a seguir torturándose con eso, así que simplemente se interesaría en saber más de él, buscaría entre los que lo frecuentaron todos esos años para que le contasen cómo era, reconstruiría su vida y la viviría a través de los recuerdos.


Tras recuperar la compostura, salió del camposanto y tomó el camino que lo llevaba a la casa de su madre.


El encuentro fue muy emotivo, se abrazaron, pero él decidió que lo dejaría todo como si nada hubiera pasado y la trató con normalidad, como si las revelaciones nunca se hubieran interpuesto entre ellos. Ana aceptó el silencio de su hijo; aunque intentó de todas maneras abordar el tema, él la detuvo: —No hace falta, tus explicaciones ahora no me sirven, no serían suficiente porque llegaron demasiado tarde, pero eres mi madre y no quiero cometer contigo los mismos errores que cometí con mi padre. Me has enseñado a quererte, y por más que te hayas equivocado, no puedo odiarte, me enseñaste que el cariño no se desvanece por algunos actos erróneos. Como me dijo Paula, yo en mi vida me he equivocado muchas veces y tú nunca me has dejado de querer por mis errores.
»La vida es muy compleja y uno a veces toma decisiones que no siempre son las acertadas, no sé bien qué te llevó a tomarlas, pero no quiero explicaciones, porque nada de lo que me puedas decir puede devolverme el tiempo que nunca tendré con él, así que para qué...


Ana quiso interrumpirlo.


—Déjame terminar. Después de reflexionar durante todos estos días por fin he entendido que tampoco es justo que te haga responsable sólo a ti. Así que, mamá, dejemos las cosas como están, dame tiempo para asimilar esto pero no dudes de mi cariño. Te quiero, mamá.


Pedro estuvo un buen rato en casa de su madre dejándose mimar, y luego se fue.





Paula se despertó, estiró la mano y comprobó que estaba sola en la cama, no había oído a Pedro levantarse. Era más de media mañana, hacía tiempo que no dormía tanto y tan bien. Abrió los ojos y sobre la almohada encontró un post-it; se desperezó, se restregó también los ojos y se arrastró con parsimonia hasta quedar sentada contra el respaldo. Leyó:
«Sigue las pistas. Lleva el teléfono contigo».


Frunció el ceño ante el pedido, pero seguiría el juego propuesto por Alfonso. Encontró otro post-it sobre su mesilla de noche cuando fue a coger el móvil.


«Quiero que te mires en el espejo.»


Ella sonrió, se puso en pie y fue hacia el baño divertida, pero ahí no había nada, así que salió descalza y todavía adormilada. Pensó nuevamente en la pista y fue hacia el armario, donde vio un post-it pegado en el cristal del espejo. Lo cogió para leerlo:
«Quítate el pijama. —Pedro sabía que debajo no llevaba nada—. Y hazte una foto frente al espejo».


Algo excitada y risueña, lo hizo. Siguió leyendo:
«Envíamela».


Ella hizo la captura, se mordió los labios y la mandó.


La respuesta no se hizo esperar.


Hummm me encanta la textura de tu piel, y tocarla mucho más. Un poco de fetichismo no está nada mal. Después de lo de ayer, he descubierto que jugar nos va bien.
Ve al segundo estante del armario, en el compartimento de en medio encontrarás algo para ti.


Había una bolsa en tonalidades rosa con letras en dorado de Victoria’s Secret. Dentro, un conjunto de ropa interior idéntico al que se había estropeado con la pintura. Paula se rio a carcajadas.


También había otro postit.


«Póntelo.»


Lo extrajo de la bolsa y se lo puso como él le había indicado. 


Cuando se dio la vuelta, ahí estaba él siguiendo ávidamente cada uno de sus movimientos. Su mirada punzante la estaba volviendo a desnudar.


Vestía todo de negro, llevaba puesta una camiseta con cuello en V, vaqueros y calzaba unas Converse negras de lona. Permanecía cruzado de brazos apoyado en el marco de la entrada al armario, y la miraba entre la espesura de sus largas pestañas con la mandíbula tensa; sus labios estaban sellados, pero los abrió levemente para relamerse.


En el corto espacio que los separaba, ellos no veían nada más que a ellos mismos. A Paula le tembló el mentón: él era el único capaz de ponerla en ese estado, de hacerla sonrojar y desearlo a la vez.


Continuaron guardando silencio, se contemplaban con emoción y Pedro sintió en su interior que se volvía un ser sin dominio. Sus testículos le hormiguearon ante la visión del cuerpo perfecto del que se sabía dueño, sentía la respiración acelerada y sólo con contemplarla su falo había comenzado a hincharse.


