viernes, 11 de marzo de 2016

CAPITULO 86





Por la tarde, estuvieron tumbados en el sillón Chesterfield de la sala, abrazados y envueltos en una manta. Pedro sostenía la delgada mano de Paula, admirando sus extremidades largas y cuidadas, mientras ella le daba algunos consejos a la hora de contemplar un cuadro. Algunos conceptos y reglas que lo podían ayudar a comprender mejor no la belleza de la pintura, que es muy subjetiva a cada persona, sino más bien a analizar el porqué y cómo un artista consigue mediante una serie de elementos y técnicas atraer la atención de quien lo mira. Él, aunque la escuchaba fascinado y atento porque admiraba la pasión que ella sentía al hacerlo y también su talento, no entendía ni media palabra de tonos, temas, líneas, acabados y técnicas.


El sonido de la puerta de entrada interrumpió la clase magistral.


—¿Eres tú, May? Estamos aquí en la sala —preguntó Paula.


—Hola. —May se asomó y saludó estúpidamente con la mano desde lejos—. Me voy a quitar la ropa y el calzado, estoy muerta de cansancio. ¿Josefina ya ha vuelto?


—Aún no, vuelve mañana. —le informó Pedro.


—Ah, es verdad. En ese caso no os preocupéis, yo puedo encargarme de la cena, porque vengo con un hambre impresionante y si la dejo en vuestras manos sé que no saciaré mi apetito.


Los tres se rieron y la rubia, que parecía otra persona por el buen humor que irradiaba, desapareció de la escena.


Paula retomó la explicación en cuanto volvieron a quedarse solos, pero Pedro ya no tenía demasiado interés en escucharla, por lo que la interrumpía cada dos por tres con mordiscos en el cuello y en la oreja.


—Compórtate.


—Está bien, señorita maestra.


—No te burles.


—No me burlo —le dijo él mientras seguía con los mordiscos y enroscaba sus piernas con las de ella.


De pronto Paula cambió de tema.


—¿Nunca has pensado en hacerte cargo de la empresa? Bueno, sé que antes no, pero ahora quizá hayas cambiado de opinión.


—No sirvo para estar tras un escritorio. Dame un beso.


—Hablemos, espérate, estate quieto.


—No puedo, te deseo.


Ella quería hablar.


—En algún momento quizá tengas que involucrarte. Además, no sería tan peligroso como lo que haces. Aunque jamás te pediría que dejes de hacerlo.


La miró intentando mantener la compostura.


—Me gusta lo que hago, gracias por no pedírmelo directamente. —Pedro sonrió.


—Ojalá algún día pueda llegar a acostumbrarme.


Había pasado una media hora, y ellos seguían charlando cuando el teléfono sonó; era una llamada interna, hecha desde la caseta de la entrada, por la cual avisaban de que el hermano de la señora Paula había llegado y se dirigía hacia la casa.


—¿Qué sucede?


—Me avisan de que ha llegado Agustin, déjame abrirle.


Pedro apartó la manta que los cubría y se dirigió hacia la entrada, donde esperó con paciencia a que llegara su amigo.


—¿Qué haces aquí? —Lo abrazó palmeándole la espalda—. Si pensabas venir, ¿por qué no lo hiciste ayer conmigo? Te habrías ahorrado un vuelo comercial.


—La verdad es no pensaba venir, pero estaba tan aburrido en tu apartamento que miré si había vuelos y me vine.


—Pasa, amigo, que hace frío.


Paula, que ya había oído la voz de su hermano, salió a su encuentro.


—Hola, Pau, qué guapa estás, se te ve radiante.


—Gracias, qué sorpresa tan agradable. —Lo abrazó y lo miró a los ojos—. ¿Qué haces aquí?


—He venido a verte. ¿Qué os pasa, tan extraño es verme aquí?


Paula sonrió y fingió que le daba un golpe en la mandíbula.


—Mientes muy mal.


—No sé a lo que te refieres.


Su hermana prefirió cambiar de tema, por lo visto no estaba dispuesto a desvelar sus verdaderas intenciones aunque ella las suponía muy bien; contuvo el impulso de preguntar por qué tanto misterio, si era evidente que él y Maite se habían visto. Llegaron casi uno detrás de la otra y el cuento del cine, con Agustin allí, le sonaba más absurdo todavía.


—Tendrás que prepararte una habitación, Josefina no está —le indicó su hermana.


—No hay problema.


—¿Cómo te fue por Madrid?


—Muy bien, ya veréis los anuncios; ten —dijo mientras extraía una bolsita que contenía en su interior una taza con un escudo en el que ponía «Calle Atocha», una de las calles del viejo Madrid—. Para que bebas tu café mientras pintas.


—Gracias por acordarte siempre de mí. Es muy bonita. Debes de estar cansado por el viaje, ¿por qué no te instalas?


—Sí, estoy muerto del cansancio, me voy a pegar una ducha y a acomodarme en una habitación. Luego charlamos.


Pedro le palmeó la espalda.


—Como en tu casa, amigo. —Agustin se alejó, y Pedro manifestó sus sospechas—: ¿Crees que han estado juntos? Han llegado casi a la vez.


—Creí que sólo era yo la mal pensada, estoy segura de que sí.