Caminó con aire triunfante hasta ella, la miró a los ojos, se detuvo a escasos centímetros de su cuerpo para olerla, adoraba el aroma que despedía su piel. Con un rápido movimiento se apoderó de sus manos y las retuvo detrás de su espalda, apoyadas sobre sus nalgas. La inmovilizó mientras agazapaba su cuerpo cubriéndolo con el suyo. Ella sentía un latido implacable que iba profundizando en su pecho y una puntada que nacía en su vientre y se perdía en el centro de su sexo.


Lo deseaba, se deseaban; Pedro no se había afeitado esa mañana, pero aunque iba informal se le veía sugestivo. Paula no tenía planes de apartarse de él, su mirada rígida a veces la ponía como si fuera un flan, le era imposible estarse quieta. Alfonso la miraba con ansias, la traspasaba hasta despojarla de toda la razón. Sin poder sostenerle la mirada, ella la fijó en el escote en V de su camiseta, pero él no estaba dispuesto a que lo privara de sus ojos.


—Mírame —le ordenó, y ella tímidamente volvió a fijar la mirada en los ojos de él.


El detective la pegó más a su cuerpo, se volvía un condenado poseso cuando la ansiaba de esa forma tan descontrolada; le apoyó el bulto en su pelvis, le encantaba hacerlo para que sintiera lo caliente y excitado que estaba.


Le pasó la lengua por la clavícula, le mordisqueó el cuello y ella lo tiró hacia atrás, para darle más acogida.


—No sé para qué te he hecho poner estas prendas, si te las quitaré. —Sonrió con malicia—. Sólo con mirarte me he puesto duro, como la primera vez que te vi, como cuando te paraste a mi lado y el aroma de tu perfume me embriagó tanto que me provocó una erección.


—No me lo habías contado.


—Ahora lo sabes, así fue desde la primera vez que mis ojos te encontraron. Me reduces a esto, a un hombre sin control, que sólo desea disfrutar de tus caricias y tus besos. Eres dañina, Paula, pero eres mi mal necesario, ¡¡¡Dios... cómo te deseo!!! Me enloqueces.


Suspiró apretando los ojos. Como él le había ordenado, ella lo miraba sin despegar la vista de su rostro para no perderse ninguna de sus sensaciones.


Respiraba casi colapsada por sus emociones, sintió cómo sus fluidos empapaban su sexo, por las cosas calientes que Pedro le decía la estaba enloqueciendo de deseo, de morbo.


Las manos del detective se volvieron inquietas, tomó el diminuto tanga y se lo arrancó. Ella soltó una exclamación.


—No te preocupes, eres mi fetiche, te compraré otro, todos los que quieras; no me importa cuántos si puedo tenerte así para mí.


Pedro había roto la prenda femenina que acababa de comprar, pero sus manos urgentes sólo buscaban su placer y no iba a permitir que nada se interpusiera entre ellas. 


Seguía manteniéndola inmóvil con una de sus grandes manos, por las muñecas, y Paula no se oponía. Él le mordió los labios mientras intentaba darle placer con las manos; deslizó uno de sus dedos entre las nalgas y le acarició el ano, una y otra vez, mientras con la lengua, ahora dentro de su boca, jugaba con la de ella.


La estaba devorando. No dejaba que lo tocase, y eso la estaba volviendo loca. Finalmente, al advertir el momento en que se entregaba a su placer, elevó una de las comisuras de los labios y se apartó, a la vez que le liberaba las muñecas. Paula, sin pensarlo, cerró las manos, por fin liberadas, en torno a su nuca, lo atrajo con desesperación hacia ella y se apropió de su boca. Pedro la acomodó entre sus piernas, mientras continuaba con sus caricias ascendentes y descendentes por sus nalgas, realmente interesado en esa parte.


La cargó en sus brazos, la sacó del armario y la depositó sobre la cama; allí, mientras la miraba, se despojó de su ropa y ella se quitó el sostén, no quería que también se lo rompiera. Lo primero que hizo Alfonso fue dejar su arma en un lugar seguro, se la sacó de la pantorrilla y la apoyó sobre la mesilla de noche.


No tardó demasiado en desnudarse, todo lo hizo rápido, con urgencia. Se tendió sobre ella, donde las caricias siguieron y los besos los turbaron aún mucho más, hasta que de pronto, unidos por la insolencia de sus cuerpos y por el deseo indomable de sus entrañas, se transformaron en aves migratorias y permitieron que sus cuerpos, por escasos instantes, dejaran de pertenecerles, porque las sensaciones que se despertaron en ambos los transportaban a otros espacios, a otras dimensiones.