Todo estaba preparado para partir, era lunes por la tarde y bajaban la escalera de la mano. Al llegar al último escalón, Paula emitió un profundo suspiro mientras se aferraba a la cintura de su detective y hundía la cabeza en su pecho. Él la acunó entre sus brazos y le dio un beso interminable en la base de la cabeza mientras le acariciaba la espalda.


—No quiero que te vayas, llévame contigo.


—Tampoco quiero irme y dejarte aquí, pero es lo más seguro; Christian está convencido de que muy pronto resolveremos esto, anoche hablé con él y te aseguro que todo va muy bien.


Alfonso recordó la conversación que había mantenido por la noche con su amigo del FBI: —Pedroamigo, el tipo es un baboso, tenemos infiltrada a una de las nuestras y poco a poco va ganándose su confianza. El senador se relame con el meneo de culo que le hace nuestra agente encubierta, te
aseguro que muy pronto lo tendremos comiendo de nuestra mano. Su amante está bastante enfurecida, así que creo que podría convertirse muy pronto en nuestra aliada.


—Sabía que por ahí encontraríamos el punto débil de ese desgraciado. Mantenme al tanto, por favor. ¿Qué has podido averiguar de Pedro Morales?


—El bastardo parece haberse esfumado de Nueva York. Con respecto a tu compañera, ¿se ha sabido algo?


—Aún nada. Nosotros también buscamos a ese malnacido. Creemos que, además de mí él fue de las últimas personas que la vio con vida; las cámaras de su apartamento muestran que aquella noche llegó sola, el día siguiente lo tenía libre y lo pasó en su casa y, bueno, aquella noche entraron y la mataron.


—Este Pedrito ya me empieza a tocar los huevos, aunque es obvio que solamente se trata de una casualidad.


—Sí, pero increíblemente nos puede llevar a Montoya y también a resolver lo de Eva.


—¿Tienes alguna corazonada?


—Sólo una hipótesis extraída del hecho de que ellos fueron pareja. Me atrevo a suponer que Eva lo tenía acorralado con sus actividades en la Gran Manzana. Quizá ella descubrió que el topo que buscamos trabajaba con él e intentó resolverlo sola. Sin duda fue una mala decisión dejarme al margen de lo que descubrió, porque le costó la vida.


—Suena bastante coherente, pero tendrás que conseguir probarlo.


—Si lo encontrase, te juro que me encargaría en persona de hacer hablar al mexicano.


—Tienes que calmarte, no debes permitir que tus emociones te traicionen, no arruines tu carrera ascendente. ¿Por qué no te vienes con nosotros? Sabes que me encantaría tenerte nuevamente de compañero.


—Paso, no deseo tener menos vida de la que ya tengo.


—¡Eh, menuda revelación! Tú diciendo eso, tú, un maniático del trabajo y de tu profesión. Creo que Paula te ha vuelto muy blandito.


—No te burles.


—He escuchado muchas veces que el amor hace eso con el hombre más metódico. ¿Acaso te perderemos y te buscarás una vida más tranquila?


—Eso sinceramente no lo creo. Sabes que me gusta lo que hago, y no podría vivir sin la adrenalina que irriga mi sangre siendo parte de las fuerzas del orden público.





—¿Por qué los días a tu lado se pasan tan pronto?


Paula lo sacó de sus pensamientos.


—Eso mismo me pregunto yo. Tienes razón, se han pasado volando. Voy a echarte muchísimo de menos; de todas formas, ve pensando que el viernes vendré directamente en cuanto termine mi turno.


—Me llamarás a diario.


—Por supuesto.


La cercanía de sus labios y del aliento de camino a lo que ansiaban creaba una fotografía perfecta donde todo desaparecía a su alrededor, donde sólo ellos contaban.



La despedida les provocaba una sacudida en lo más profundo de sus entrañas, deseando parar el tiempo para que la vida se detuviera en ese instante. El reloj interno de sus cuerpos les hacía imposible visualizar más allá de sus anhelos, y ellos lo único que ansiaban era permanecer unidos, extasiados mirándose eternamente.


Ella alzó un poco más la cabeza y él se acercó a sus labios para besarlos enfebrecido; necesitaba con urgencia sentir la humedad de su boca, el embiste de su lengua. Hurgó en ella y el delicioso mordisco de sus dientes lo obligó a detenerse, porque no era cuerdo sentirse como se sentía. Se apartó por inercia, porque sabía que debía hacerlo.


Ella lo miró a los ojos y se tocó los labios mientras le decía: —No aguantaré hasta el viernes.


—No seas cruel. Debo irme.


—Lo sé, pero no puedo mentirte.


—No es lo que pretendo, pero ponme las cosas fáciles al menos.


Pedro se acercó y chocó una vez más los labios contra los suyos. Entonces, con un movimiento que la cogió por sorpresa, se apartó, para luego abrir la puerta y desaparecer.


Paula reaccionó de inmediato a su intempestiva marcha, volvió a abrir la puerta y lo miró alejarse. El frío impávido de la tarde que estaba cayendo la estremeció, se cerró el jersey por el cuello y se quedó mirando cómo se iba.


A punto de subir al coche, donde Julián lo esperaba para llevarlo hasta el aeropuerto, fue sorprendido cuando ella le gritó ensoñadora:
—¡Piensa en mí!


Pedro se volvió y se le encogió el corazón por tener que dejarla.


—Siempre.





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