Abrazados, envueltos en sudor, con el corazón lleno de placer y los pulmones faltos de oxígeno, se acunaron.


—Los despertares en Austin, cuando estás a mi lado, siempre son los mejores.


—Quisiera que siempre fueran así.


—¿Así de intensos?


—Sí, pero en realidad me refería a que siempre quisiera estar cuando despiertes.


—Eso sería hermoso.


Se ducharon y bajaron, ya era la hora del almuerzo. Josefina les había preparado la mesa en el comedor. Ella y Julián estaban fuera porque habían quedado con Ana para ayudarla con unos muebles que había comprado en Pasadena.


—¿Os vais? No entiendo por qué mi madre fue hasta allí a comprarlos.


—Porque allí vendían lo que le gustaba —dijo Julián.


—Podría haberlos mandado traer.


—¿Y perdernos la diversión del viaje? —Pedro agitó la cabeza, tenía la de Paula apoyada en su hombro—. Disfrutad del fin de semana, tesoros, ya me ha llamado tu madre, feliz —le dijo Josefina a Alfonso, acariciándole la mejilla—. Me ha contado que esta mañana, muy temprano, la has visitado.


Paula abrió mucho los ojos mientras se aferraba a su cuello y lo llenaba de besos, sin dejar de saltar feliz por la noticia. Pedro, risueño, la pegaba más a su cuerpo.


—Creo que, entre tantas mujeres, no me quedaba más remedio que ceder.


—Has hecho lo correcto —aseveró Pau.


Solamente había dos platos en la mesa, una mesa muy especial que les había preparado Josefina antes de marcharse.


—¿Por qué sólo dos platos? ¿Maite no come con nosotros? —quiso saber Paula, que ya estaba a punto de salir a buscarla.


—Maite no está, tesoro —contestó Jose—. Se ha ido a la ciudad, no he entendido muy bien a lo que iba, pero ha salido muy chispeante.


—¡Qué raro! No me ha dicho nada. ¿Adónde habrá ido?


—Seguro que ha salido de compras, a las mujeres cuando os da un bajón os fascina salir a derrochar dinero. ¿O no tengo razón?


—No me desilusiones, Pedro, no seas tan básico para describirnos, no todas somos así. Y Maite en particular, menos.


—En ese caso no te preocupes, sabe cuidarse, seguro que estaba harta de estar encerrada y aprovechando que estoy aquí ha salido a dar un paseíto.


Se sentaron en torno a la mesa y Paula sirvió la corvina que les había dejado preparada Josefina.


Olía muy bien, estaba aderezada con una vinagreta y para acompañarla había una ensalada de aguacates, tomates, lechuga y aceitunas negras. Pedro comía sin parar, se notaba que tenía mucho apetito, en cambio Paula estaba dispersa, revolvía el alimento sin dejar de pensar en Maite; su amiga hacía días que estaba con el humor verdaderamente tocado y ahora este alejamiento la dejaba muy descolocada.


—No has tocado tu plato —la regañó Alfonso—. ¿Acaso no te gusta?


—Está muy rico, estoy algo dispersa, eso es todo.


—Come, que has perdido peso.


—¿Te lo parece?


—Sí. —Abrió y cerró las manos—. Mis manos no mienten, ellas lo han notado.


—Tonto.


—Estoy diciendo la verdad, sé que estás bastante perezosa para comer, yo me entero de todo. — Paula entrecerró los ojos.


—Así que todos son tus espías.


—Te cuidamos, Paula, nadie quiere espiarte. Llama a tu amiga, así verás que está bien, y come, por favor.


—No es que sea su niñera, pero ella siempre está pendiente de mí y sé que no lo está pasando bien. —Por eso mismo, llámala, y así luego comerás. —Él le dispensó una sonrisa que la derritió—. ¿De acuerdo?


Paula llamó a Maite, pero le saltó el contestador.


—¿Qué pasa?


—No contesta. —Volvió a intentarlo. Sonó varias veces más, hasta que finalmente respondió.


—¿Qué pasa, Pau?


—Eso me pregunto yo. ¿Dónde estás?


—Estoy en un cine. —La rubia pegó un grito porque Agustin, que no se podía estar quieto, le había mordido una nalga—. Lo siento, ha salido una escena de miedo. Luego te llamo, Pau, todos me miran mal porque estoy hablando en medio de la película.


—Está bien, besitos. —Pedro la miró inquisitivo en cuanto cortó—. Está en el cine —lo informó Paula, cuyo semblante cambió en cuanto escuchó a su amiga.


Pedro pinchó un trozo de aguacate con su tenedor y se lo metió en la boca a Paula.


—Bien, ahora come.



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